capítulo 12

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Cristina sintió la piel tirante como una fruta a punto de estallar. Los latidos de su corazón corrían a la par que aquel carruaje con olor a rancio.
Lo había deseado. Había sostenido el falo en sus manos e imaginado la cabeza con forma de ciruela embistiendo en el lugar donde su carne era más sensible, empujando hasta penetrar en su cuerpo y llenarla como sabía que el Jeque Bastardo lo haría.
Mochefi el relil. Su miembro sería así, grande y fuerte, dispuesto a satisfacer por completo los deseos ardientes de una mujer.
Cerró los ojos con fuerza. ¿Por qué le había contado lo de la estatua? Ahora sabría que sus deseos antinaturales no estaban provocados por la sorpresa de descubrir que su esposo tenía una amante, los había tenido siempre.
Oh, Dios mío. Él había leído sus notas. Garabatos que daban cuenta de sus deseos sexuales más secretos, que la penetraran desde atrás, que la penetraran, y punto.
¿Qué clase de mujer era? ; ¿Qué clase de hombre podía llegar a querer a una mujer con una lujuria tan descontrolada? Como los animales...
¿Cómo podía estar casada con un hombre y desear a otro?
Cuando el carruaje se detuvo con estrépito bajó torpemente y le lanzó al cochero una moneda cualquiera, una moneda de cuatro peniques, una de seis, un florín una media corona, una corona, no importaba mientras fuera libre para alcanzar el santuario de su habitación. Corrió hacia los retazos nebulosos de bruma biliosa queriendo escapar de la mujer en la que se había transformado.
— ¿Y qué hacemos mañana? ¿Tengo que... La voz del cochero se perdió en el frío crepuscular. Los diminutos puntos de luz gris que empezaban a aparecer ante Cristina a través de su velo negro quedaron velados por sus lágrimas.
Una mujer siempre tiene alternativas, señora Maldonado. Buscó a tientas la llave de la entrada, sin sentir sus dedos... el pedazo de metal casi se cayó pero logró atraparlo y encajarlo en la cerradura con fuerza.
Ciñéndose la capa alrededor del cuerpo, corrió por las escaleras, pisando una tabla mal colocada. Sabía que no debía pisar en aquel lugar; solía acostarse en la cama y escuchar a Richard y Phillip mientras bajaban las escaleras sigilosamente para buscar un tentempié nocturno. Un sordo ¡shh! siempre acompañaba el crujido de aquella tabla. Sólo que esta vez era Cristina la que subía a tientas la escalera, y había asaltado algo más que un bote de galletas.
Aquella noche se celebraba el baile de beneficencia; Alonso tenía que estar en casa, por favor, Dios, que estuviera en casa. Necesitaba ver su rostro, reemplazar aquella imagen de piel tibia y oscura y ojos verdes, con la fría y pálida piel y ojos castaños de Alonso.
Necesitaba ver su cuerpo en lugar del falo artificial mecido por la mano del Jeque Bastardo.
Las cortinas de Alonso estaban cerradas y su habitación oscura y silenciosa. Vacía una vez más... No. Un sonido la alertó de su presencia, el susurro regular de su respiración.
Una náusea le revolvió el estómago.
No habría cuarenta posiciones de amor en el lecho de Alonso.
Hace seis días saber esto no la habría molestado. Hace seis días no poseía tal conocimiento. Ahora era preciso que Alonso eliminara ese conocimiento.
Necesitaba saber que podía hallar placer en su matrimonio.
Después de dejar el bolso sobre la sombra de una oscura cómoda, se quitó los guantes y dejó caer la capa al suelo. Podía escuchar cada botón mientras se desabrochaba el vestido de terciopelo, convencida de que Alonso se despertaría en cualquier momento.
¿Y qué ocurriría si lo hiciera?, se preguntó casi al borde de la histeria. Eran marido y mujer. ¿Por qué no podría verla desnuda?
¿Por qué no podría ella verlo desnudo a él?
Sintió el aire helado en sus brazos. La estancia de Alonso estaba tan fría como lo había estado la biblioteca del Jeque Bastardo aquella primera mañana. Nadie había encendido el fuego para darle la bienvenida ni entonces ni ahora.
Sus enaguas desaparecieron como la piel de una serpiente. Le siguió la camisola, dejando los pechos al descubierto, expuestos, pero no tan vulnerables como se sintieron sus caderas y muslos al liberarse de la protección de los calzones de algodón.
Las medias se ajustaban en la parte superior de los muslos. Consideró dejárselas puestas momentáneamente. Pero por alguna razón le parecía más decadente acercarse sólo con las medías puestas que sin llevar absolutamente nada.
Comenzó a bajárselas, aunque no fuese un proceso elegante. Se dio cuenta demasiado tarde de que debía haberse quitado la ropa en su habitación.
De pie, completamente desnuda en la oscuridad, se sentía más nerviosa que lo que había estado en su noche de bodas. Sólo una hora antes había estado caliente y húmeda cautivada por la voz ronca de Dionisio y el descubrimiento del cuerpo de un hombre, pero ahora estaba seca y fría.
La alfombra bajo sus pies desnudos era gruesa y suave y amortiguaba sus pisadas. Abrió la cama en silencio; la colcha, un suspiro mudo de terciopelo, la manta y la sábana superior, un gemido áspero.
La camisa de noche de Alonso era aún más blanca que la sábana. Estaba acostado de espalda, quieto como un cadáver, con sus miembros cuidadosamente dispuestos. Parecía controlar sus sueños tan bien como su vida diurna. Con las manos temblorosas y el corazón martilleándole, Cristina estiró la mano para encontrarse con el frío algodón y un temor todavía más glacial.
Las cosas no deberían ser así: su esposo en estado comatoso y ella intentando seducirle. El Jeque Bastardo no se quedaría acostado con semejante insensibilidad. Intentaría recibir con agrado las necesidades de una mujer.
Con cuidado y lentitud, levantó la camisa de Alonso, mostrando las carnes masculinas prohibidas, una rodilla, un muslo. Sus piernas eran más oscuras que las de ella. El pelo rizado rozó sus nudillos... ¿quién hubiera pensado que un hombre podía ser tan peludo? O tan tibio...
Dedos como garrotes atraparon su muñeca. Cristina dio un grito sofocado.
— ¿Qué estás haciendo, Cristina?
Reprimió una carcajada y habló con tranquila firmeza:
— ¿Qué crees que estoy haciendo, Alonso? —Creo que ambos vamos a morir congelados.
Su voz era igualmente tranquila y mucho más razonable. Y nada seductora.
Cristina no quitó la mano; él no soltó su muñeca. —Estoy intentando seducirte, Alonso. — ¿Entrando a hurtadillas en mi cuarto y manoseándome mientras duermo?
Retrocedió, sintiéndose de pronto ramplona y vulgar. No debía ser así. Durante sus lecciones, el Jeque Bastardo la había enfurecido, escandalizado y excitado, pero jamás la había hecho sentirse sucia.
—Algunos hombres apreciarían el interés. —Yo no soy cualquier hombre, Cristina. Soy tu esposo. ¿Qué quieres?
La situación había adquirido ribetes de farsa. ¿Cómo podía saber él lo que ella deseaba?
Tal vez veía mal de noche. Quizás no podía ver que no llevaba camisón.
—Quiero... —Le dio un vuelco el corazón. ¿Cómo le decía una mujer respetable a su esposo que quería hacer el amor, pensó. Y luego, con resentimiento, ¿por qué tenía que explicar sus intenciones cuando estaba sentada desnuda sobre su cama?—. Quiero que tengamos relaciones sexuales.
—Tienes dos hijos. He cumplido con mi deber. Cristina sintió como si hubiese entrado en las páginas de una historia de terror.
Por Dios, Alonso tenía una amante. El sexo no era un deber. Tenía que saber lo que ella quería.
—No vengo para que cumplas con tu deber, Alonso. —Entonces vuelve a tu aposento y olvidémonos de esta visita.
Cristina sintió dolor en la garganta. Se sentía ridícula y torpe y paralizada de frío, sin otra cosa que su lujuria.
La rabia vino en su rescate. Si podía pedirle al Jeque bastardo que le enseñara a darle placer a un hombre, era innegable que podía pedirle a su esposo que le permitiera darle placer a él.
—Alonso, se que tienes una amante. Por favor, déjame que satisfaga tus necesidades.
Los dedos de su esposo se endurecieron alrededor de su muñeca; en unas horas tendría un brazalete de cardenales. —No tengo una amante, Cristina, y ya satisfaces mis necesidades.
Estaba mintiendo.
Luchó por mantener la voz firme.
— ¿Qué necesidades satisfago, Alonso?
—Eres la esposa perfecta para un político.
—Quieres decir, debido a mi padre.
—Sí.
Lo sabía; siempre había sabido que Alonso se había casado con ella por ser quién era y no por lo que era. Darse cuenta debía haber contribuido a mitigar el dolor de confirmarlo y no a atentarlo.
—Quiero ser más que eso, Alonso.
Quiero experimentar el momento de unión cuando una mujer acoge a un hombre dentro de su cuerpo.
—Yo no necesito más.
—Nuestros hijos necesitan que haya algo más entre nosotros.
—Tus hijos Cristina. Te he dado hijos para que estuvieras contenta
Dios mío, no necesitaba escuchar todo aquello. A pesar de la falta de compromiso de Alonso con el lecho conyugal, eran la familia perfecta... ¿o no?
— ¿Y qué pasa si yo no estoy satisfecha con este acuerdo? No has venido a mi cama en más de doce años.
—Una mujer respetable no desea que su marido la satisfaga físicamente. Si deseas más hijos, lo discutiremos en el desayuno.
La histeria arañó su garganta.
Quería reír. Quería llorar.
Ni en sus peores sueños había imaginado semejante respuesta por parte de su esposo.
Una sensación helada que no tenía nada que ver con el frío ambiente se apoderó de ella. El Jeque Bastardo lo había sabido.
—Quiero discutir esto ahora, Alonso.
—Lo que tengo que decir no va a ser de tu agrado.
—Ya no está siendo de mi agrado ahora. ¡No creo que me entusiasme más cuando esté tomando té con bollos!
—Te estás poniendo histérica.
—No. —Sí. Cristina respiró hondo para calmarse. Estoy intentando comprender nuestro matrimonio. Dices que no tienes una amante; son muchos los rumores que lo confirman. Phillip se pelea para proteger tu reputación; Richard está enfermo de tristeza. Si puedo hacer cualquier cosa para agradarte, lo haré. Dime lo que quieres, Alonso.
Soltó su muñeca.
—Muy bien. Tápate.
Cristina buscó torpemente el edredón de terciopelo y se lo envolvió alrededor del cuerpo. Alonso tiró de la sábana y de la colcha hasta que le llegaron a la cintura, como si tuviera miedo de que ella lo atacara.
—No quiero tu cuerpo, Cristina. Tienes pechos enormes como ubres y caderas flácidas. Fue un sacrificio tener que acostarme contigo las veces que lo hice para dejarte embarazada. Richard y Phillip son sanos. No me tomaré el trabajo de irme a la cama contigo de nuevo solamente para que puedas acostarte con un hombre. ¿Está claro?
El dolor comenzó en la parte baja de su pecho y fue trepando hasta la garganta. No podía respirar, no podía tragar. Apenas podía hablar.
Pero sí podía pensar. Y deducir. Y recordar.
—Dijiste que los niños eran para mí, pero eso no es verdad, ¿no es así, Alonso? Eran para ti, para que pudieras aumentar tu popularidad entre los votantes.
—La clase media prefiere a un candidato con familia
Su esposo había ido a su lecho para sembrar las bases de su carrera política.
— ¿Cuántos niños hacen falta para satisfacer a tus votantes? —Cayó en su trampa. —
—Con uno es suficiente.
La voz de Cristina en la oscuridad era extrañamente tranquila:
—La última vez que fuiste a mi cama fue cuando Richard estaba enfermo de difteria. El doctor dijo que se estaba muriendo.
Y lo había estado. Su bebé de cuatro años ardía a causa de la fiebre. Pero Cristina se había resistido a dejarlo ir. Lo había bañado con agua pura y lo había sostenido mientras le cantaba hasta caer en un exhausto sopor.
Alonso la había llevado a su cama y se había unido allí a ella. En aquel momento, había creído que le hacía el amor para consolarla.
—Entonces me diste otro niño para reemplazar a Richard. Por si acaso el doctor tenía razón y perdías popularidad entre los votantes.
—Pero Richard vivió y te di a Phillip, un plus, si lo deseas.
Su voz en la oscuridad era tan razonable. Era la misma voz que usaba cuando respondía preguntas a los opositores después de un discurso.
—Tienes dos hijos, Cristina. Ninguna mujer respetable podría pedir más.
— ¿Y tú qué tienes, Alonso? —preguntó Cristina con voz quebrada.
—Yo seré primer ministro.
Mientras ella continuaría viviendo una vida que no era vida, anhelando el amor de un hombre.
La furia descarnada se sobrepuso al dolor.
— ¿Dónde pasas las noches cuando no estás en casa, Alonso? ¿Quién es la mujer con la que te han visto?
—Te he dicho que no hay ninguna mujer. La política tiene sus exigencias. Tu padre ya ha sido primer ministro dos veces. Haré cualquier cosa por sucederle.
Cualquier cosa menos acostarse con ella.
Cristina miró fijamente la negrura apagada del cabello y el bigote de Alonso, lo único que se veía contra la almohada blanca.
—Estas quejas tuyas no te benefician a ti, ni me agradan a mí. Me daré la vuelta ahora para que no sigas humillándote mostrándome tu cuerpo desnudo cuando dejes mi habitación. Hoy te espera un día muy intenso; espero que asistas a la subasta de beneficencia esta noche y más tarde al baile.
Y tal y como acababa de decir, Alonso se giró alejándose de ella.
Cristina ya no podía sentir el aire frío de febrero que la invadía.
—No seré un títere, Alonso.
—Ya lo eres, Cristina.
Las lágrimas le quemaban en los ojos. La derrota era una emoción horrorosa. Mucho peor que la frustración con la que había vivido durante los últimos dieciséis años.
Se bajó de la cama con torpeza, torciéndose el tobillo. Un dolor agudo la sobresaltó. Recogió una a una las prendas de las que se había despojado y cogió el bolso de la cómoda. La puerta que conectaba las dos habitaciones se cerró a su espalda con un clic como colofón.
Dentro de su aposento las cortinas estaban cerradas, bloqueando un mundo que rechazaba la necesidad de satisfacción sexual que tenía una mujer.
Pechos enormes como ubres.
¡Cómo se atrevía! ¡Cómo se atrevía alguien a humillar a otra persona de semejante modo!
Tiró el montón de ropa lo más lejos posible y elevó la llama de la lámpara de gas que había junto a su cama. Desnuda frente al espejo, se estudió con una mirada despojada de fantasías ilusorias o deseos lascivos. De manera despiadada evaluó el peso de sus abundantes pechos y las tenues estrías que atravesaban sus caderas contorneadas. Una figura de mujer, había dicho el Jeque Bastardo. Debe sentirse orgullosa de su cuerpo, había agregado. El jardín perfumado exaltaba los pechos y las caderas de una mujer.
¿Qué cosas puede hacer un hombre con una mujer de pechos grandes que no puede hacer con una de proporciones menos generosas?
Puede colocar su miembro entre sus pechos y presionarlos... para quedar enterrado entre ellos... como si fueran una vulva.
Cristina echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos con fuerza. Incluso mientras temblaba de rabia y de dolor recordaba la sensación del falo artificial y la atracción hipnótica de los ojos verdes. Ella lo había deseado. Un hombre con su experiencia lo sabría. Probablemente el Jeque Bastardo estaría riéndose de ella. Como lo estaría su esposo.
Dios mío, Alonso se había dado la vuelta alejándose de ella para no volver a ver su cuerpo «de mujer».
Entonces se movió y giró en redondo. Sus pechos se sacudieron mientras daba un salto hacia la ropa esparcida por el cuarto. Desenterró el bolso de debajo del polisón relleno de crin.
El libro había mentido. El Jeque Bastardo había mentido. No había satisfacción posible para una mujer de treinta y tres años que mostraba las primeras hebras de plata en su cabello y los efectos dejados por dos embarazos en su cuerpo.
Abrió de un golpe la tapa de su escritorio, tomó una pluma, tinta y papel.
La letra le salió garabateada, a diferencia de las líneas claras y precisas que su institutriz la había obligado a practicar durante toda su infancia. Como sin duda habían sido garabateadas las notas que había dejado sobre el escritorio del Jeque Bastardo, cuarenta maneras de amar. Malditas sean todas ellas.

****

Dionisio releyó la nota.

Gracias por prestarme el libro. Aunque me ha parecido interesante, no me ha resultado de ninguna utilidad.
Atentamente

Las palabras que Cristina había pronunciado sólo unas pocas horas antes llenaron su cabeza, palabras conmovedoras, palabras llenas de dolor. Tenía diecisiete años e iba a tener un bebé y quería saber cómo había sucedido aquello. Pero la hoja no se movía.
Dionisio sintió que el corazón se le oprimía.
Partículas de polvo bailaban en la líquida luz del mediodía. Había dormido cuatro horas, soñando con la boca de Cristina, sus pechos, su urgente deseo.
Arrugó la nota.
Muhamed estaba esperando en la puerta del dormitorio. No se sentía perturbado ante la desnudez de Dionisio .
—Es lo mejor, Ibn.
Los ojos de Dionisio brillaban.
— ¿Lees mi correspondencia, Muhamed?
La cabeza del hombre de Cornualles, cubierta con turbante, se alzó bruscamente.
—Sabes que no lo hago.
— ¿Entonces cómo diablos sabes lo que dice? –Lo fustigó Dionisio . —
—El libro, Ibn. Ella te ha devuelto el libro.
Dionisio clavó la mirada en el paquete sencillamente envuelto en las manos de Muhamed.
El jardín perfumado del jeque Nefzawi. Una auténtica celebración árabe de amor y locura, sexo y humanidad, lo absurdo y lo sagrado.
— ¿Cómo sabes qué libro me ha enviado?
—Porque lo sé, Ibn. Ansias que una mujer capte la parte árabe que hay en ti. El papel que había sobre tu escritorio el viernes por la mañana contenía información del libro del jeque. La letra no era tuya.
Dionisio sintió cómo contradictorias emociones le revolvían las tripas. Rabia al enterarse de que Muhamed había leído palabras que sólo Dionisio debería haber visto. Dolor al comprobar que Cristina lo consideraba tan insignificante que había decidido terminar sus lecciones con una nota en lugar de con un encuentro cara a cara.
¿Por qué le había devuelto el libro?
Volvió a abrir la nota que acababa de arrugar en su mano. Olía lejanamente a ella, la dulzura natural de la carne de una mujer; por encima estaba el fresco olor a tinta y pergamino. Las palabras se apretujaban unas contra otras, como si hubiera escrito a gran velocidad.
O bajo una gran presión.
Dionisio releyó la última parte de la nota: Aunque me ha parecido interesante, no me ha resultado de ninguna utilidad. Y se dio cuenta de lo que la había empujado a hacer sin darse cuenta.
Había intentado aplacar la pasión que él había avivado deliberadamente seduciendo a su esposo.
¿Qué había hecho para atraer a Alonso Maldonado? ¿Le había hecho aquellas cosas que Dionisio quería que le hiciera a él? ¿Lo había tomado en sus manos, apretado y agitado? ¿Lo había metido en su boca?
Tal vez a Alonso le hubiera gustado, pensó Dionisio , mientras una ola de celos estallaba en su interior. Con los ojos cerrados, la boca de Cristina habría sido igual que la boca de un hombre.
Ela'na. Maldito sea. Cristina era inexperta. Insegura. Vulnerable. No comprendería que era su sexo y no su cuerpo lo que no complacía a su esposo.
El puño que envolvía el corazón de Dionisio se convulsionó con fuerza. Ella lo había tocado... Con sus palabras, su pasión, su curiosidad, su honestidad, su dedo escurridizo de saliva. ¿Cómo podía haber ido a otro hombre? ¿Qué había hecho Alonso Maldonado con ella para que terminara sus clases tan repentinamente? Dionisio miró a Muhamed.
— ¿Dónde está Maldonado ahora?
—En el Salón de la Reina. — ¿Por qué?
—Hay una subasta benéfica.
— ¿Y a dónde irá esta noche?
—Después de la subasta habrá un baile. Era allí donde Alonso Maldonado aprovechaba para hacer política... le seguiría su esposa. Quizás, hacía nueve años, había perdido el derecho a ser amado, pero Dionisio no perdería ahora a Cristina. Las mujeres le rogaban que se acostara con ellas en la oscuridad de la noche y lo despreciaban a la luz del día, y eso no le había importado hasta que ella le mostró que una mujer inglesa necesitaba a un bastardo árabe para algo más que el sexo salvaje.
Si realmente quería terminar con su relación, debía hacerlo cara a cara. Aquella noche.
Y luego la convencería de que no lo hiciera.
 


Continuara...

Dedicado a Ruffo_x_Evora gracias por el apoyo 😘

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