capítulo 23

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Cristina despertó con un grito sofocado. La misma oscuridad que la rodeaba palpitaba. Durante un segundo no comprendió la simple e incontrolable necesidad que hormigueaba sobre la superficie de su piel como el fuego de San Elmo. Y entonces recordó. El dolor más grande que cualquier dolor. El calor que no cesaba. Muhamed obligándola a tomar un jarabe. La condesa echando agua en su garganta.
Había vomitado, había orinado y había continuado ardiendo. Como ahora.
El trozo de bizcocho que había comido no estaba espolvoreado con nueces picadas sino con un insecto triturado. Un escarabajo abrasador, había dicho la condesa, cuya venta estaba muy difundida tanto en Oriente como en Occidente.
Dios mío. Alguien había intentado envenenar a sus hijos. Pero en lugar de eso, la habían envenenado a ella.
La oscuridad palpitante la rodeó; era tan negra como el escarabajo que había comido. Sintiendo arcadas, echó hacia atrás la colcha y deslizó las piernas fuera del colchón.
Cristina se quedó inmóvil.
Una mano se aplastó contra su espalda a través de la fina seda, deslizándose bajo el voluminoso peso de su cabello y acariciándole suavemente la nuca.
—Quédate.
Ella se sobresaltó. La voz de Dionisio destrozó sus nervios mientras el calor de su mano viajaba a lugares que nada tenían que ver con su cuello.
—Tengo que ir... —se mordió el labio—. Tengo que ir al cuarto de baño.
— ¿Necesitas ayuda?
Cristina se alejó bruscamente de la tentación de su mano.
—No, gracias.
En silencio, caminó descalza al baño y cerró la puerta tras ella. Cuando volvió, Dionisio estaba sentado en el borde de la cama, sosteniendo un vaso, despreocupadamente desnudo. Había encendido la lámpara de la mesilla. Ella parpadeó.
El tacto, el olfato, la vista... todos sus sentidos parecían estar enfocados hacia un único lugar entre sus piernas. Era humillante. No cedería ante él, no importaba lo grande que fuera su necesidad. Ella no era un animal.
De repente, los años sin pasión que había pasado casada con Alonso le parecieron un refugio. Tal vez los de su clase estuvieran en lo cierto y las mujeres no estuvieran hechas para disfrutar de los placeres de la carne. Dionisio le tendió el vaso.
—Toma esto.
Miró fijamente el vaso en vez de aquella musculosa y morena piel.
—Sabes lo que ha sucedido.
—Sé lo que ha sucedido —asintió con calma—.
—Tómalo. Necesitas líquidos.
—No tengo sed.
—Cuanto más agua bebas, más rápido saldrá la cantárida de tu cuerpo.
Ella evitó sus ojos verdes, tan solemnes y expertos. Era evidente que conocía el veneno que ella había ingerido. Que él supiera las consecuencias que provocaba hacía que su experiencia fuera todavía más humillante.
—He bebido litros de agua y todavía... —tragó— me siento arder.
—Entonces déjame aliviar tu ardor.
El corazón de Cristina dio un vuelco.
—Quiero marcharme.
En algún lugar de la casa, una puerta se cerró de golpe. Le siguió el crujir de la cama con dosel.
Dionisio atravesó el dormitorio con los pies desnudos hasta quedar de pie frente a ella.
—Toma el agua, Cristina. Hablaremos por la mañana.
Su mirada se deslizó del vaso que llevaba en su mano hasta la hirsuta mata de pelo oscuro que cubría su pecho; formaba una flecha que corría vientre abajo hasta su estómago. Su cuerpo estaba duro; una gota de humedad brillaba en la punta de su miembro viril, morado como la fruta madura, como una suculenta ciruela besada por el rocío. El fruto prohibido.
El calor ascendió por el cuerpo de Cristina hasta que sintió como si fuera a incendiarse. No quería agua. No quería hablar. Estallando de furia, tiró el vaso.
— ¡Te he dicho que no tenía sed!
El agua cristalina hizo un arco en el aire mientras el vaso caía al suelo rebotando sobre la alfombra. Una mancha oscura se extendió sobre la lana de brillantes colores.
Durante un segundo eterno pareció como si Cristina no estuviera allí, como si otra persona hubiera perpetrado aquel pequeño y absurdo acto de violencia. Luego la vergüenza, la furia, el temor y todas las emociones acentuadas por el deseo que quemaba y palpitaba en su cuerpo la cubrieron como una ola.
Dionisio no se escandalizó ante su estallido de violencia. Se le notaba apenado, como si tuviera por delante una ardua tarea. Su mirada decía que Cristina no se estaba portando como una hija disciplinada, como una esposa sumisa y ni siquiera como una amante obediente.
—Me has mentido —dijo glacialmente.
Sus ojos verdes se oscurecieron.
—Sí.
—Me dijiste que estaría a salvo contigo.
—Sí.
—Entonces no hay necesidad de esperar hasta mañana. No tenemos nada de qué hablar. Si es demasiada molestia despertar a los criados, buscaré un coche de alquiler.
—Sabías cuando viniste a mí, Cristina, que no te dejaría marchar.
El calor de su interior explotó con un estallido.
—Entonces matarías a mis hijos para que no se interpusieran en tu placer.
Parpadeó incrédulo mientras sus manos salían como un latigazo. Sus dedos se hundieron en los hombros de ella.
— ¿Cómo has dicho?
—Mi madre me lo advirtió. —Cristina tendría que estar atemorizada, pero todo lo que podía sentir era el calor de aquellos dedos traspasando la seda de la camisa y el recuerdo de cuando habían estado alojados en lo más profundo de su cuerpo al encontrar su lugar especial—. Dijo que tú no aceptarías los hijos de otro hombre. ¡Intentaste matar a mis hijos!
El aire salió como un resoplido de sus pulmones ante la fuerza con la que él la atrajo hacia su pecho.
—Tú no puedes pensar eso —gritó. Su aliento estaba caliente, avivando el fuego que ya la consumía. Poco importaba si ella le creía o no. El día anterior, él le había preguntado si hubiera venido de no ser por sus hijos. Aquel mismo día él había dicho que no se quedaría al margen de su vida cuando ella insistió en visitar a sus hijos... sola. El veneno era común en Oriente. Dionisio conocía sus propiedades. Sabía que la cesta estaba destinada a sus hijos, y que éstos obstaculizaban su placer. Podía haber sido él, pensó ella agitada.
Desviando la cara, intentó apartarse de su pecho, pero el hirsuto vello negro que lo cubría picaba en sus dedos y el calor de su piel era abrasador. Una carcajada nació y murió en su interior. Todo este ardor, deseo atormentado... a causa de un maldito insecto. Cristina apartó las manos. —Déjame marchar.
Él la atrajo aún más, presionando su pecho contra los pechos de ella, con el miembro palpitante clavándose en su estómago y los labios a un paso de su boca.
—Dime que no crees eso.
Cristina se moriría si no la dejaba marchar, pero sabía que él nunca lo haría y no podía soportar que la tocara ni un minuto más.
— ¡Déjame! —Chilló, queriendo herirlo tanto como ella se sentía herida—. ¡No quiero que me toques nunca más! ¡No estabas aquí cuando te necesité! ¡No quiero desearte!
La mirada en los ojos de Dionisio era inconfundible. Había logrado su objetivo. Había herido al Jeque Bastardo.
¿Por qué no la dejaba marchar?
—Dime que sabes que no haría daño a tus hijos —gritó con su aliento incendiando el rostro de Cristina.
Si ella lo reconocía, tendría que admitir que su esposo había tratado de matar a sus hijos, sus hijos. Como su padre había intentado matarla a ella. Ella era una persona adulta. Quizás sus acciones justificaran algún tipo de castigo, pero sus hijos sólo eran unos niños. ¡Era imposible que un padre fuera tan depravado como para querer hacer daño a sus propios hijos!
— ¡Jamás! —Alzó la rodilla para agregar mayor impacto a su negación.
Los ojos de Dionisio se agrandaron. La soltó de golpe.
Cristina no sabía lo que había hecho para liberarse, pero no se detuvo a comprobarlo. Volando a través de la alfombra oriental, abrió el armario rebosante de trajes masculinos excepto dos únicas prendas femeninas, la falda azul real y la chaqueta a juego, que la condesa había colgado allí cuando Cristina lo único que podía tragar era aire e intentaba no expresar a gritos su deseo. Histéricamente, se quitó aquella camisa de seda que no era suya, nada le pertenecía, ni en casa de Dionisio , ni en casa de Alonso.
De repente, su cuerpo fue levantado en el aire. El vello rizado le raspaba la espalda; carne dura y húmeda empujaba sus nalgas. Y por debajo estaba el calor inagotable.
—Bahebbik. —La voz de Dionisio era un gruñido oscuro. Las sílabas árabes sonaban como si hubieran sido extraídas de lo más profundo de su alma.
Cristina apretó los párpados. Los latidos de él martilleaban contra su omóplato izquierdo; palpitaba al ritmo de sus propios latidos. Por favor, Dios, que no perdiera el frágil control que aún pendía de un hilo.
— ¿Qué significa eso?
—Quédate para averiguarlo.
Las lágrimas se derramaron por sus mejillas.
—No te sorprendiste cuando mi esposo intentó matarme. Tampoco te has sorprendido por esto. ¿Qué hace falta para que sientas algo?;
—Yo siento, taliba. —Su voz latía en su oído, un jeque bastardo rechazado primero por la sociedad y ahora por ella.
Ella no quería sentir sus heridas,
—Pensé que me moriría sin ti.
—Estoy aquí ahora.

El tutor (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora