Capítulo 1

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Dionisio no consentiría que ninguna mujer lo chantajeara, y no le importaba lo fuerte que pudiera ser su necesidad de satisfacción sexual. Se apoyó contra la puerta de la biblioteca y observó con los ojos entrecerrados a la mujer que estaba de pie frente a las puertas acristaladas que daban al jardín. Ligeros retazos de bruma se extendían entre ella y las cortinas abiertas. En contraste con éstas, como columnas de seda amarilla, la mujer parecía un oscuro monolito enfundado en lana negra.
Cristina Maldonado.
De espaldas, no la reconoció, cubierta como iba de pies a cabeza con un sombrero y una gruesa capa negra. Pero en realidad no la hubiera reconocido ni desnuda frente a él, con los brazos y las piernas abiertos invitándole lascivamente.
Él era el Jeque Bastardo, hijo ilegítimo de una condesa inglesa y de un jeque árabe. Ella era la esposa del ministro de Economía y Hacienda y su padre el primer ministro de Inglaterra.
Personas como ella no se mezclaba socialmente con gente como él, salvo a puerta cerrada y bajo sábanas de seda.
Dionisio pensó en la mujer de oscuros cabellos cuya cama acababa de dejar hacía apenas una hora. La marquesa de Clairdon lo había seducido en el ballum rancum, un baile de rameras, donde había danzado desnuda igual que el resto de las asistentes. Lo había usado para alimentar su excitación sexual, y durante algunas horas se había convertido en el animal que ella deseaba, embistiendo, aplastando y machacando en el interior de su cuerpo hasta encontrar aquel momento de liberación perfecta en donde no existían ni pasado, ni futuro, ni Arabia, ni Inglaterra, solamente el olvido cegador.
Tal vez habría poseído también a aquella mujer si ésta no hubiera forzado la entrada de su casa deliberadamente a través de la coacción y el chantaje. Con los músculos tensos por la cólera contenida, se apartó despacio del frío contacto de la caoba y atravesó silencioso la alfombra persa que cubría el suelo de la biblioteca.
- ¿Qué es lo que pretende, señora Maldonado, invadiendo mi hogar y amenazándome?
Su voz, un áspero murmullo de refinamiento inglés que ocultaba la ferocidad árabe, rebotó en el arco formado por las puertas y alcanzó la barra de bronce de la cortina que bordeaba el altísimo techo circular.
Pudo sentir el sobresalto de temor de la mujer, olfateándolo casi por encima de la neblina húmeda.
Dionisio deseaba que sintiera miedo.
Deseaba que se diera cuenta de lo vulnerable que era, sola en la guarida del Jeque Bastardo sin que su marido o su padre pudieran protegerla.
Quería que supiese de la manera más elemental y primitiva posible que su cuerpo le pertenecía para dárselo a quien quisiera y que no admitiría chantajes a la hora de conceder sus favores sexuales.
Dionisio hizo una pausa bajo la lámpara encendida y esperó a que la mujer se diera la vuelta y se enfrentara a las consecuencias de su manera de actuar.
El gas que quemaba siseó, causando una pequeña explosión en el gélido silencio.
-Vamos, señora Maldonado, no ha sido usted tan reservada con mi criado -dijo, provocándola suavemente, sabiendo lo que ella quería, desafiándola a pronunciar las palabras, palabras prohibidas, palabras conocidas: «Quiero gozar con un árabe; quiero disfrutar con un bastardo»-. ¿Qué podría querer una mujer como usted de un hombre como yo?
Lenta, muy lentamente, la mujer se dio la vuelta, un remolino de lana entre las brillantes columnas amarillas de las cortinas de seda. El velo negro que cubría su cara no pudo ocultar la impresión que le causó mirarle.
Una sonrisa burlona se adueñó de los labios de Dionisio .
Sabía lo que ella estaba pensando. Lo que toda mujer inglesa pensaba cuando le veía por primera vez.
Un hombre que es medio árabe no se viste como un caballero inglés.
Un hombre que es medio árabe...
-Quiero que me enseñe cómo darle placer a un hombre.
La voz de la mujer estaba sofocada por el velo, pero sus palabras fueron diáfanas.
No eran las que había esperado.
Durante un minuto que pareció eterno, el corazón de Dionisio dejó de latir dentro de su pecho. Imágenes eróticas desfilaron ante sus ojos... una mujer... desnuda... poseyéndolo... de todas las formas en que una mujer puede poseer a un hombre... por el placer de él... y también por el de ella.
Un fuego abrasador estalló entre sus piernas. Podía sentir, contra su voluntad, que su piel se hinchaba, se endurecía, trayéndole recuerdos que ya nunca volverían, exiliado como estaba en aquel país frío y sin pasión en donde las mujeres lo usaban para sus propias necesidades... o lo despreciaban por las suyas.

El tutor (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora