Capítulo 2

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El aire denso de la mañana envolvía el coche de alquiler, que despedía un olor acre, como si se tratara de un ser vivo, con un corazón latiendo al compás del de Cristina y respirando cuando ella lo hacía. Su bolso, en donde había metido el libro después de dejar la casa del Jeque Bastardo, presionaba la parte interior de sus muslos. En el exterior de la sucia ventana del coche se movían figuras difuminadas en la neblina que comenzaba a disiparse. Los vendedores pregonaban sus mercancías y los sirvientes regateaban los precios como si ella no hubiera pasado los treinta minutos más largos de su vida tratando de convencer al seductor más famoso de Inglaterra para que le enseñara cómo darle placer sexual a un hombre.
La voz del Jeque Bastardo todavía resonaba burlona, un susurro de cortesía inglesa con un tono áspero.
- ¿Sabe lo que me está pidiendo, señora Maldonado?
Sí.
Mentirosa, mentirosa, mentirosa, rechinaban las ruedas del carruaje. Una mujer como ella desconocía por completo el precio que un hombre como él podía exigir por el conocimiento carnal.
La ira invadió a Cristina como un oleaje ardiente;
¿Cómo se atrevía a decirle que la satisfacción de un hombre radicaba en la habilidad femenina de recibir placer, como si fuera culpa suya que su esposo tuviera una amante?
Todavía sentía en la nariz el olor de la fragancia de él -perfume de mujer, indudablemente-.
Era como si él se hubiera impregnado de aquella fragancia.
No, era como si él se hubiera impregnado de la mujer qué lo había usado.
Olía como si hubiera frotado cada centímetro de su cuerpo contra cada centímetro de aquel cuerpo femenino.
Cristina cerró los ojos ante aquella imagen involuntaria de la piel cetrina presionando hacia abajo, alrededor y dentro del cuerpo pálido de una mujer.
Luces azules y verdes centellearon tras sus párpados
No, las luces no eran azules. Eran verdes. Del mismo color que los ojos del Jeque Bastardo.
Su cabello era inglés y su piel árabe, pero sus ojos no pertenecían ni a Oriente ni a Occidente,
Hablaban de lugares a los que Cristina nunca había ido, de placeres que sólo había imaginado.
Aquellos ojos la habían juzgado corno mujer y la habían hallado imperfecta.
La rueda posterior del carruaje se hundió en un bache, haciéndola abrir bruscamente los ojos. Cruzó los brazos mientras clavaba la mirada en el cuero gastado del asiento.
Las mujeres como ella, mayores y con defectos, no eran elegidas por hombres como el Jeque Bastardo, pero también tenían derecho a sentir placer, y ella no se iba a amedrentar porque el la hiciera percatarse de cada segundo de su edad o de cada imperfección de su cuerpo.
Durante diecisiete años había sido una hija obediente sometiéndose a la voluntad de sus padres. Durante otros dieciséis años había sido una esposa dócil, reprimiendo sus deseos para no provocar el rechazo de su esposo.
El Jeque Bastardo había dicho que el libro con que planeaba instruirla tenía veintiún capítulos.
Podía soportar aquellos ojos verdes, burlones y cómplices durante tres semanas.
Podía soportar cualquier cosa con tal de aprender aquello que necesitaba saber.
E1 coche de alquiler se detuvo con brusquedad.
Cristina tardó unos segundos; en darse cuenta de que había llegado a su destino y que no estaba de nuevo detenida en medio del tráfico, Empleó varios segundos más en localizar la manija de la puerta y abrirla de un tirón.
Las esquinas de la calle parecían extrañas a través del velo, negro, como si hubieran cambiado de alguna manera oscura pero evidente en las dos últimas horas. Una transformación que no se podía explicar por el simple paso del alba oscura a la claridad del día.
-Es un chelín y dos peniques, madame.
Miró fijamente al cochero.
Era un esqueleto de hombre, consumido por la falta de alimento y las catorce horas diarias de trabajo. Un halo de luz rodeaba su cabeza, el sol de la mañana asomándose a través de las nubes de humo y neblina suspendidas en el cielo, que rodeaban Londres en noviembre, diciembre y enero, pero que ese año se habían prolongado hasta el mes de febrero.
Cristina tenía dinero y salud, contaba con un esposo distinguido y dos hijos. ¿Por qué no podía estar contenta con lo que tenía?
Metió la mano en él bolso, agarró una moneda y se la lanzó.
-Quédese con el cambio.
El cochero lo cogió con destreza y se levantó el sombrero:
-Gracias, madame. ¿Necesitará el coche otra vez?
Aún no era demasiado tarde, susurró Cristina. Podía pagarle al cochero ahora para devolver el libro al Jeque Bastardo y no sería necesario que tuviera más contacto con él.
Pero no era la misma mujer que la semana pasada. Ni lo volvería a ser nunca.
Su esposo se había pavoneado abiertamente de su amante en público. Mientras satisfacía sus apetitos en otro lugar, ella había reprimido sus necesidades físicas creyendo que la felicidad conyugal se hallaba en la familia, no en la carne.
Su matrimonio había estado basado en mentiras.
-Hoy no, gracias. Pero sí necesitaré uno mañana por la mañana. A las cuatro en punto.
Un sonrisa de oreja a oreja desdibujó momentáneamente las líneas de cansancio cinceladas en el rostro del cochero y reveló la juventud que le pertenecía por su edad, aunque no por su experiencia. Chasqueó los dedos hacia el caballo.
-Aquí estaré, madame.
Cristina contempló cómo el coche se perdía rápidamente en medio de la riada matinal de caballos, carruajes y retazos amarillentos de neblina.
No había calculado tener que esperar una hora a que el Jeque Bastardo volviera a su casa tras su juerga nocturna. Ahora tendría que buscar alguna excusa para explicar su regreso a casa a una hora en la que normalmente debería estar en la cama.
Un súbito estremecimiento provocó que su piel hormigueara.
Alguien la estaba observando.
Se dio la vuelta mientras sentía que el estómago se le revolvía.
No había nadie en la acera.
- ¡Arenque a medio penique! ¡Arenque fresco! ¡Compre el suyo para el desayuno! ¡Arenque a medio penique!
Al otro lado de la calle, en la acera de enfrente, un joven empujaba una carretilla, voceando su mercancía. Cerca de allí, apoyado contra un edificio de ladrillo, había una oscura figura...
Un grupo de caballos obstaculizó su visión. El vapor emanaba de sus cuerpos. Tiraban de una carreta en la que se amontonaban barriles. Una vez que hubo pasado, Cristina observó que el vendedor de pescado se había detenido. La parte posterior de una capa negra se inclinaba sobre su carretilla.
Una mujer, sin duda una criada, que compraba arenque fresco para el desayuno.
El temor se mezcló con el alivio. Nadie conocía su reunión con el Jeque Bastardo.
Esta vez.
Después de caminar tres calles hasta su casa, quedó empapada de un sudor fétido.
Y todavía podía oler el perfume.
Sigilosamente, abrió con la llave la puerta de entrada y, al empujarla, Cristina sorprendió al mayordomo en el instante en que se ponía la chaqueta.
El corazón se le aceleró.
Cuando el mayordomo árabe le había negado la entrada, Cristina le había dado su tarjeta para intimidarlo con el poder político de su familia.
Sin duda, el criado le había entregado la tarjeta a su amo.
Y seguramente seguiría estando en su poder. Con la esquina doblada hacia abajo, que indicaba que ella lo había visitado personalmente.
El Jeque Bastardo había dicho que toda escuela tiene sus reglas. Su primera regla era que no podría usar corsé en su casa.
Cristina había empleado la intimidación para obtener una audiencia con él. ¿Por qué no habría de usar él la coacción para humillarla?
-Oiga, ¿qué diablos está haciendo?
Cristina echó atrás su velo justo cuando un par de grandes manos pecosas la asieron para arrojarla a la calle.
El mayordomo se quedó petrificado y su chaqueta negra se ladeó.
- ¡Señora Maldonado!
-Buenos días, Beadles. -Nunca había visto a su mayordomo sin los guantes puestos. La visión de aquellas manos llenas de pecas invadió su mente incluso mientras buscaba una apresurada explicación-. Es un día hermoso. Pensé que una caminata mañanera mejoraría mi apetito. ¿Ha tomado ya el desayuno el señor Maldonado?
Beadles se ajustó la chaqueta rápidamente. Su expresión malévola cambió instantáneamente a otra de deferencia.
-Desde luego que no, señora. -De repente, dándose cuenta de que no tenía los guantes puestos, escondió bruscamente las manos en la espalda-. Debería haber llamado a un lacayo. No es seguro para una mujer andar sola por la calle a estas horas de la madrugada.
Cristina se sintió levemente divertida ante la rapidez con que había asumido el perfecto acento de un caballero cuando sólo unos segundos antes había hablado el dialecto de la chusma.
-No era necesario, Beadles. Ha sido un paseo corto.
Bajo la voluminosa capa de lana apretó con fuerza su bolso mientras avanzaba con calma, como si fuera lo más normal del mundo que la señora de la casa saliera a caminar antes de que sus criados se levantaran.
-Por favor, manda llamar a Emma. Necesito cambiarme para... -¿Qué? ¿La cama?-. El desayuno.
Beadles tenía demasiada dignidad como para hacer comentarios sobre el extraño comportamiento de su señora. La parte superior de su calva cabeza resplandecía bajo el débil rayo de luz que había seguido los pasos de ella.
Cristina se mordió el labio para contener una risa histérica.
Era todo tan ordinario... tan normal.
¿Quién podría sospechar jamás que la señora Cristina Maldonado, hija del primer ministro y esposa del ministro de Economía y Hacienda, había empleado la intimidación para entrar en la casa del Jeque Bastardo a fin de convencerlo de que la enseñara a dar placer a un hombre?
Tal vez se despertara para darse cuenta de que todo había sido un sueño y de que su esposo era exactamente lo que siempre había pensado: un hombre que se sentía más cómodo con la política que con las mujeres.
Tal vez se despertara para encontrar que los desagradables e hirientes rumores de que tenía una amante eran falsos.
De repente, su plan para ser adiestrada por el Jeque Bastardo -idea que antes le había parecido audaz y atrevida- se convirtió en algo sencillamente vulgar.
Había hablado de su propio matrimonio con otro hombre. Un hombre que le había dicho cosas que un caballero jamás diría ante una dama. Palabras vulgares como «acostarse» con una mujer.
Cristina había hablado de temas y empleado palabras que ninguna dama pronunciaría jamás.
Trató de caminar despacio, evitando subir las escaleras corriendo.
Necesitaba ver a su esposo.
Necesitaba que él le asegurara que todavía era una mujer virtuosa y respetable.
Su dormitorio estaba contiguo al de él. Sólo echaría un vistazo para ver si estaba despierto. Entonces tendrían la conversación que debieron haber tenido hacía años si no fuera por la falta de valor de ella.
Con el corazón latiendo fuertemente, abrió cuidadosamente la puerta de Alonso.
Su dormitorio estaba vacío. Las sábanas almidonadas de lino y la colcha de terciopelo verde oscuro estaban dobladas pulcramente.
Era evidente que no había dormido en su cama.
Las lágrimas le quemaron los párpados.
Cerró la puerta cuidadosamente, temiendo soltar las lágrimas que a lo largo de la última semana amenazaban continuamente con asomar, y al darse la vuelta... casi se muere de un infarto.
Una mujer sencilla, de cara redonda, le sonrió enigmáticamente desde el otro lado de la cama intacta de Cristina.
-Se ha levantado usted temprano esta mañana, señora Maldonado. Le he traído una jarra de chocolate. A pesar de que ya pasó lo peor del invierno, todavía hace bastante frío.
Cristina respiró hondo para reprimir el grito que luchaba por salir.
-Gracias, Emma. Ha sido muy amable por tu parte.
-El decano llamó por teléfono. El joven señorito Phillip ha hecho otra de las suyas.
Una sonrisa iluminó los ojos de Cristina al escuchar el nombre de su hijo menor, ahora en su segundo trimestre en Eton. A sus once años, Phillip era audaz y listo y ella lo echaba mucho de menos.
No importaba que no hubiera heredado las habilidades intelectuales de su padre o de su abuelo. Tenía el don de la risa. Y todo ello, mezclado con una traviesa inclinación hacia la aventura, le había dado sobradas oportunidades a Cristina de conocer mejor al decano durante aquellos últimos meses.
Emma depositó la bandeja de plata sobre la mesita de noche y arregló su contenido hasta quedar satisfecha.
-El decano habló con el secretario del señor Maldonado.
Con actitud indiferente, Cristina cruzó la oscura alfombra de lana azul -tan inglesa comparada con la vistosa alfombra oriental que cubría el suelo de la biblioteca del Jeque Bastardo- hasta su escritorio.
-Ya veo. Supongo que el señor Maldonado ya ha salido para alguna de sus reuniones.
Al ruido sordo del líquido vertido en la taza le siguió el olor abrumadoramente dulce del chocolate.
-No sabría decirle, señora.
¡Cuántas mentiras!, pensó Cristina de manera sombría mientras deslizaba el bolso con el libro prohibido bajo la tapa de su escritorio.
Emma sabía perfectamente que el señor Maldonado no había dormido en su cama. Y sin duda también estaban enterados el resto de los criados.
¿Durante cuánto tiempo la habían protegido del hecho de que su esposo prefería el lecho de otra mujer?
Se quitó la capa y el sombrero y los arrojó sobre la silla de respaldo alto frente a su escritorio. Le siguieron los guantes negros.
En silencio, aceptó la delicada taza de porcelana china decorada con rosas que Emma le ofrecía. Incapaz de enfrentarse a los ojos de la criada, se dirigió a la ventana para mirar hacia afuera.
La pálida y amarilla luz del sol brillaba sobre el jardín de rosas, nudoso y sin vida. La paja seca cubría la tierra yerma para proteger las raíces escondidas, algo poco atractivo pero efectivo.
La voz del Jeque Bastardo danzaba y resplandecía dentro de su cabeza.
Ya comprobará, señora Maldonado, que cuando se trata del placer sexual, todos los hombres son de una cierta naturaleza.
¿Cuántas veces había pensado que su esposo se levantaba temprano para atender sus compromisos parlamentarios, y en realidad ni siquiera había vuelto a casa?
Apoyó su frente sobre el frío vidrio. El humo caliente subía de la taza en remolinos y empañaba la ventana.
Hoy era lunes. Según su agenda, Cristina debía visitar un hospital a las diez y a las doce hacer de anfitriona en una comida benéfica. Necesitaba preparar su indumentaria y un breve discurso, pero sólo podía pensar en la habitación vacía contigua a la suya.
¿Qué sucedería si no era su desconocimiento en materia sexual lo que había alejado a Alonso? ¿Y si fuera... ella? ¿Su cuerpo, su personalidad, su carencia absoluta de carisma político que no había logrado heredar de su madre o de su padre?
Un gorrión desapareció como una flecha hacia el cielo. Llevaba en su pico un trozo de heno para añadir a su nido.
De repente, Cristina supo lo que necesitaba.
Necesitaba rodearse del amor sin complicaciones de un niño.
O tal vez necesitaba estar segura de que su encuentro clandestino con el Jeque Bastardo no hubiera empañado de alguna manera la relación con sus hijos.
Cristina dio la espalda al desolado jardín de rosas.
-Dile al secretario del señor Maldonado que envíe una nota a la Organización de Caridad de las Buenas Mujeres. Que escriba que no podré asistir a la inauguración del hospital ni dar el discurso en la comida a causa de una emergencia imprevista.
-Muy bien, madame.
Un vigor renovado fluyó por las venas de Cristina. Ser una esposa deseable tal vez estuviese más allá de sus capacidades, pero ser una buena madre, no.
Le dirigió a Emma una sonrisa enigmática.
-Di también a la cocinera que prepare un picnic para mis dos hambrientos hijos. Luego manda llamar un carruaje para que me lleve a la estación de tren. Iré a pasar el día con ellos.
Un perfume suave y fugaz atormentó su nariz.
El perfume.
-Pero primero quiero que me prepares un baño, por favor.

El tutor (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora