capítulo 18 y 19

173 17 3
                                    


Johnny estaba sentado en una silla en el vestíbulo, completamente dormido. O Alonso todavía no había llegado a casa o había dejado al lacayo como centinela para averiguar la hora a la que ella regresaría del baile.
Cristina se limpió rápidamente las huellas de las lágrimas sobre sus mejillas. Bajo la capa, el vestido se le había caído de un hombro; las aflojadas cintas de su corsé cosquilleaban en su espalda. Sus labios ardían, le dolían los pechos, y tendría que sentirse vulgar y manoseada, permitiéndole semejantes libertades a un hombre que no era su esposo. Pero no era así. Se sentía... viva. Poderosa aunque subyugada. Como si hubiera recibido mucho, mucho más que un beso.
Cerró la puerta con sigilo y pasando de puntillas frente al lacayo, subió las escaleras, poniendo el pie sobre la crujiente madera delatora. No podía continuar con su matrimonio, habiendo experimentado la intimidad que un hombre y una mujer podían compartir.
No podía... pero debía.
Cristina abrió la puerta de su habitación con cuidado... y se quedó helada. Un hombre de cabellos negros con traje de gala estaba sentado en su escritorio. Estaba leyendo... ¿qué?
— ¿Qué estás haciendo, Alonso?
El sonido distante del Big Ben sonó sobre los tejados de Londres; le siguió un repique más cercano... el reloj de Westminster, que estaba un poco más cerca. Eran las dos.
Alonso continuó examinado lo que estaba leyendo.
—Estoy reuniendo pruebas de tu adulterio, Cristina.
El corazón de Cristina retumbó contra su corsé aflojado.
—Tú eres un uraniano, Alonso. ¿Qué hace exactamente un uraniano?
Tuvo la satisfacción de ver que su espalda se ponía rígida. Alonso se giró en la silla.
—¿Acaso no te lo dijo tu amante?
Cristina cerró la puerta y se recostó contra ella.
—Dionisio no es mi amante —replicó, dándose cuenta demasiado tarde de que lo había llamado por su nombre.
Recorrió su cuerpo con ojos despectivos. Cristina era agudamente consciente de su estado de desarreglo, de la cálida hinchazón de sus labios y sus pezones y del latido silencioso dentro de su vientre.
—Has recibido esta noche un ultimátum, Cristina.
Ella había esperado arrepentirse del baile con Dionisio . Pero ahora que había llegado el momento, no podía. Todo lo que sentía era gratitud, por haberle mostrado el éxtasis del beso de un hombre. Lo único que lamentaba era no haberle pedido que la tocara hasta lo más profundo de su cuerpo para no volver a sentirse nunca más mancillada por su esposo.
— ¿Tú también me vas a amenazar con matarme, Alonso?
La sombra se hizo más intensa en sus ojos oscuros.
—Sé cuánto quieres a tus hijos. No necesito amenazarte.
Un horror bilioso le congestionó la garganta.
— ¿Estás adviniéndome que podrías hacer daño a tus propios hijos?
—No hace falta.
—Pero lo harías.
Podía verlo en sus ojos. Por primera vez, Cristina se sintió feliz de que Richard y Phillip estuvieran en el colegio, fuera de peligro.
—Haré lo que haga falta para llegar a ser primer ministro.
Desesperada, intentó desenmascararlo. Alonso había retrocedido cuando Dionisio había amenazado con revelar su pertenencia a la hermandad de los Uranianos. No permitiría que hiciera daño a sus hijos.
— ¿Acaso tu querida es también una uraniana, Alonso?
—Casualmente, mi amante pertenece a la hermandad.
Cristina tomó una bocanada de aire. El cabello de su nuca se erizó.
—Dijiste que no tenías una querida.
—No la tengo.
— ¿Existe una diferencia entre una querida y una amante?
Alonso enrolló un fajo de papeles doblados.
—Haré un trato contigo, Cristina.
Cristina miró aquellos papeles que sostenía su marido en las manos y de repente se dio cuenta de lo que había estado leyendo. Sus notas de El jardín perfumado. No había podido tirarlas a la basura.
— ¿Y cuál es ese trato?
—Te diré la diferencia entre amante y querida si me dices cómo pensaste que podías salir impune escabulléndote para ir a encontrarte con tu bastardo.
La traición galopó por sus venas... ¿cuál de los criados la había delatado? Pero fue sustituida por el temor.
¿Cómo podía saber que se encontraba con Dionisio ... a no ser que hubiera contratado a alguien para seguirla?
Los ojos que la observaban en la reunión.
Alonso había llamado al comisario, alegando que estaba preocupado por su tardanza, a pesar de que la neblina podía retrasar a cualquiera. ¿Le había pagado a alguien para que la siguiera? ¿Y ese alguien había intentado asustarla... o matarla?
Maldita sea, no dejaría que la intimidara.
—No te volveré a pedir el divorcio, Alonso. ¿Eso es lo que querías, no es verdad?
—Cristina, quiero que seas la esposa perfecta. Una madre y anfitriona con una reputación impecable para que puedas ser una ventaja y no un obstáculo. Follar con el Jeque Bastardo no es un comportamiento aceptable en la esposa de un futuro primer ministro.
Cristina había escuchado aquella peculiar palabra, por supuesto. Era muy frecuente en las calles, como la palabra puta. Pero jamás imaginó que se la oiría a su esposo.
—Tal vez, Alonso, estás celoso porque tú no puedes.
Su boca se cerró con rapidez, deseando que las palabras regresaran apenas las hubo pronunciado.
Alonso soltó una ruidosa carcajada.
Era la primera vez que Cristina lo oía reírse fuera de las risitas de compromiso. No había en aquella expresión ni el encanto ni la vivacidad de un chiquillo como en la risa de Dionisio .
—Cristina, nada de lo que tú hagas puede darme celos.
No era posible que un hombre que había llamado ubres a sus pechos pudiera causar todavía más dolor. Pero se equivocaba.
—Tú antes no eras así, Alonso.
—Ni tú, Cristina. —Se levantó, completamente relajado—. Tienes unas notas interesantes aquí. De hecho, bastante inmorales. Nada de lo que uno esperaría de una esposa y madre virtuosa.
Cristina se alejó de la puerta, ahora más furiosa que asustada. No permitiría que arruinara los recuerdos de las lecciones que ella y Dionisio habían compartido.
—Son mías. Devuélvemelas.
—Todo lo que tienes es mío, Cristina, incluyendo tu cuerpo. —Alonso sonrió, disfrutando de su impotencia. ¿Cómo podía haber vivido todos estos años con él sabiendo el tipo de monstruo que era?—. Guardaré esto como prueba de tu enfermedad.
Cristina retorció su capa en torno a su cuello todavía más.
— ¿Y qué tipo de enfermedad es ésa? —preguntó, sabiendo de antemano la respuesta.
—La ninfomanía, por supuesto. —Abrió la puerta que conectaba ambos aposentos, hizo una pausa—. Haré que tu doncella te traiga una taza de leche caliente. Las mujeres alteradas necesitan dormir.
Cristina luchó contra las náuseas.
La muerte. La reclusión. La separación de sus hijos.
Todo porque deseaba ser amada.
No necesitó preguntar quién era cuando un golpe suave sonó en su puerta. Emma venía a calmar sus nervios alterados. Traía una pequeña bandeja de plata. El humo caliente salía de una única taza.
La doncella estaba completamente vestida, como si hubiera estado esperando a Cristina. Pero ella nunca le había exigido a Emma que estuviese despierta hasta que volviera. Si Cristina no podía desnudarse sola, llamaba a Emma, que venía en bata y camisón.
Dionisio había dicho que sabría quién era la amante de Alonso cuando estuviera preparada para ello. ¿Era Emma?
— ¿Tiene láudano la leche, Emma?
—Sí, señora.
Una esposa inconsciente era mucho más fácil de llevar a un manicomio que una que patalear, pelear y gritar.
—Puedes ponerla sobre la mesilla.
—El señor Maldonado me dijo que debía esperar hasta que usted se la tomara.
Sintiéndose extrañamente insensible por dentro, mientras por fuera su cuerpo todavía hormigueaba y ardía por los labios, la lengua y los dientes de Dionisio , Cristina cogió la taza, la apoyó en la mesita, abrió la ventana y tiró la leche hirviendo sobre los arbustos de rosas muertas que se encontraban debajo. Devolvió la taza a la doncella.
—Puedes decirle que no dejé ni una sola gota.
Emma miró fijamente durante largos segundos la taza antes de cogerla de la mano de Cristina.
—Muy bien, señora —dijo, sin mirar a su ama a los ojos.
—Luego puedes irte a la cama. Esta noche ya no te necesitaré.
La boca de Emma se abrió para replicar y recordarle que el vestido de satén tenía botones en la espalda, que no sería capaz de desabrocharlos sola. Se tragó la objeción.
—Muy bien, madame.
Cristina escuchó atentamente, oyendo el suave golpe en la puerta de Alonso, voces apagadas y luego el silencio absoluto. Esperaba que su esposo irrumpiera intempestivamente en la habitación. No lo hizo. O le importaba poco que ella apareciera inconsciente a la mañana siguiente, o Emma no la había delatado.
Una ola oscura de cansancio se apoderó de ella. Las sombras parpadearon sobre las paredes, el esqueleto de una mano aquí, una guadaña allá, la muerte y la decepción por todos lados. Bajó la llama de la lámpara de gas antes de quitarse la capa, el vestido de satén, el corsé aflojado. La parte de arriba de la camisola estaba húmeda por el sudor. Sus dedos entre el suave algodón sintieron la carne suave que se hinchaba por encima y el duro botón de sus pezones por debajo.
Jamás había imaginado que los pechos de una mujer podían ser tan sensibles. O que un hombre podía hacerle alcanzar un orgasmo con sólo chuparlos.
Dionisio había dicho que el matrimonio era algo más que las palabras pronunciadas ante un altar. Ahora le creía.
¿Qué podía hacer?
No podía tolerar las amenazas de Alonso sobre las vidas de sus hijos. Ni se quedaría sentada y le permitiría enviarla a un manicomio.
Las alternativas de una mujer...
Pero ella sólo tenía una alternativa. Y era dejar la casa de Alonso, ahora, esa misma noche, mientras aún tuviera la libertad de hacerlo.
Tenía dinero. Tenía joyas.
No era una mujer cobarde.
Cristina sacó con fuerza una falda y un corpiño de terciopelo de su armario y se los puso. Sentada en un sofá ante la chimenea, esperó a que la luz bajo la puerta que separaba los dos aposentos se apagara.
El montón de brasas emitía una sugerente tibieza. Le recordaban lo caliente que había estado la boca de Dionisio . La suavidad de los lóbulos de sus orejas.
Los recuerdos la invadieron, ahogándola en sensaciones, la fuerte contracción de su vientre cuando había acariciado el paladar de su boca, el dolor gozoso del mordisqueo en su pezón, y el juego húmedo y caliente de sus labios, su lengua, la oleada de humedad entre sus piernas cuando se había arqueado ciegamente en su boca, tomándolo más y más cerca hasta que su cuerpo se contrajo en un relámpago de luz blanca. Una suave paz la había inundado mientras Dionisio escondía su cabeza en la curva de su cuello, tan parecido a Richard...
Te deseo...
Cristina se dejó vencer por el sueño. No era su hijo quien la perseguía.
—Cristina...
Un murmullo femenino invadió sus sueños.
No quería oírlo, ni responder a él. Quería a Dionisio , su voz ronca, la caricia de su lengua, la vibración de su gemido llenando su boca. Alonso los miraba a los dos desde el otro lado del salón de baile mientras danzaban con los pechos de ella sobresaliendo de su vestido de satén; a su lado estaba el miembro del Parlamento que se había dirigido a él en la fiesta de Whitfield y el joven de cabello dorado del baile de beneficencia.
Mi amante es un uraniano.
Dijiste que no tenías una querida.
No la tengo.
Sin hacer caso a los ojos observadores, censuradores, ella enlazó sus dedos en el cabello de Dionisio , suave como vellón de oro.
Cuando estés preparada para la verdad, descubrirás por ti misma quién es el amante de tu esposo.
—Cristina...
La luz del sol acribilló sus ojos. Giró la cabeza sobre el respaldo del sofá para huir de ella. Oyó un soplo entre una y otra palpitación, como si alguien suspirara o apagara una vela. Luego Cristina se olvidó de todo salvo de Dionisio y la íntima unión de un hombre chupándole los pechos.
— ¡Señora Maldonado! ¡Señora Maldonado! ¡Debe despertarse! ¡Por favor, señora Maldonado!
La cama vibraba debajo de Cristina. No, no era la cama. Sus hombros. Alguien estaba sacudiéndola con vigor. Alzó una muñeca sin fuerzas para detenerlo.
— ¡Señora Maldonado! ¡Por favor! ¡Despiértese!
Atontada, Cristina abrió un ojo... y miró directamente a Emma. Su cabello caía desordenado sobre su rostro.
Cristina jamás había visto a Emma tan desaliñada.
—Cansada —susurró—. Vuelve. Bebida. Chocolate. Más tarde.
La idea del chocolate le provocó arcadas.
—No dejes que se vuelva a dormir. Le traeré un vaso de agua. ¿Hay algún balde en el cuarto de baño?
La oscuridad aplastó a Cristina más y más abajo. Olía ligeramente a rancio, como si... Se le ocurrió que Emma tenía dos voces, una femenina y otra masculina.
—Señora Maldonado. Beba. Señora Maldonado, abra los ojos y beba.
La voz masculina de Emma era muy autoritaria. Algo duro y frío se apretó contra sus labios, chocó contra sus dientes.
—Beba, señora Maldonado.
Agua. Helada.
De pronto, Cristina se dio cuenta a qué olía la oscuridad que había oprimido sus párpados. A gas. El agua tenía el mismo gusto que el olor a gas.
Todo lo que Cristina había comido y bebido la noche anterior subió como un torrente a su garganta. Se dobló en dos y vomitó.
—Eso está muy bien, señora Maldonado. Échelo todo fuera. Emma, sostenle el barreño. Sabía de dónde venía aquel olor. De la lámpara sobre su mesilla... que se había quedado encendida cuando se había dormido.
Recordaba la voz de una mujer y el soplido de un suspiro... y supo que alguien había apagado la llama de la lámpara mientras dormía.
Más cansada de lo que humanamente creía posible Cristina se sentó en el sofá. El fuego se había apagado hacía tiempo. Tenía frío y su cuello estaba entumecido por dormir sentada. Sus nalgas estaban duras, algo que sin duda era mejor que el dolor que habría sentido si se hubiera dejado puesto el polisón durante Dios sabe cuánto tiempo. Se limpió la boca con dedos temblorosos.
Emma se arrodilló en el suelo al lado del sofá. Sus redondos ojos castaños estaban velados. Johnny, el lacayo, se arrodilló junto a la criada.
Cristina cerró sus ojos.
—Apagaste la lámpara —acusó severamente a Emma, recordándolo todo, Alonso robando sus notas y luego enviando a Emma con la leche con láudano.
—No, señora Maldonado. Jamás haría eso. Cristina forzó sus párpados para que permanecieran abiertos. Los ojos de Emma decían la verdad. La verdad... y lo que había sucedido.
Estaba demasiado descompuesta para tener miedo, pero sabía que ninguno de los dos estados duraría mucho.
—Sabes quién lo hizo.
Emma no respondió. Cristina no había esperado que lo hiciera. Alonso pagaba a Emma su salario, aunque fuera la criada de Cristina. Como también pagaba a la señora Sheffield, la cocinera, y a la señora Bannock, el ama de llaves. Ambas mujeres habían sido contratadas al mismo tiempo que la doncella.
Tiritó y se abrazó a su cuerpo. Los gélidos rayos de sol y el aire de febrero entraban a raudales por la ventana abierta. Con razón tenía frío.
— ¿Dónde está el señor Maldonado?
—El señor, la señora Walters y él desayunaron juntos. Después se marcharon todos. La señora Walters quería despertarla, pero el señor Maldonado le dijo que la dejara dormir.
Su esposo. Su padre. No importaba quién había intentado asesinarla o qué criado había llevado a cabo la orden.
—Gracias, Emma. Ahora puedes irte.
— ¿Desea que llame al doctor?
¿Para que Alonso pudiera acusarla de intento de suicidio
Tal vez su intención no había sido matarla con gas. Una mujer ninfómana y con tendencias suicidas era una candidata ideal para el manicomio.
—No, no quiero ningún médico.
— ¿Le preparo un baño?
Cristina pensó en el baño turco de la condesa. Había dicho que Dionisio también tenía uno.
—No. Nada.
No quería nada de aquella casa. Ni vestidos, ni joyas.
Emma se levantó sintiendo cómo le crujían las rodillas. Johnny permaneció donde estaba.
—No puede quedarse aquí, señora Maldonado.
Un criado fiel.
—Sí, lo sé.
Cerró los ojos y apretó con fuerza la boca, conteniendo una arcada seca.
— ¿Tiene algún lugar adonde ir?
Un hotel. La condesa Ferrer.
Ven conmigo a casa, taliba.
—Sí.
— ¿Quiere que Emma le haga la maleta?
Estaba llamando por su nombre a la doncella. Tal vez Johnny no era tan fiel como había pensado.
La voz masculina sonaba vagamente familiar. Justo cuando Cristina estaba a punto de identificarla, todos los músculos de su cuerpo se convulsionaron. Devolvió todo hasta que sintió como si estuviera vomitando su estómago en lugar de su contenido. Cada vez que pensaba que había terminado, olía el gas o lo sentía de nuevo en su lengua y las arcadas recomenzaban.
—No. —No quería llevarse nada con ella que hubiera sido comprado con el dinero de Alonso Maldonado—. Sólo quiero levantarme...
Sus piernas temblaban tanto que tuvo que apoyarse en el lacayo para no desplomarse de nuevo. Irguiéndose, caminó lentamente hasta el cuarto de baño. Se lavó los dientes y se enjuagó la boca, luego se apoyó pesadamente contra el lavabo con la frente presionada contra el frío espejo que se encontraba en la parte superior.
Alguien había intentado matarla... y casi lo había logrado.
¿Qué les diría a sus hijos? ¿Que su padre o su abuelo eran asesinos en potencia?
Cuando abrió la puerta, Johnny la esperaba fuera con su capa. Se balanceó ligeramente e intentó quedarse lo más quieta posible mientras él se la colocaba. Se tomaba demasiadas confianzas para ser un criado; le acomodó la capa abrigándole bien el cuello.
— ¿Quién ha sido, Johnny?
El lacayo se concentró en ajustar el sombrero negro sobre su cabeza. Su piel era oscura pero sin el tinte dorado que poseía la de Dionisio . Le ató las cintas del sombrero bajo su barbilla como si fuera una niña.
—No lo sé, madame. —Dio un paso atrás y sacó el bolso de ella del interior de su chaqueta negra—. Sólo sé que no ha sido Emma.
— ¿Cómo lo sabes?
—Ella dijo que a usted no le importaría si ella se casaba. Un criado no mata a un buen amo.
Cristina recordó el momento en el que le había hecho aquel comentario a Emma. Fue la tarde del día de su primera clase, el martes. También recordó la expresión del rostro de Emma cuando se ofreció a arreglarle el cabello, que debía colgar en una trenza pero que Cristina, descuidada, lo había dejado en un rodete tras su visita a Dionisio , y también cuando había buscado la capa húmeda por la neblina del amanecer londinense.
Tal vez Emma no hubiera intentado matarla, pero apostaría a que había sido la que había alertado a Alonso acerca de sus escapadas matinales.
— ¿Cómo habéis hecho para llegar de una manera tan oportuna?
Cristina observó con interés distante el rojo apagado que se extendió por el rostro oscuro del lacayo.
—El cuarto de Emma está encima del suyo, madame. Estábamos... juntos... y yo olí el gas.
Juntos. Con razón el cabello de Emma estaba despeinado.
La parálisis que sentía por haber estado al borde de la muerte se quebró ante un estallido de dolor. Emma había encontrado el amor... y había traicionado a Cristina al buscarlo.
Casi hubiera preferido que Emma fuera la amante de Alonso.
—No tengo duda de que el señor Maldonado le dará a Emma una estupenda recomendación. —Miró dentro de su bolso y buscó su monedero—. Por favor, perdóname, pero no me siento muy generosa. Adiós, Johnny, y te deseo la mejor de las suertes.
— ¿Adonde irá, madame?
Cristina puso rígida su espalda.
—Agradezco tu preocupación, pero realmente es un asunto que no te concierne.
— ¿Desea que le traiga el carruaje?
Habría sido Tommy, el caballerizo, o Will, el cochero los que le habían contado a Alonso su visita a la condesa. No quería que nadie en aquella casa supiera su paradero.
—No será necesario.
La puerta de la entrada estaba sin llave, como si los criados estuvieran ocupados a propósito en otra cosa para que pudiera escapar sin ser vista. El sol brillaba, apenas oscurecido por el humo del carbón. Después de caminar seis calles, divisó un coche de alquiler. Pasó de largo. Dos coches más la adelantaron hasta que detuvo uno.
— ¿Adonde, madame?
Enderezando los hombros, levantó la vista hacia el rostro prematuramente envejecido del cochero y le dijo dónde quería ir con palabras pausadas y precisas. Y rezó para no arrepentirse.
Cristina hurgó en su bolso; sus dedos hallaron dos chelines. Viajó todo el camino agarrada a las monedas. El olor nauseabundo de la muerte la perseguía.
Una voz dentro de su cabeza le advirtió que su vida jamás volvería a ser la misma. Ella, jamás volvería a ser la misma.
Pero no necesitaba a su conciencia para saberlo.
El coche se detuvo en seco. Empujó la puerta y descendió sobre la calle empedrada, endureciendo sus piernas para evitar que se desplomaran debajo de ella.
Miró a su alrededor. El paisaje londinense era casi irreconocible a plena luz del día. La residencia era de estilo georgiano, de líneas puras, reflejando una época menos detallista que la era de la reina Victoria.
El corazón le dio un vuelco; el coche partió. Demasiado tarde. Había tomado una decisión; ya no había vuelta atrás. Alzó la mano y agarró la aldaba de bronce con forma de cabeza de león. Al menos aquello tenía el mismo aspecto.
El mayordomo árabe que no era árabe sino europeo, vestido con turbante y blanca túnica suelta, abrió la puerta. Al ver a Cristina echó la cabeza hacia atrás.
—Ibn no está aquí.
Cristina sintió que había vuelto al punto de partida.
—Entonces lo esperaré.

El tutor (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora