capítulo 22

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Alonso. Aquí. En casa de Dionisio . ¿Cómo sabía dónde podía encontrarla?
De la misma manera que se había enterado de sus clases con Dionisio , se dio cuenta en el acto. Alguien la había seguido.
Un frío temor recorrió su cuerpo.
Desde el punto de vista legal, Alonso podía hacer lo que quisiera con ella. Podía arrastrarla fuera de aquella casa y obligarla a entrar en el carruaje. Podía llevarla de vuelta a su hogar. O a un manicomio. Y nadie podría detenerlo.
Los ojos negros de Muhamed brillaron.
Qué oportuno que Alonso hubiera aparecido cuando Dionisio no estaba aquí para recibirlo. ¿Había colocado espías vigilando la mansión georgiana e informarle justo cuando Dionisio saliera? ¿O había algún espía entre los criados de Dionisio ?
Era evidente que Muhamed no aprobaba su relación con el Ibn. Era posible que estuviera colaborando con Alonso, con el fin de expulsarla de la casa de su amo mientras su esposo intentaba eliminarla de su vida.
Trató de calmar una oleada de pánico. Dionisio había dicho que la protegería. Muhamed no le haría daño por temor a él. Estaba a salvo.
Cristina enderezó los hombros.
—Dígale al señor Maldonado que no estoy en casa.
El rostro de Muhamed se cristalizó en una máscara sin expresión; hizo una reverencia.
—Muy bien. El carruaje y la cesta están preparados. Nos iremos cuando desee.
Cristina se quedó mirando la túnica de algodón que desapareció barriendo el suelo. Qué simple había sido.
¿Entonces por qué le temblaban las piernas?
Buscó su bolso en la habitación de Dionisio , la mirada se detuvo en la mesita de caoba y en la caja estampada con el retrato de la reina Victoria, la enorme cama que se había agitado y movido debajo de ellos. Observó su propio rostro de extrema palidez reflejado en el espejo de la cómoda.
No le gustaba tener miedo.
En la parte superior de la escalera circular hizo una pausa.
¿Qué sucedería si Alonso se negaba a marcharse de casa de Dionisio sin verla? ¿Y si Muhamed deliberadamente no hubiera transmitido el mensaje de que ella no estaba allí?
Pero nadie la estaba esperando al pie de las escaleras. Casi lanzó una carcajada de alivio.
Sobre la mesa del vestíbulo estaba la cesta. La tapa izquierda estaba abierta, esperando su inspección.
Curiosa, se asomó a su interior... y halló el aroma sabroso de la miel. Varias galletas y bizcochos estaban delicadamente colocados en servilletas de lino. Étienne había hecho un picnic que era una verdadera obra maestra. Sin poder resistirse, Cristina tomó un pequeño pedazo de pastel de la canasta. Basboosa, lo había llamado.
El almíbar se pegó a sus dedos. Una capa negra de nueces finamente molidas decoraba la superficie.
A Phillip y a Richard les encantaría.
Sonriendo, mordió delicadamente una puntita del bizcocho. Era de una dulzura exquisita.
Miró lo que quedaba de la porción que tenía en su mano y luego los trozos cuidadosamente dispuestos envueltos en la tela de lino. A sus hijos no les gustaría encontrar un pedazo de pastel a medio comer en su canasta. Frunciendo la nariz, se metió el resto en la boca.
Bajo la dulzura almibarada y las nueces crujientes había pimienta. El pastel dejó un rastro picante desde la garganta hasta su estómago.
Dándose la vuelta, se topó de frente con una túnica de lana negra. Dio un paso atrás.
—Disculpe. Estaba... ¿ya está el carruaje fuera?
Muhamed inclinó la cabeza. La capa de ella colgaba de su brazo; llevaba su sombrero y sus guantes en la mano derecha.
—Está aquí, señora Maldonado.
Cristina podía sentir su hostilidad, aunque no la manifestara ni con el más mínimo parpadeo. Ella no quería crear un conflicto en el hogar de Dionisio . Ni quería provocar un enfrentamiento entre los dos hombres.
Se tragó su orgullo.
—Gracias por hacer que mi esposo se marchara, Muhamed.
—He de obedecer sus órdenes.
Ella tragó de nuevo.
—Perdón por haber usado la intimidación para entrar en la casa de lord Safyre. Lo puse en una situación insostenible. Por favor, acepte mis disculpas.
La emoción brilló en los negros ojos inescrutables de Muhamed y fue inmediatamente velada.
—Es la voluntad de Alá.
Con delicadeza, ella tomó el sombrero negro de seda de sus manos, se lo puso sobre la cabeza y se ató las cintas negras bajo la barbilla.
—Sin embargo, quería que supiese que no era mi intención perjudicarle.
—Ella aceptó los guantes de cuero negro y de manera decidida metió las manos dentro—. Como tampoco perjudicaría a lord Safyre.
Muhamed sostuvo imperturbable la capa de Cristina. Ella se dio la vuelta y dejó que se la pusiera sobre sus hombros.
La pimienta había irritado su boca... aunque era un torrente de saliva, estaba muerta de sed. Pensó en pedir un vaso de agua, pero no se atrevió. Los servicios públicos del tren dejaban mucho que desear.
—Lamento que tenga que acompañarme, Muhamed. Si prefiere no hacerlo...
Muhamed abrió la puerta en silencio.
Un carruaje arrastrado por dos caballos grises esperaba bajo el sol. Un vapor caliente subía de los cuerpos de los animales.
Cristina dio un paso adelante.
Se dio cuenta de dos cosas a la vez. Muhamed cerró la cesta y la agarró por las asas de mimbre. Al mismo tiempo, una pelota de fuego de color rojo explotó en su vientre.
Cristina emitió un grito sofocado, desconcertada por la fuerza de un deseo físico sin origen alguno.
— ¿Se encuentra bien, señora Maldonado?
La voz de Muhamed era fuerte, como si le estuviera gritando en el oído. Ella se enderezó con esfuerzo, avergonzada y humillada de lo que le estaba sucediendo a su cuerpo. Se sentía invadida por una lujuria animal inexplicable, un deseo que brotaba a borbotones, músculos que se contraían, se convulsionaban.
Ninfomanía.
Dionisio no lo había negado el día anterior, cuando había estado alojado tan profundamente dentro de ella que no era posible penetrarla más aunque ella lo hubiese deseado.
—Estoy bien, gracias, Muhamed.
Su voz era demasiado fuerte, áspera. El ruido del tráfico en la calle aumentó hasta convertirse en un estruendo en sus oídos. Las vibraciones de las ruedas que giraban y los cascos de los caballos que retumbaban corrieron directamente por sus fibras nerviosas a la carne entre sus muslos.
De manera decidida, descendió un escalón. Si pudiera alcanzar el coche y a sus dos hijos...
Sus muslos enfundados en seda se frotaron entre sí. La sensación fue eléctrica.
Dejó caer el bolso.
Cristina podía sentir al cochero y a Muhamed mirándola. Y sabía que estaba perdiendo la cabeza, porque los ojos de un hombre no generan calor, y sin embargo ella se estaba incendiando bajo sus miradas.
Un grito aislado penetró en el aire.
— ¡Señora... cuidado... los escalones!
Sus piernas se desplomaron. Unos brazos fuertes la sujetaron justo cuando debía caer al vacío.
Soportó el contacto con esfuerzo, cada fibra nerviosa dentro de su cuerpo alerta y consciente. Del tacto de un nombre... del olor de un hombre. Se encogió con horror al darse cuenta de que quería algo más que los brazos de un criado alrededor de su cintura, quería...
Cristina se arrancó de los brazos de Muhamed.
—No me toques —dijo en voz baja, o tal vez gritó. Había ojos por todos lados, de Muhamed, del cochero, de los criados que de repente se congregaron alrededor del Pequeño escalón.
El espía de Alonso. Uno de ellos podía ser el espía de Alonso y le informaría acerca de aquel incidente, y su esposo, sus padres y sus hijos sabrían la verdad por fin, ella era una ninfómana.
— ¿Qué diablos le ha pasado?
—Se ha vuelto loca...
— ¿Llamamos al médico, señor Muhamed?
Los ojos de Muhamed lanzaban fuego negro. Abrió con fuerza la cesta y cogió un trozo de bizcocho... Étienne había dicho que la basboosa estaba hecha de sémola y empapada en almíbar; no había mencionado que tenía nueces y pimienta, por lo que ella no sabía bien lo que había comido, pensó de golpe Cristina febrilmente. El árabe que no era árabe olió el pastel. Como un perro. El kebachi. Animales. Eran todos animales.
Y ella era uno de ellos.
Un escupitajo y el pastel pasó volando a su lado. Muhamed debió de haberlo probado. Tampoco le había gustado.
— ¡Allah akbar! ¡Mandad llamar a la condesa!
No le gustaba el pastel. No le gustaban las mujeres que satisfacían sus deseos con un hombre que no era su esposo.
Cristina se volvió, huyendo, incendiándose, cayendo...
No dejaré que te caigas, taliba.
De manera difusa, miró la acera, sólo a unos centímetros y no metros de su rostro, luego miró fijamente a las manos morenas que se acercaron para agarrarla.
— ¡En el nombre de Alá! ¡Apresuraos, idiotas! ¡Ayudadme!
Cristina sintió que las carcajadas afloraban dentro de su cuerpo. Dionisio había gritado Alá cuando había alcanzado el orgasmo. Inmediatamente, las carcajadas fueron devoradas por un enorme muro negro de deseo incandescente.
Qué caliente era el semen de un hombre lanzado dentro del cuerpo de una mujer. Necesitaba aquel calor. Necesitaba a Dionisio .
Lo necesitaba tan urgentemente que se iba a morir.

El tutor (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora