ALEJANDRO

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¿Cómo sabía que estaba yo al teléfono? ¿Me conocía? ¿Me había estado espiando?

Justo en ese momento de colgar, mi teléfono sonó. Me asusté de nuevo porque me vibraba en el pantalón.

Mi jefe.

Había estado horas sin ir al trabajo y seguramente debía estar muy enfadado.

- ¿James? Eh... Siento no haber...

- Alex tranquilo. Solo te llamaba para saber que ha pasado para que no hayas venido. Ya sabes lo imprescindible que eres en la empresa. – para ser sincero, era la primera vez que le veía así de manso. Quizá habían conseguido continuar sin mí.

- Sí. Estoy en el hospital. Han atropellado a una vecina y estoy esperando a alguien que... que venga a quedarse con ella.

- Tranquilo tío. El tiempo que necesites.

- Gracias James. – me despegué el móvil, pero aún no había colgado. No se oía nada, y los dos estábamos en silencio.

Colgué.

Miré mi reloj y vi que eran las dos de la madrugada. No podía conciliar el sueño y no me encontraba nada bien. Llevaba dos días metido en una habitación y horas pensando en la llamada desconocida.

Tenía que asearme y cambiarme de ropa, pero no pensaba dejarla sola. ¿y si venía ese hombre? O, ¿y si la llevaban a otra habitación con otras personas?

No quería llamarla, pero no tuve otra opción.

- ¿Vas a venir o no? Necesito cambiarme de ropa y no quiero dejarla sola. – estaba harto de tener que darle explicaciones y de que mi hermana me pusiera una pega tras otra. Si no quería solo tenía que decírmelo.

- Que sí. Que ya voy. – estaba seguro que había puesto una cara de las suyas. Esta vez tocaba la del asco.

Mi hermana la amargada. Hacía meses que no la veía, y la última vez fue...

Ella vivía con su novio y no estaba dispuesta a entrar en las cuatro paredes de la casa de mis padres. Demasiados recuerdos. Una desgracia. No fue culpa mía. Tuve que ir a un psicólogo e ir diez veces a la comisaría para recordarme a mí mismo y a los demás que fue un accidente. Nadie lo entendía, pero fue lo que pasó y punto. No iba a abrir la cicatriz.

Tenía un poco de prisa por irme y recoger cosas y ordenar, pero mi hermanita se encargó bien de tardar lo que ella quería. Llegó dos horas más tarde después de llamarla.

- Por fin has venido. – me levanté enfadado y expandí los brazos para que viese con claridad que me saca de mis casillas cada vez que nos veíamos.

- He venido. – miró con suma intriga a Marta. Sí. Había una persona en la cama. - ¿esta es la chica que me decías?

- Sí. Y tienes que quedarte con ella un par de horas hasta que yo vuelva. – le miré con preocupación para que viera que me importaba Marta.

- ¿No puede ser una? He quedado.

Y ya está. Lo soltó sin más. Que no lo hiciera por mí lo entendía – si lo pensaba, no lo entendía ni pizca – pero podría hacerlo por ella. Por la chica que estaba en coma.

- Adiós. Ah. Y si viene algún hombre que no sea médico, no le dejes pasar, por favor. – me miró con miedo, la verdad. No me lo esperaba.

- ¿Por qué? – vi como tragaba saliva asustada.

- Alguien ha intentado matarla y la han atropellado. Ha sido un hombre, estoy seguro. No te vayas hasta que yo no haya venido, ¿queda claro? – la observé preocupado de que no pudiera hacer una cosa tan fácil. No era muy responsable, pero confiaba en ella.

- Hecho. – creo que la asusté aún más cuando le dije lo que le había pasado a Marta, porque me contestó al instante, y sonó con bastante seguridad.

No tenía nada que llevarme, más que el móvil. Cuando estaba en el umbral de la puerta de la habitación vi que Andrea estaba hablando con alguien por el WhatsApp. Me daba igual mientras que estuviera ahí.

Imploré no volver a encontrarme por los pasillos a la policía en busca. Ya empezaba a mosquearme porque mostraran cierto interés por mí.

No me había dado cuenta de que el hospital estaba atestado de gente hasta que intenté encontrar un ascensor libre. Y lo conseguí, después de diez minutos. Pero iba acompañado, era obvio. Iba con dos ancianos. Parecía que eran un matrimonio. Pero yo los noté tristes. Seguro que había ocurrido alguna desgracia en alguna de las plantas.

Los tres íbamos a la planta menos tres, donde estaba el parking. Claro que yo no tenía coche, iba a coger el de Andrea.

No cruzamos ninguna palabra, puede que porque ninguno estaba en condiciones emocionales como para saludar de buena educación. Me dio pena verlos así, y quería ayudarlos. Pero el dolor escuece y cala en lo más profundo de nuestro cuerpo.

Recuerdo haber estado así de triste cuando mis padres tuvieron ese accidente. No podía hablar nunca y dejé mi trabajo durante unos meses. Yo acepté que se habían ido a los siete meses. Andrea no. Ella no lo aceptó hasta el año. Y claro, me culpó a mí de sus muertes. Ese día quería presentarles a mi novia, Sofía. Los cuatro estábamos emocionados, aunque ellos no supiesen por qué íbamos a verlos. Pero estaban tan contentos que decidieron que vendrían ellos. Sofía y yo les dijimos que sí y todo acabó. De camino un camión los envistió y nos enteramos de la noticia a las dos horas. Yo estaba preocupado porque habían venido muchas veces, pero no tardaban tanto. Creía que se habían parado a recoger a mi hermana. Le conté que habían querido venir ellos y ella se puso a gritarme y a amenazarme de que como les hubiese ocurrido algo estaría muerto para ella. Sofía era mi vida. Todo. Queríamos casarnos y formar una familia.

Pero después de enterarme del accidente por mi hermana, perdí los estribos y Sofía y yo empezamos a discutir. Con fuerza. Yo no sabía lo que hacía ni lo que decía. Y lo peor fue que yo no hice nada para detenerla junto a la puerta y pedirle perdón.

Meses después, mientras me recuperaba de la tragedia, la encontré. Yo no la buscaba, pero la vi y ella me vio. La echaba muchísimo de menos y seguía queriéndola, pero ella sabía que yo la estaba mirando y el hombre que tenía al lado no era un amigo, porque Sofía acercó su cara y ambos se besaron. Pero al contrario que él, yo sabía que eso beso no era de pasión, sino para darme celos. En ese momento supe que ella no era para mí. Que todo había sido mentira.

La muerte de mis padres y la destrucción de mi relación hicieron que huyera de la ciudad y me fuese a las afueras.

Me gustaría saber cómo hubieran sido mis padres de mayores. Había perdido ese deseo.

Por fin llegamos al parking y me atreví a despedirme de aquellos ancianos tan dolidos. El hombre sonrió un poco porque no tenía ganas de hablar. La mujer ni siquiera miró. Tenía la vista perdida en el suelo. Me di la vuelta oyendo que ellos también salían y que se adentraban en uno de los eternos pasillos de aquel suelo subterráneo.

En cuanto torcí una esquina, una mano se aferró a mi cuello con fuerza. Mis ojos buscaban el rostro que estaba oculto en la capucha y en la careta que llevaba puesta.

Pero no pude hacer nada porque me había acorralado en la pared. Lo que ese tipo no sabía es que yo tenía las manos libres. Sabía quién era. Era el hombre que había atropellado a Marta.

- No te metas en esto si no quieres que te ocurra lo mismo. Segunda advertencia. A la tercera, acabas como ella. – estaba esperando a que dijera eso cuando mi puño paró a su maldita careta negra.

La rompí por la mitad y eso quería decir que el golpe había calado en su cara. Me soltó y calló al suelo. El tipo me había estado ahogando y ahora, que por fin me había soltado, me puse a toser como un loco. No quería desperdiciar esta oportunidad para verle su estúpida cara.

Pero él sabía que yo lo haría, y justo cuando me estaba agachando, le vi una barba corta que asomaba en el trozo que cubría más de la mitad. Se la vi dos segundos cuando el matón se levantó proporcionándome otro puñetazo en la cara. Me lo dio tan fuerte que perdí en conocimiento. Me quedé allí tirado. Él, que me tenía y sin embargo no me secuestró, ni me pegó un tiró, ni me mató con un cuchillo.

Lo único que escuché fue:

- Ella se lo merece por haber cambiado. Y tú te lo mereces por ser un imbécil.

COLECCIÓN DE MARIPOSASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora