Mente en Blanco

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Era una noche oscura y fría. Había luna nueva, el aullar del viento se sentía tan pesado como la gelidez que sienten los soldados antes de entrar a batalla por primera vez. Un pequeño niño estaba ataviado en ropa fina, sus cabellos eran oscuros y sus ojos tan brillantes como el azul en los zafiros.

Despertó desorientado. Su cabeza punzaba de una manera inaguantable, sus ojos se abrieron lentamente y lo primero que alcanzó a ver entre su estado de poca consciencia era una manta de piel que le cubría, también había una fogata cercana a él.

—Vaya, hasta que por fin despiertas... —dijo una voz grave y profunda a sus espaldas.

El niño volteó lentamente, sintiendo toda su espina dorsal tensarse: yacía de pie un anciano de piel oscura, cuyos ojos estaban tan hundidos que parecía no tener más que cuencas vacías por un momento, lo suficientemente delgado para que sus huesos se marcasen en su cuerpo y aparte, una melena blanca que rozaba sus rodillas. Tenía sombrero de paja y también cargaba dos artilugios: saco de cuero y una lanza larga de madera.

—¿Quién... es usted? —preguntó Darren con recelo—. ¿Cómo llegué aquí?

Hubo un silencio sepulcral por minutos tendidos, hasta que el mismo hombre decidió romperlo.

—Te encontré flotando en un trozo de madera. En el río de Oro —el rostro del viejo se mantenía inexpresivo a la hora de hablar—. Así que decidí ayudarte, como verás.

—¿Hay un río de oro...? —preguntó el de cabellos oscuros con desconcierto.

—No, ignorante. Así se llama el río que fluye junto al Puerto Hallan, ya que hace milenios se extraía oro de él. —Su expresión cambió por primera vez en todo el rato, a una disgustada e irritada.

El niño se incorporó, sentándose entre jadeos. ¿Por qué su cuerpo dolía tanto? Era como si un caballo le hubiera pasado por encima y hubiera magullado toda su anatomía hasta dejarla hecha polvo. No lo entendía, pero no tenía suficiente cabeza para pararse a pensar en el por qué.

—Lo siento, señor. Le agradezco por ayudarme. —hizo una pequeña reverencia con la cabeza, mordiéndose el labio inferior fuertemente—. ¿Puede decirme dónde me encuentro?

—En los dominios de la casa Hallan. En tierras reales. —explicó al niño.

Sintió que por un momento tuvo un dejavu, pero no sabía de qué. Como si aquello le recordara a algo e incluso cerró los ojos tratando de hacer memoria a aquello, su mente tuvo una laguna mental en el vago intento de hacer por recordar hasta que finalmente se dio cuenta de algo...

—Ni siquiera recuerdo mi propio nombre... —dijo en un tono un tanto alarmado, su frente sudaba por las emociones encontradas que tanto le abrumaba en ese momento.

—Pues, no eres un simple aldeano. De eso no me cabe duda. —dijo el de pelo blanco hablando con reproche.

—¿Cómo está tan seguro de eso? —berreó entre dientes—. ¡¿Qué importa eso en este momento?! —Exclamó, había preocupación en su tono.

Pero aquel anciano estaba seguro de que no se trataba de un niño común, dado que los niños comunes no vestían de seda con encaje de hilo oro, tampoco ese tipo de adornos o costuras incrustadas en ella.

Señaló sus vestiduras.

—Lo más probable es que seas hijo de un comerciante rico ya que la ciudad de Puerto Hallan es conocida porque está dividido en dos secciones, lado norte es donde viven los pescadores y el pueblo llano. El lado sur donde viven comerciantes ricos y la casa Hallan... —explicó el anciano sentándose frente a la fogata para concebir algo de calor—. Aunque es probable que se te haya dado por muerto... porque cuando te llevé por toda la ciudad nadie sabía quién eras.

Los cuervos de la Luna: Los Dos hermanos(Libro I) (Editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora