Prólogo

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 Y arrancamos el tercer libro criaturitas del señor, espero les guste como a mi, saquen sus pañuelos.

Comenzamos.

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 Mientras el reloj avanzaba hacia el momento que marcaría el final de su último año de instituto, Sungmin Lee tuvo que reconocer un hecho indiscutible.

No existía nada peor que el baile de graduación.

Desde hacía semanas, lo único de lo que todo el mundo quería hablar era de quién iba a pedirle a quién que le acompañara al baile, quién se lo había pedido a quién, y quién se lo había pedido a... otra, con lo que se habían provocado situaciones de crisis e histeria.

En su opinión, durante el trimestre del baile de graduación las chicas y donceles habían sufrido entre la agonía del suspense y el tener que esperar pasivamente. Los pasillos, las aulas y el patio habían sido un hervidero de emociones, desde la alocada euforia (porque un chico los había invitado a ese baile tan sobredimensionado) hasta las lágrimas más amargas (porque un chico no se lo había pedido).

Todo el ciclo completo giraba alrededor de «un chico», lo que a el le parecía tan estúpido como desmoralizador.

Y después la histeria había continuado, e incluso se acrecentó, con la elección del vestido o traje y los zapatos, debatir hasta la extenuación si llevar un recogido alto o bajo, la limusina, las fiestas particulares que seguirían al baile, las suites de hotel (sexo, ¿sí?, ¿no?, ¿quizá?)...

Habría pasado de todo aquello si sus amigos, sobre todo Heechul «Con-derecho-de-paso» Cho, no se lo hubieran impedido.

Su cuenta de ahorros, todos esos dólares y centavos ganados con esfuerzo e incontables horas sirviendo mesas, se había quedado temblando cada vez que retiraba dinero: para un traje que no volvería a ponerse jamás en la vida, para un par de zapatos, un moño y todo lo demás.

De eso también tenía que culpar a sus amigos. Heechul, Donghae y Ryeowook le habían empujado a ir de compras con ellos, y acabó gastando más de lo debido.

La idea de que sus padres le pagaran el traje, como amablemente le había insinuado Donghae, había sido descartada por Sungmin. Su decisión quizá fuera producto del orgullo; en casa de los Lee el dinero era un tema espinoso desde la debacle de las arriesgadas inversiones que había hecho su padre y la inspección de Hacienda.

De ningún modo les habría pedido nada a sus padres. El ganaba su propio dinero, y llevaba haciéndolo desde hacía varios años.

Se dijo que ya no tenía importancia. A pesar de las horas que trabajaba en el restaurante al salir de clase y durante los fines de semana, no había conseguido ahorrar ni de lejos lo suficiente para matricularse en el Instituto Culinario y costearse su estancia en Nueva York. Lo que se había gastado para aparecer deslumbrante una única noche no iba a cambiar ese hecho y... ¡qué diablos!, ahora estaba guapísimo.

Sungmin se puso el moño mientras en el otro extremo de la habitación de Heechul, donde se habían reunido todos, Donghae y el propio Heechul experimentaban con el pelo de Wook que, siguiendo un impulso, se lo había cortado a tijeretazos y parecía César cruzando el Rubicon, en opinión de Sungmin. Intentaban arreglar lo que quedaba del pelo rojo fuego de Wook con horquillas, purpurina para dar brillo y unos pasadores con brillantitos, mientras los tres hablaban sin parar y en el reproductor de CD sonaba de fondo Aerosmith.

Le gustaba escucharlos así, cuando el estaba algo apartado. Tal vez porque, en ese momento, se sentía un poco aparte. Habían sido amigos toda la vida pero, con o sin ese rito de iniciación del baile, las cosas iban a cambiar. En otoño Heechul y Donghae se irían a la universidad. Wook se pondría a trabajar y, en su tiempo libre, haría cursillos de fotografía.

Sabor de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora