Capitulo 12

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Aiden MacKinnon

 Nos marchamos de casa de papá y el abuelo después de terminar el postre. Normalmente me quedo un
rato más para charlar con todos, pero hoy tengo otros planes. Unos planes mucho más apetecibles.
—Tienes una familia increíble —dice Lucy nada más cerrar la puerta de casa tras de mí.
Sonrío. Esa era justo la impresión que quería que se llevara de esta cena. Me alegro de que lo haya
hecho a pesar de que Will haya estado más gruñón que de costumbre. Lo suyo con Layla no va bien.
Aunque no hable de ello, lo noto. Está susceptible e irritado siempre.
Subimos al coche y me incorporo a la carretera. Lucy desvía la mirada hacia la ventanilla para observar
el movimiento del exterior.
—Sé por qué me has llevado a cenar con tu familia —dice de pronto, girando su cabeza hacia mí.
—¿Por qué? —pregunto sin desviar la mirada de la carretera.
—Porque crees que mostrarme lo unidos que estáis todos y lo maravillosos que sois va a hacerme
cambiar de parecer respecto a lo de tener un hijo contigo.
—Ajá. ¿Y lo he conseguido? —Ahora sí que no puedo evitarlo; la miro de soslayo para estudiar su
reacción a mi pregunta. Sin embargo, se limita a encogerse de hombros.
—Mentiría si dijera que no ha despertado dudas en mí, pero sigo sin tenerlo claro.
—Bien, por suerte, aún nos queda parte de la noche para acabar de declinar la balanza a mi favor.
Lucy se ríe. Tiene una risa preciosa, una de esas risas que suenan poderosas, que llaman la atención y
se contagian.
—¿Es qué aún hay más?
—Por supuesto que hay más. —Nos detenemos en un semáforo y aprovecho para mirarla fijamente con
una ceja alzada—. Me hiciste posar en kilt y me avasallaste con un montón de preguntas incómodas que
créeme cuando te digo que hubiera preferido no tener que responder; tu deuda conmigo aún no está
saldada.
—Tienes razón —admite ella—. ¿Y dónde vamos ahora?
—A uno de mis lugares preferidos del mundo.
***
El Green Pub es un pub escocés que se encuentra relativamente cerca de mi casa. Kenzie, escocés de
pura cepa, es su propietario. Su pub es un pedacito de Escocia en pleno Manhattan. Todo en él, desde su
estética hasta las bebidas y platos que servían, son exactamente los mismos que se pueden encontrar en
cualquier pub de Escocia. A Dean le gusta decir que somos nuestros orígenes, quizás por eso todos
sentimos una conexión especial por la tierra de nuestros antepasados. Venir aquí es como viajar hasta esa
nación que tanto amamos sin tener que coger un avión.
Nada más entrar, Lucy se fija en todos los rincones del pub con los ojos muy abiertos: en la madera
oscura que reviste las paredes, en las fotos de Escocia que cuelgan por todas partes, en los barriles de
cerveza que forman parte del mobiliario junto a bancadas, mesas y sillas, y en el centenar de botellas de
alcohol que, colocadas ordenadamente, se ven tras la barra.
Acabamos sentados en una de las mesas que están pegadas a una cristalera, desde donde la noche
neoyorkina se ve más viva que nunca con los transeúntes, en su gran mayoría turistas, paseando por las
calles.
—Este lugar es... auténtico —dice Lucy empapándose de todo lo que le rodea.
—Lo es porque su propietario lo es —explico yo, señalando con un movimiento de cabeza a Kenzie que
está sirviendo unas copas tras la barra.
—¿Es escocés? —pregunta fijando su mirada en él.
Kenzie tiene el pelo cobrizo, a medio camino entre castaño y pelirrojo, y su aspecto es tan escocés que
podrían poner una foto suya junto a la definición del gentilicio.
—Es de Fort William, un pueblecito de las Highlands.
—¿Otro highlander? —pregunta ella con diversión.
—Bueno, si nos ponemos técnicos, el único highlander aquí es él. A su lado yo soy un highlander de
pega —digo riendo de vuelta.
—¿Y qué hace aquí? Es decir, Nueva York debe ser la antítesis de un pueblo pequeño de Escocia.
No puedo evitar ampliar mi sonrisa ante su pregunta.
—¿A qué viene ese interés?
—Defecto profesional. Todo es susceptible de convertirse en una buena historia que contar.
—Kenzie se mudó a Nueva York por amor. Margot, su actual esposa, había viajado a Escocia de
vacaciones con unas amigas y... bueno, ya sabes cómo son estas cosas. Se conocieron por casualidad, se
enamoraron, ella tuvo que volver y él... se marchó con ella. —Me encojo de hombros tras la breve
explicación, siempre que pienso en su historia no puedo evitar pensar en lo impulsivo que fue Kenzie al
abandonar su hogar por una mujer a la que apenas conocía de unos días.
—Parece el argumento de una película romántica —dice Lucy soñadora.
—A las chicas os gustan mucho ese tipo de películas —digo con retintín, con la única intención de
picarla, porque cuando lo hago sus mejillas se encienden y sus ojos se llenan de un brillo especial,
incisivo, como sucede ahora.
—Las películas románticas no tienen género, a mi padre le encantan. Hemos visto Dirty Dancing,
Grease y los Puentes de Maddison como un millón de veces. —Lo dice con orgullo.
—Tu padre debe quererte mucho —murmullo.
—¿Qué insinúas? ¿Qué ve esas películas solo para complacerme?
—Dios me libre de insinuar nada —digo levantando las manos demostrando mi inocencia.
Justo en este momento aparece Kenzie, con su conjunto habitual: camisa de cuadros rojos y negros y
vaqueros desgastados. Es un tipo sencillo, se le nota por sus movimientos pausados y algo rudos.
—¿Aiden MacKinnon en compañía de una mujer? Esto sí que es una novedad.
Frente a mí, Lucy eleva una ceja.
Vale, confieso: nunca traigo aquí a mis ligues. Es como una guarida para mí y mis hermanos, lo último
que quiero es compartir esta guarida con mujeres que solo me interesan para satisfacer mi apetito sexual.
Pero Lucy es distinta. A ella quiero mostrarle todo mi mundo porque, si acaba aceptando, también será un
poco el suyo.
—Kenzie, esta es Lucy, una amiga especial.
—Ajá, especial —dice con sorna guiñándole un ojo—. Desde luego, especial tiene que ser para que la
traigas aquí. —Sonríe una vez más con picardía—. ¿Qué os pongo?
Pedimos un par de cervezas que Kenzie tarda muy poco en servirnos.
—Bueno, ¿vas a contarme qué hacemos aquí? —pregunta Lucy tras unos minutos de conversación
banal.
Asiento.
—He pensado que, en el hipotético caso de que compartamos la crianza de un vástago en común,
deberíamos conocernos un poco más el uno al otro, y este lugar es perfecto para ello.
—Eh... vale. ¿Qué necesitas saber sobre mí?
—Muchas cosas, pero he pensado que, para hacerlo más ameno, podríamos hacernos preguntas el uno
al otro de forma intercalada. Yo pregunto, tú respondes y viceversa.
—¿Como una especie de interrogatorio cruzado?
—Sí, podríamos decir que algo así.
—Vale. ¿Quién empieza?
—Empiezo yo, tú el otro día ya me preguntaste mucho y tienes ventaja —digo sin darle opción a réplica,
porque tengo muy claro cuál va a ser la primera pregunta—. ¿Por qué te apuntaste a una agencia de
copaternidad en vez de querer ser madre soltera?
Las cejas de Lucy se arrugan levemente y da un trago a su bebida, buscando con ello darse tiempo a
responder. Tras saborear la cerveza, humedece sus labios con la lengua de una forma tan inconsciente
como sexy. No debería estar pensando en lo apetitosos que son sus labios, lo sé, pero no puedo evitarlo.
—Es una buena pregunta. Sé que ser madre soltera es la opción fácil. Solo tendría que inseminarme con
el esperma de un donante sin preocuparme de nada más, más allá de lo complicado que resulta la crianza
en solitario. Pero... yo tengo una relación muy especial con mi padre y quiero que mi hijo también disfrute
de una relación parecida con el suyo.
—Tendría esa relación especial contigo —señalo.
—Sí, lo sé. —Se pinza el labio un poco nerviosa como si dudara en darme la siguiente información.
Finalmente, prosigue—: Mira, Aiden, ya que estamos aquí para conocernos, hay algo que debes saber. Mi
madre murió de cáncer de mama siendo yo muy pequeña. Es una etapa de la que apenas guardo
recuerdos, pero sé que fue muy dura, sobre todo para mi padre que tuvo que lidiar con la enfermedad de
su mujer y con el cuidado de una niña pequeña que apenas había dejado de ser un bebé. Vivo con el miedo
de que me ocurra lo mismo. ¿Y si un día enfermo o me muero y mi hijo se queda solo en el mundo? Mi
padre es mayor, soy hija única, no me quedan abuelos... no quiero condenar a un niño a quedarse solo en
el mundo. —Hace una breve pausa—. ¿Me sigues?
—Te sigo —digo, con un nudo en el estómago.
Todos tenemos cicatrices. Contar las historias que hay detrás de esas cicatrices nunca resulta fácil. Y
aquí está ella, contándome la historia de esta cicatriz tan dolorosa.
—Tengo una amiga que siempre me dice que no debo pensar así, que soy joven, que estoy sana y que
las probabilidades de que la historia se repita conmigo son bajas. Pero... ¿y si pasa? —pregunta.
Durante unos segundos, no digo nada. No he sufrido nada parecido, pero soy empático con su temor.
Eso intento transmitirle con la sonrisa comprensiva que esbozo en mis labios al mirarla, y ella parece
captarlo, porque me sonríe de vuelta.
—Siento mucho lo de tu madre —digo al final.
—Y yo. Me hubiera encantado conocerla, papá siempre dice que le recuerdo mucho a ella.
—Entonces seguro que era una mujer excepcional.
—Seguro que sí.
Me mira y, de repente, el ambiente se espesa y se vuelve todo más íntimo, como cuando apagas la luz
en el dormitorio, enciendes la lámpara auxiliar de la mesita de noche y los tonos anaranjados te envuelven
de una forma acogedora.
Rompo el contacto visual para apartar mis ojos de ella, porque su mirada cargada de significado me
abruma.
—Te toca preguntar a ti —le recuerdo.
—Ah, sí. —Asiente—. Voy a copiarte: ¿Por qué elegiste la copaternidad en lugar de la adopción o un
vientre de alquiler?
—Son opciones que descarté por difíciles. La adopción es altamente complicada para un hombre
soltero. El sistema de adopción es muy conservador. Y respecto al vientre de alquiler, no me parece ético
pagar por un bebé. Sé que hay un mercado un poco turbio alrededor de esto y, aunque no dudo de que
haya agencias que lleven todo el proceso con la mayor pulcritud posible, todo esto me genera
incomodidad.
Mi respuesta parece convencerle, porque me invita a lanzarle una nueva pregunta.
—Estudiaste periodismo, te licenciaste con honores, podrías haber entrado a trabajar donde quisieras,
¿por qué Pink Ladies?
—¿Cómo sabes que me licencié con honores? —pregunta sin responder a mi pregunta.
—Porque soy una persona muy informada. ¿Por qué una revista para mujeres? —insisto.
—¿Por qué no? —Sonríe irónica.
—Eh, no se pueden responder una pregunta con una evasiva —exijo yo.
—Sé que para mucha gente Pink Ladies es una revista para mujeres con contenidos banales y poco...
¿importantes? Pero yo le debo mucho a esa revista. Fui una adolescente sin referencias femeninas, esa
revista se convirtió en un manual de supervivencia para mí. Leyendo Pink Ladies aprendí lo que era un
orgasmo o cómo debía depilarme las cejas. Son pequeñas cosas que suelen enseñar las madres a sus
hijas... pero ante su ausencia... En resumen, me gusta pensar que yo puedo escribir artículos que aporten
esa misma ayuda para chicas en mi misma situación.
—Es un punto de vista interesante. —Nunca lo había visto de esa forma. Puede que me haya dejado
llevar por mis prejuicios al creer que este tipo de publicaciones eran prescindibles.
—Me toca. —Alza las cejas—. Todos los hermanos MacKinnon sois abogados, tú también, ¿siempre
supiste que te querías dedicar a esto?
—Sí —respondo con rotundidad—. Nunca he tenido dudas al respecto. Es cierto que nuestro padre
siempre se ha esforzado mucho para inculcarnos su amor por la abogacía, pero, además, yo creo que los
MacKinnon llevamos esto en la sangre.
Las preguntas siguen sucediéndose una tras otra. Es así como descubro que hace dos años desde su
última relación seria y que lo dejaron porque él le engañó con otra. Yo hablo un poco sobre Celine, pero
no entro mucho en materia ya que es una cicatriz que aún no está curada del todo, y si hablar de la
historia que hay detrás de una cicatriz duele, hablar de la historia que se esconde detrás de una herida
que a veces aún sangra es más complejo. También descubro que le encantan los perros, que su película
favorita es Casablanca y que ha deseado vivir en Manhattan desde que vio Sexo en Nueva York por
primera vez. Yo le explico que me gustan las películas de acción, que me encanta correr por Central Park
y que no soy persona hasta el primer café de la mañana. Es curioso como pequeños fragmentos como
estos nos ayudan a ir dibujando mejor a la persona que tenemos delante. Supongo que somos eso: una
suma de fragmentos que nos definen.
No sé cuántas cervezas hemos tomado cuando decidimos que es hora de regresar a casa. ¿Tres?
¿Cuatro? Solo sé que Lucy se empeña en coger un taxi porque, según ella, y con toda la razón del mundo,
hemos bebido demasiado como para que pueda conducir. Así que aquí estoy, viendo como esta chica llena
de sorpresas sube en la parte trasera del vehículo.
—Gracias por esta noche, Aiden, ha sido... genial.
—¿Eso significa que he conseguido hacerte cambiar de opinión respecto a lo de tener un hijo en común?
—Eso significa que necesito pensarlo.
Suspiro.
—Algo es algo.
Ella sonríe y tras atarse el cinturón me mira.
—Buenas noches, Aiden.
—Buenas noches, Lucy.
Cierro la puerta del taxi, le doy un pequeño golpecito a la carrocería para que el taxista sepa que puede
emprender la marcha y no me muevo hasta que el coche desaparece de mi espacio visual.
Y pienso en Lucy.
En sus labios apetitosos.
En las historias tristes que se esconden detrás de sus cicatrices.
En esas miradas que queman.
¿Dónde me estoy metiendo?
No tengo la más mínima idea...  

No te enamores de un MacKinnonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora