Capitulo 3

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Aiden MacKinnon

 —Entonces, ¿te ha dicho que no? Esa Lucy me cae bien y ni siquiera la conozco —dice Oliver, uno de mis
hermanos, sentado frente a mí en uno de los lujosos sillones de mi despacho.
Después del chasco en la agencia de copaternidad he regresado a MacKinnon y Asociados, el bufete de
abogados en el que trabajo, ubicado entre la planta veintisiete y veintinueve de un edificio en el Upper
East Side. Nada más llegar, mis hermanos, que conocían mis intenciones, han acudido a mi despacho para
que les pusiera al corriente de todo. Oliver, junto a William y Jayce, han ocupado los sillones del rincón a
la espera de que les sirva un trago del whisky escocés que reservamos para ocasiones especiales. No
solemos beber en horario laboral por cuestiones éticas, pero a veces hacemos excepciones. Además, ya es
tarde. Tras la pared acristalada del edificio cuyas vistas a la ciudad son espectaculares, el cielo empieza
desteñirse en tonos naranjas y violetas sobre los imponentes rascacielos de Manhattan. Sentado junto a
mis hermanos, solo lamento que no pueda acompañarnos Dean, mi hermano pequeño, que está aún en el
último curso de derecho en la universidad y que no regresará a la ciudad en unas semanas.
—No lo entiendo —admito un poco frustrado, recordando el rechazo de Lucy—. Soy un buen partido.
¿Quién en su sano juicio rechaza a un MacKinnon?
—Esa es una pregunta para la que no tengo respuesta —admite Jayce, alzando las cejas.
Los MacKinnon estamos acostumbrados a gustar sin necesidad de esforzarnos. Los cinco hermanos
compartimos una complexión parecida: altos, hombros anchos y músculos firmes. También somos todos
morenos y tenemos los ojos azules, aunque el tono de azul sea distinto en cada uno de nosotros. Los mío,
los de Jayce y los de Dean son azul cielo, mientras que los de Oliver y William son de un azul oscuro,
eléctrico. Por lo demás, físicamente somos tan parecidos que suelen confundirnos con facilidad.
—Además, me ha juzgado por mi estilo de vida. Puede que en los últimos años haya desfasado un poco,
pero en líneas generales soy un tipo serio y formal —digo con un movimiento afirmativo de cabeza.
—¿Serio y formal? Si tuviera que elegir dos adjetivos para definirte, yo no elegiría esos dos
precisamente —dice Oliver aguantándose la risa.
—Oh, venga, soy un tipo serio y formal el 90% del tiempo.
—Un tipo serio y formal no se emborracharía hasta la inconsciencia tres fines de semana seguidos —
dice Oliver.
—Ni elegiría un ascensor público para hacerse un sándwich con dos modelos rusas —añade Joyce.
—De eso hace años —mascullo con indignación—. Estaba hecho polvo por mi ruptura con Celine.
Me jode que mis hermanos hablen de aquella etapa de mi vida con tanta ligereza. No lo hacen con
maldad, ya lo sé, pero cada vez que sacan a relucir alguna de las cosas que hice durante los seis meses
posteriores a la ruptura, me avergüenzo de mí mismo. Durante esos meses caminé entre las sombras e
hice cosas de las que no me siento nada orgulloso, porque romper con Celine hizo añicos los cimientos de
mi mundo y recomponerlo costó años de terapia y superación personal.
Como bien digo, sé que Jayce y Oliver han dicho esto sin acritud, y por ello no los mando a la mierda,
aunque me gustaría. Ellos son así: impulsivos e irreflexivos por naturaleza. Jayce es un año mayor que yo,
Oliver, dos años menor, y el primero suele dejarse llevar a menudo por las locuras del segundo.
—Yo creo que es mejor así, ya sabes que no soy partidario de esta locura —dice Will, dando un trago a
su whisky.
William, o Will, como lo llamamos nosotros, es el hermano mayor. Siempre ha sido el hermano centrado
y maduro: se licenció con honores, se casó con Layla, su novia de la universidad, y a los dos años tuvo una
hija, Faith. Parecía que llevaba una vida modélica, sin embargo, hace tiempo que su matrimonio se
mantiene en la cuerda floja. Layla y Will están separados y no viven juntos, aunque oficialmente aún no se
han divorciado. Van a terapia de pareja con la esperanza de que eso mejore su relación, pero la cosa no
parece funcionar. Sé que Will lo está pasando muy mal, sobre todo por Faith que sufre con la situación,
pero no hay nada que pueda hacer para aliviar su malestar. Todos sabemos que es cuestión de tiempo que
Will y Layla pongan fin a su matrimonio, y esta certeza ha agriado su carácter afable y tranquilo.
—Ya, ya sé que tú no lo ves bien. Pero yo sigo pensando que esto es la mejor solución dada mi situación
personal —digo obviando la expresión de reprobación de su rostro—. Y Lucy Cooper es perfecta en todos
los sentidos. Necesito conseguir que cambie de opinión, pero no sé por dónde empezar.
En este momento la puerta de mi despacho, un cubículo acristalado como una enorme pecera, se abre y
Claire, la secretaria de Oliver, entra por ella.
—Oliver, ¿recuerdas que tienes una reunión con Timothy Brown a las siete? —pregunta fijando su
mirada en él tras saludarnos.
—Sí, lo sé, ahora iré. —Claire hace ademán de marcharse, pero Oliver la llama haciendo que vuelva a
girarse para mirarlo—. Tú eres una mujer.
—Oh. —Claire agranda los ojos, unos ojos azules que ya de por sí son enormes—. Está bien que hayas
reparado en eso después de cinco años trabajando para ti.
—No, joder, lo que quiero decir es que puedes aportar un punto de vista femenino a lo que estamos
hablando. Acércate.
—¿Y qué pasa con Brown? —pregunta mirando por encima de su hombro a un tipo trajeado que espera
fuera.
—Serán solo unos minutos. Además, Brown es un muermo. Cuanto más tarde empiece la reunión, mejor.
Claire le mira entrecerrando los ojos, y se acerca a nosotros contoneando las caderas que, bajo el
vestido ceñido de color gris oscuro que lleva, resaltan poderosamente. Cualquiera que no la conociera
pensaría que se mueve de esta manera con intención de acaparar nuestras miradas, pero no es así. Claire
siempre camina de esta manera, como si danzara. Es delgada, tiene unas piernas larguísimas y una
melena rubia que recoge en moños apretados con elegancia. Cuando Oliver la contrató hace cinco años
creí que duraría dos telediarios en la empresa, pues Oliver es incapaz de resistirse a una mujer preciosa y
Claire lo es. Estaba convencido de que conseguiría meterla en su cama y que, por tanto, eso sería el final
de su relación laboral. Pero no fue así. Por lo visto, Claire es una secretaria increíblemente competente y
Oliver decidió reprimir sus impulsos con tal de mantenerla.
—A ver, ¿cómo puede ayudaros mi sabiduría femenina? —pregunta usando el tono irónico y
condescendiente que suele usar a menudo con nosotros.
Oliver le explica mi caso como si estuviera exponiendo una defensa frente a un jurado popular bajo su
atenta mirada.
—Nuestra pregunta es: ¿crees que es posible que esa chica cambie de opinión?
—Bueno, según has dicho, ella no aprueba el estilo de vida de Aiden. Es posible que tenga una idea
preconcebida de él, así que veo difícil que recapacite su decisión.
—¡Pero es un MacKinnon! —exclama Jayce, incrédulo.
—¿Y qué? Sé que esto os sorprenderá, pero existen mujeres inmunes a los encantos de los MacKinnon.
Miradme a mí. —Se señala a sí misma—. No sois tan irresistibles como os creéis.
—Eso ha dolido —dice Jayce llevándose una mano al corazón como si le hubiera atravesado el pecho con
un puñal.
—Entonces —prosigo yo—, ¿crees que es imposible convencerla?
Claire tarda en responder, reflexionando la respuesta.
—No lo sé, es difícil saberlo sin tener más datos. Pero dado que eres uno de los abogados más
importantes y astutos de la ciudad, ¿por qué no usas tu capacidad de persuasión con ella? Hasta donde yo
sé, Aiden MacKinnon nunca da un caso por perdido, por mucho que la cosa pinte fatal.
Me froto el mentón, pensativo, y asiento. Sí, tiene razón. Antes me ha pillado con la guardia baja, ni
siquiera me ha dejado defenderme de sus acusaciones, pero aún estoy a tiempo de cambiar eso.
—Voy a hacerte caso. Volveré a hablar con ella.
Claire sonríe satisfecha de haberme ayudado y pregunta, con ojos curiosos:
—¿Por qué ella? Podrías tener prácticamente a cualquier mujer, ¿qué tiene de especial esa chica?
Mis tres hermanos me miran intrigados a la espera de mi respuesta.
Yo me limito a encogerme de hombros.
—Todavía no lo sé, pero pienso descubrirlo.
Para ser sincero conmigo mismo, no sé muy bien qué me empuja hacia Lucy. Sé de sobras que podría
elegir cualquier otra candidata igual de aceptable, pero algo en mi fuero interno quiere que sea ella, Lucy,
la madre de mi hijo. Quizás esta necesidad nazca de mi ego herido, poco acostumbrado a que me digan
que no. Quizás sea porque me gusta conseguir lo que quiero, y la quiero a ella. Quizás vea a Lucy como
una especie de desafío, y no hay nada que me guste más que un buen desafío. O quizás esté obcecado con
ella porque hay algo en lo más profundo de mi ser, una especie de magnetismo invisible, que me pide
volver a verla. Suena absurdo, lo sé. Nos conocemos de unos minutos. Pero la vida tiene estas cosas. Hay
minutos que pueden acabar decidiendo el transcurso de una vida entera. ¿Y si los minutos que he pasado
con Lucy son decisivos para la mía ?

No te enamores de un MacKinnonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora