Capítulo 20.

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— ¿Puedes mostrarme tu espalda?

El pequeño alemán de lentes miró a la enfermera, sabía que querían ayudarle pero era la primera vez que alguien vería su lastimado cuerpo, claro aparte de su hermano. Elevó su mirada hacia el mexicano, quien asintió dándole una pequeña sonrisa. Se levantó de la cama donde estaba y, todavía con duda, fue quitando los botones de su camisa y se la retiró. México hizo una mueca de desagrado al verlo, solo eran niños inocentes, ¿Por qué Reich descargaría su enojo en ellos, siendo sus propios hijos?

—Cariño, ¿podrías decirme cómo te hiciste estas heridas? —Preguntó la dulce enfermera. Alemania sintió el algodón ardiente pasar por su espalda, lo que lo hizo brincar de dolor.

—Mi hermano y yo intentamos alimentar a uno de los que estaban en la celda. —se detuvo mientras dejaba salir otro quejido de dolor, la carne alrededor de su larga herida estaba en muy mal estado. Una pequeña lágrima se asomó por su ojo. — Se veía muy mal, incluso más que los que estaban ahí. Padre no nos golpeaba, pero desde que nos descubrió se hizo más...

—Malo. —Completó su hermano. Ambos se miraron. Reich no era un padre amoroso, pero tampoco era uno horrendo. Les llenaba de juguetes, comida, incluso les enseñó a pintar y les dio la mejor educación que le fue posible. Pero cuando descubrieron las atrocidades que cometía fue que comenzó la pesadilla.

Ellos trataron de decirle a su padre que tenían miedo, que era un buen hombre y les dolía lo que le hacía a los demás. Pero el adulto nunca los escuchó, creyó que quizá comprando más juguetes y recompensas para sus hijos olvidarían lo que todos los días estaban obligados a escuchar y vivir. La primera vez que alzó la mano contra el pequeño alemán de lentes fue cuando este intentó convencer a su padre de llevarles comida, el nazi soltó una bofetada y le recriminó la compasión que sentía hacia "esos asquerosos esclavos".

No los golpeaba todos los días, pero las pocas veces que lo hizo, pudieron sentir la verdadera furia de su padre. Él no era así, el hombre que reía con ellos y llegaba a alejar a los monstruos de sus pesadillas había desaparecido y se había convertido en un monstruo aún peor, tan desconocido, se había convertido en un asesino que por momentos no podía reconocer a sus propios hijos. Le temían y siempre que escuchaban sus fuertes pisadas se escondían debajo de la cama y temblaban, deseando que no los estuviera buscando, aunque sus intenciones no siempre fueran las de golpearlos o gritarles. Cuando Urss los encontró ellos se habían escondido pensando que era su padre, además intimidados por el sonido de estallidos de arma en su jardín.

México les dio una suave caricia a sus cabecitas para calmarlos, en ese momento entró a la habitación otra enfermera, el mexicano rápidamente avanzó a ella.

— ¿Despertó ya? ¿Puedo verlo?

La enfermera no pudo evitar mostrar un gesto desanimado y asintió, permitiéndole pasar a ver al austriaco. México entró a la enfermería donde lo tenían, ahí estaba recostado su dulce amor. Se acercó lentamente, habían pasado años y ciertamente su apariencia había cambiado, pero era él. Era Austria, el hombre que era dueño de sus suspiros y llantos cada noche que había soportado estar sin él a su lado. Se paró a su lado y tomó entre sus manos una de las de él.

—Me asustaste, pensé que no volvería a verte.

La enfermera miraba con tristeza la escena, el austriaco no despertaba aún, sus ojos rodeados de bolsas violáceas que servían de ojeras estaban cerrados, sus labios resecos y casi sin color se mantenían cerrados, su cuerpo con clara desnutrición descansaba sobre el suave colchón, lleno de moretones, heridas que por fin habían sido tratadas, cicatrices. El de sangre azteca acercó una silla y se sentó a su lado, sin soltar siquiera un segundo su delgada mano.

Quédate conmigo. [ México x Austria ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora