Capítulo 4.

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—¿El chico con el que hablablan Namjoon y tú es el nuevo miembro del equipo? —preguntó Roseanne según efectuaba el saque con una desenvoltura que le había costado años perfeccionar.

—Sí. El nuevo chico de la piscina —dijo Jennie al tiempo que devolvía la pelota.

—¿Intentas hacerme creer que no sabes cómo se llama? —Roseanne golpeó la bola—. ¿Tú, Kim Jennie, la que lo sabe todo?

Jennie falló un revés. Se encaminó hacia la pelota, que había caído junto a la valla, con tranquilidad.

—Se llama Min Yoongi.

—Es guapo —comentó Roseanne.

—Es un molesto.

Si la hubieran presionado, Jennie habría reconocido que lo consideraba atractivo. Y su facilidad para comunicarse con Jungkook también le llamaba la atención. Pero Min Yoongi emanaba algo que la desestabilizaba un poquito. Y esa sensación no le gustaba nada de nada.

—¿Sabes cuál es tu problema, Jennie?

—Dígamelo, por favor, señorita Park —la invitó Jennie, que hacía rebotar la pelota contra la raqueta.

—Que te precipitas en tus conclusiones. Puede que te haya parecido un molesto a primera vista. A veces hay que mirar a los chicos dos veces para ver su verdadero fondo.

—¿Como al joven señor Kim?

Jennie apuntó con la raqueta a la entrada del complejo, que en ese momento cruzaban Kim Seokjin y su madre.

—Ay, Seokjin... —Cuando lo vio, el talante vivaracho de Roseanne se derritió como un caramelo al sol—. Parece aún más ensimismado que el verano pasado, ¿no crees?

—Si por ensimismado se refiere a que tiene la cabeza en las nubes...

A Jennie, Seokjin le recordaba a un poeta romántico del estilo de Byron y Shelley. Exhibía una mirada atormentada, un atuendo perpetuamente arrugado y un aire de melancólica inocencia, combinado con una absoluta falta de contacto con el mundo exterior. Ahora lo veía haciendo esfuerzos por arrastrar un carrito cargado de libros por la acera sin que se desviase al jardín. Llevaba el pelo alborotado, las gafas torcidas y los cordones desatados.

Jennie sabía que no se le podía reprochar, no demasiado, porque su madre no era mucho mejor. La doctora Kim, que lo seguía de cerca con un libro electrónico en la mano, apenas se las arreglaba para no tropezar con nada mientras leía. Exhibía también el pelo alborotado, la ropa igual de arrugada. Pero si bien Seokjin se gastaba aires de poeta romántico, su madre parecía más bien una estirada profesora de alguna universidad privada que apenas veía la luz del sol, es decir, exactamente lo que era. Cada año, el señor Kim enviaba a su esposa y a su hijo al Hotel del Arte a pasar el verano, y Jennie entendía perfectamente que él optara por quedarse en casa.

—Seokjin, querido —lo llamó la doctora Kim sin apartar los ojos del libro electrónico—. Dada la categoría superior de De bello Gallico de César, no entiendo que bases tu plan de estudios de latín para el verano en esa bobada sentimental de Virgilio.

—Porque, madre —alegó Seokjin, que seguía tratando de arrastrar su carro más allá de la pista de tenis—, me interesa más el alma del lenguaje que su contenido político.

—¿Lista para el saque, señorita Park? —preguntó Jennie con un atisbo de impaciencia.

Roseanne salió del trance y, con un enorme esfuerzo, recogió sus trocitos de caramelo derretidos para devolverles la forma de una atractiva heredera.

—Sí, claro. Cuando quieras.

Sin embargo, en el preciso instante en el que Jennie lanzaba la pelota, el carro de Seokjin tropezó hacia delante y los libros cayeron por toda la acera como una baraja de cartas en latín.

—¡Oh, no!

La suave voz de Seokjin atrapó la mirada de Roseanne justo cuando la pelota de tenis llegaba a su altura. En lugar de contactar con su raqueta, la pelota contactó con la cabeza de Roseanne, que cayó en la pista como un fardo en absoluto vivaracho.

—¡Roseanne!

Jennie saltó la red y corrió a su lado.

Seokjin se volvió al oír el nombre.

—¡Señorita Park!

Sorteó los libros a trompicones y se enredó con un ejemplar de la Eneida antes de recuperar el equilibrio y encaminarse hacia Roseanne a toda prisa.

Jennie ayudó a su amiga a sentarse y le examinó la marca roja de la frente.

Cabía la posibilidad de que Jennie, un pelín molesta por el inagotable interés que su compañera dispensaba a Seokjin, hubiera sacado con demasiada fuerza. Un minúsculo chichón asomaba a la frente de Roseanne.

El muchacho estaba plantado junto a ella con aire patoso, retorciéndose las manos.

—¡Señorita Park! ¿Se encuentra bien?

Roseanne abrió los ojos. Sus sonrosados labios esbozaron una dulce sonrisa cuando dijo:

—Por favor, Seokjin. Llámame Roseanne.

—Ro-se-anne. —El joven separó cada sílaba como si estudiara una pieza orquestal, sección a sección, con el fin de averiguar de qué modo encajaba en un todo hasta crear un sonido tan hermoso—. Roseanne...

—¿Sí, Seokjin? —preguntó ella sin aliento.

—Me alegro de que te encuentres bien.

Y salió por piernas.

Roseanne suspiró.

—Puede que yo no le guste, al fin y al cabo.

Estaba tan acostumbrada a que todo el mundo le demostrara afecto, que nunca había perfeccionado el arte de detectar señales más sutiles.

—No creo que sea eso —opinó Jennie.

Roseanne frunció el ceño y, aun conmocionada ligeramente y enfurruñada, se las arregló para conservar su talante vivaracho, lo que demuestra la utilidad de años de práctica y compromiso.

—Solo lo dices para que me sienta mejor.

Jennie miró la amoratada frente de Roseanne y la embargó un pequeño sentimiento de culpa.

—Le diré lo que vamos a hacer. Para compensarle por el pelotazo, ¿quiere que lo averigüe?

Right there | blacktanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora