capítulo dos

7 1 3
                                    

Fuimos a celebrar el final de curso a aquel bar de barrio tan hogareño, que tantas veces nos había dado de cenar a horas intempestivas. El menú solía ser casero, al igual que el licor de aguardiente, sello distintivo de la casa. Mi cabeza daba vueltas y me agobiaba un poco pensar que tenía que despedir a dos amigos.
- No te pongas así Rebeca -me dijo Paul- sabes que en Aberdaron tienes tu casa cuando quieras.
- Te tomo la palabra Paul, tengo ganas de practicar mi inglés. -contesté sonriendo, a lo que ellos respondieron con una sonora carcajada. Era obvio que los chicos no creyeron que pudiese mejorar mi pronunciación.
El dueño de la tasca empezaba a bostezar con los ojos entreabiertos detrás de la barra y decidimos que era hora de dejarle cerrar.
- Jefe! -gritó Paul- traiga la cuenta, va siendo hora de desalojar el local.
- Ya era hora chicos -contestó agradecido- llevo unos días bastante ajetreados y necesito descansar.
Paul sacó su inagotable tarjeta de crédito y se hizo cargo de todo. Pensamos en aprovechar la noche, terminar los restos de alcohol y drogas que había en el apartamento. Fue un año bastante disparatado a base de noches interminables de estudio, días repletos de clases y momentos de ocio llenos de exceso. Pero esa noche debía marcar un punto final de esa vida de estudiante.
La casa estaba bastante recogida, quizás porque Jim, hacía las veces de sirvienta alérgica a la suciedad y el desastre.
Paul se acercó a servir unos chupitos de tequila, Jim puso la banda sonora, aquel mítico y psicodélico álbum de los Doors, mientras yo rebuscada en los bolsillos algo de material. Cuatro pastillas y una bolsita de marihuana, era todo lo que quedaba.
Hablamos, bailamos, reímos. Las luces se hicieron tenues y los sonidos que llegaban a mis oídos parecían estar amortiguados por alguna extraña fuerza. Veía colores, sinfonía de colores y llamas ardiendo a mi alrededor. Un calor sofocante, que hizo que me desprendiera de casi toda la ropa, apenas sin darme cuenta. Los chicos sudaban, mientras bailaban para mí y volaban las camisetas al aire, como un cowboy hace con el lazo. Me levanté del sillón, atraída por sus torpes y graciosos bailes. Me puse entre los dos y mientras rozaba mi trasero contra Paul, me lancé a los labios de Jim, buscando su lengua para disipar mi sed. Mil manos tocaban mi cuerpo de principio a fin, mil sensaciones que  empapaban mis instintos y me hacían desear más. Esa noche descubrí el placer de tener dos hombres entre mis piernas, dos lenguas recorriendo cada poro de mi piel, dos amantes lascivos, que ponían todo su empeño en darme placer, en sacar de mi boca gemidos y jadeos que certificaran lo evidente, en hacer que mi cuerpo convulsionara poseída por el éxtasis. Esa noche descubrí que no sólo un Adonis tiene todo lo que una mujer necesita...

La brumaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora