14. Conociéndote

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Caminábamos por las calles de la ciudad sin pensar en nada más que en nuestra compañía. A mí se me dificultaba iniciar plática, sobre todo con él, debido a mis nervios; pero con Rengoku la plática salía porque sí. Él comenzaba a preguntarme sobre mi día, sobre las clases, y de ahí todo se desenvolvía con una facilidad asombrosa.

Era la primera vez que charlábamos más de media hora, y debo mencionar que era una sensación sumamente agradable: hablar con él era divertido e interesante. No había silencios incómodos, la plática fluía con suavidad y nos dábamos cuenta de varios gustos en común que teníamos, sobre todo con el uso de la espada.

Por primera vez pude hablar de mi padre y sus enseñanzas de esgrima con alguien que no fuera mi madre. Le conté cómo era la manera efectiva, pero graciosa, de enseñar de mi papá; cuando nos reuníamos en parques para hacer florituras y lo mucho que disfrutaba esos momentos.

«¡Tu padre suena como alguien increíble, Dai!», alababa Rengoku, mientras caminábamos por el centro, donde había muchos locales de comida y puestos de dulces y pasteles.

En esa charla, Rengoku me contó sobre su hermano pequeño y lo mucho que lo quería. Conocí un poco sobre su fallecida madre y algo de su día a día. Habló sobre su hogar, que era una casa tipo antigua japonesa, y lo mucho que le gustaban sus jardines. Eso sí, jamás mencionó o habló de su padre.

La charla iba evolucionando así, tanto, que seguimos caminando sin dirección, solo dando vueltas por el centro de la ciudad. Hasta que un pequeño retortijón sonó. Yo me sonrojé, rezando porque no hubiera escuchado nada mi acompañante, pero lo hizo...

—¡Oh! ¡Lo lamento, Dai! No me di cuenta de la hora, estaba muy a gusto hablando contigo —se disculpó, observando su alrededor—. ¿Qué te gustaría comer? ¡Tenemos muchas opciones para escoger!

—No quiero dar molestias, en serio. Podemos comer algo, pero no dejaré que gastes en mí...

—Dai, por favor. Es una cita y quiero invitarte el día de hoy. Déjame hacerlo.

Yo sonreí, avergonzada, pero asentí, incapaz de negarme ante esa sonrisa, mi sonrisa favorita.

—Veamos, hay un restaurante italiano por allá, creo que pasamos algunos de filetes y allí hay más para escoger —decía, observando su alrededor.

Entonces un sonido de algo friéndose llamó nuestra atención: era un pequeño puesto donde estaban preparando takoyakis. Se veían deliciosos e invitantes.

Entonces fue el turno del estómago de Rengoku para hacer un ruido sonoro. Él solo rio.

—¿Te gustan los takoyaki? —pregunté, sintiendo que el hambre me invadía de repente.

—¡Sí! ¿A ti?

Ambos compartimos una sonrisa, asintiendo, para acercarnos al puesto, decididos a comer esas delicias.

Después buscamos una pequeña banca donde sentarnos y comenzar a comer. Al parecer era costumbre de Rengoku decir: «sabroso» en cada bocado que daba. Llamaba mucho la atención de la gente, pero a mí me gustaba.

Me había dado cuenta de algo importante sobre la personalidad de Rengoku: a primera vista, viendo solo la «capa» más banal de su personalidad, podría parecer alguien raro y gritón, pero no era el caso. Si te tomabas el tiempo de conocerlo y prestarle atención (algo que yo hacía bastante bien) era una persona que simplemente disfrutaba todo lo que hacía; hasta comer un simple takoyaki lo hacía feliz, agradecido de estar viviendo ese momento.

Ahora tenía más sentido su visión de la justicia, su afán de ayudar a todo el mundo. Rengoku Kyojuro tenía el corazón más grande y brillante que había visto en cualquier persona.

Encontrándome entre las llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora