11. Los vestidos nuevos del Emperador

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Pues resulta que en aquel reino todo andaba manga por hombro, o sea, que todo iba mal. ¿Y sabéis por qué? Pues porque el Emperador, que era el que más mandaba, no se preocupaba de nada. Algunas veces el Primer Ministro iba y le decía:

- Señor, la gente no está contenta porque escasean los alimentos y casi no tienen que comer.

- ¡Bueno -contestaba el Emperador- no puedo hacer nada! Si no tienen para comer, que trabajen.

- Pero Señor, ¡Es que tampoco tienen donde trabajar!

- Bien, bien; pues arréglatelas como puedas porque yo no tengo tiempo para esas bobadas. ¡Y vete, que tengo que probarme un precioso traje nuevo!

Los sastres del reino se esforzaban por cortar los más bellos trajes para el Emperador, pero éste nunca estaba contento, siempre exigía que sus vestidos fueran los mejores.

Hasta que un día llegaron a la capital del reino del hombre con muy mala facha. En la posada donde se alojaban para pasar la noche, notaron que las gentes estaban con las caras largas y de mal humor. Uno de los hombres preguntó al posadero:

- Dime, buen hombre: ¿Qué pasa en este reino, que todos sus habitantes están tan preocupados y de mal humor?

- Nada -contestó el posadero- que nuestro Emperados sólo piensa en sus trajes mientras tanto todo marcha mal. El Emperador es un presumido; quiere tener los mejores vestidos y no hace más que mirare al espejo. ¿No es una desgracia?

El hombre miró a su compañero y de repente se le ocurrió una idea: ¡Se harían pasar por sastres y harían una fortuna con ese Emperador! Y como sin querer, dijo:

- Pues nosotros somos sastres. ¡Y de los mejores! Nadie es capaz de hacer lo que hacemos nosotros dos. Claro que...

- ¡Sigue, sigue! -dijo el posadero, pensando en que si aquellos dos sastres eran tan listos, a lo mejor podían satisfacer a su Emperador.

- Es que nuestros vestidos los hacemos con un hilo y unas telas especiales. Tan especiales que solamente las personas inteligentes pueden verlos.

Así quedó la cosa. Al día siguiente el posadero contó a sus amigos lo buenos que eran aquellos dos sastres y la voz fue corriéndose por toda la ciudad hasta que llegó a los oídos del Emperador.

- ¡A ver -ordenó-. que vayan a buscar a esos sastres inmediatamente; veremos si son tan buenos como dicen!

El Primer Ministros corrió a la posada y comunicó la orden a los dos hombres. Estos, frotándose los manos, fueron a Palacio y se entrevistaron con el Emperador.

- ¿Y cómo son esos vestidos que sabéis hacer? -les preguntó.

- Pues verá usted, majestad: son trajes hechos con hilos de oro y plata; las telas que tejemos nosotros mismos son de rico brocado, con dibujos que deslumbran por su belleza. Y sientan tan bien estos vestidos que el que los lleva parece que ha nacido con ellos puestos.

- ¡Qué maravilla! -dijo el Emperador-. Pues... ¡Hala, os ordeno que sin perder tiempo, me hagáis media docena de esos vestidos, que tendrán que estar terminados para el día del Gran Desfile!

- A sus órdenes, mejestas, pero... Ya sabéis que nuestros vestidos sólo pueden verlos las personas inteligentes.

- ¡No hay problema! Yo soy muy inteligente y mis ministros también. ¡Todos veremos vuestros vestidos!

- Es que además -añadió el otro hombre- necesitaremos bastante hilo de oro y plata, varios cofres de perlas y otro lleno de monedas de oro y plata para comprar lo necesario.

Cuentos de un libro antiguoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora