12. Los tres lenguajes

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Érase una vez un viejo conde que tenía un único hijo. Éste resultó ser bastante distraído e incapaz de aprender las lecciones, por lo que, siendo ya un buen mozo le dijo  su padre un día:

- Escucha, hijo, ni yo ni nadie del castillo hemos conseguido meterte nada en la cabeza. Así que he decidido entregarte a un famoso maestro, a ver si él consigue enseñarte algo.

De modo que el joven fue enviado a una lejana ciudad donde permaneció junto al maestro durante todo el año. Transcurrido ese tiempo, regresó al castillo de su padre y el conde le preguntó:

- Y bien, hijo mío, dime lo que has aprendido.

- He aprendido cómo ladran los perros -contestó el joven entusiasmado.

- ¿Eso es todo? ¡Válgame el cielo! -gritó el padre-. Tendré que enviarte con otro maestro a otra ciudad.

De nuevo el joven fue llevado a otra ciudad distinta, y allí, en la casa de su nuestro maestro permaneció por espacio de otro año, pasado el cual, volvió de nuevo junto a su padre.

- Veamos, hijo mío -dijo esta vez el conde-, ¿Qué es lo que has aprendido?

- Pues verás, padre -contestó el muchacho-, he aprendido el lenguaje de los pajaritos.

Esta respuesta hizo que el padre estallase de fueria y comenzase a dar patadas en el suelo diciendo:

- ¡Oh, desdichado! ¡Has vuelto a perder todo un año sin aprender nada! ¿No te da vergüenza ponerte ante mi vista?

Unos días después el conde tuvo conocimiento de otro maestro de mayor fama que los dos anteriores, por lo que decidió hacer el último intento por que su hijo aprendiera algo.

- Voy a enviarte con un tercer maestro, el más celebre de todos -dijo-, pero si esta vez no aprendes nada, dejarás de ser mi hijo.

Otra vez el joven permaneció otro año entero con el tercer maestro, y cuando volvió a su castillo, el padre, que le esperaba lleno de angustia, le preguntó:

- Hijo mío, ¿Qué has aprendido?

El hijo estuvo un buen rato en silencio. Luego contestó:

- Padre, este año he aprendido el lenguaje de las ranas. Ahora puedo saber lo que dicen cuando croan.

El conde se puso rojo de ira, se mesó furiosamente los cabellos y se tió de las barbas antes de gritar:

- ¡Fuera de mi vista! ¡Has dejado de ser mi hijo!

Luego, dirigiéndose a sus servidores les ordenó:

- Llevaos a este extraño fuera de mi castillo y abandonadle en mitad del bosque para que sea devorado por las fieras.

Varios guardios se lo llevaron en dirección al siniestro bosque, pero una vez allí tuvieron compasión del ingenuo muchacho, y en vez de abandonarlo en la espesura le indicaron un camino fácil por donde podía seguir sin peligro.

Tras agradecer a los soldados su benevolencia, el joven comenzó a caminar, y así estuvo mucho tiempo, alimentándose de raíces y de frutos silvestres

Un atardecer, mientras descansaba en la orilla de una charca, escuchó atentamente el croar de las ranas, gracias al cual supo que muy cerca de allí se hallaba un castillo. También oyó que las ranas hablaban de unos terribles perros salvajes que todas las noches sembraban el terror en la comarza, atacando a hombres y animales y devorándolos sin compasión.

Esa misma noche se presentó en el castillo del cual hablaban las ranas, donde solicitó que le dieran alojamiento. Al ver que todos los habitantes parecían tristes y atemorizados, el joven preguntó la razón. Entonces le volvieron a repetir la misma historia de los perros salvajes que ya había escuchado junto a la charca.

- Es una jauría infernal -le informó el dueño del castillo, un amable anciano que también poseía el título de conde-. Nadie sabe de dónde salen ni dónde se esconden durante el día. Sólo sabemos que atacan ferozmente a cualquiera que se cruce en su camino y que se reúnen en un viejo torreón deshabitado.

Entonces el joven, tras meditar unos instantes tomó una desición:

- Creo que esta noche voy a hacerles una visita.

- ¡Estas loco! -exclaó el castellano-. ¡Te devorarán en un santiamén!

- Espero que no. Sólo os pido que me deis unos pedazos de carne para echárselos.

Poco después, ya en plena noche, el joven dirigó sus pasos hacia el siniestro torréon los perros no le ladraron, meneraron sus rabos en señal de amitad y comieron la carne que les dio. Esa noche los perros no abandonaron su guarida ni atacaron a nadie.

A la mañana siguiente, y ante la admiración de todos, el joven se presentó sano y salvo en el castillo y, tras pedir entrevistarse con el conde, dijo:

- Los perros me han contado en su lengua la razón de que estén aquí y causen tanto daño. Están hechizados, oblihados a vigilar un gran tesoro que está oculto en el torreón. Y por culpa del hechizo no dejarán de ser salvajes mientras el tesoro permanezca allí.

- ¡Oh, ésa es una noticia asombrosa! -dijo el dueño del castillo-. ¿Pero cómo haremos para encontrar el tesoro?

- Por lo que he deducido de su conversación, creo que sabré localizarlo -dijo el joven.

- ¡Eso sería fabuloso! -exclamó el conde-. Y delante de todos mis súbditos te prometo que si consigues que este asunto acabe felizmente te tomaré como si fuerzas mi propio hijo.

Provisto de algunas herramientas, el joven volvió a dirigirse al torreón. Y como sabía por dóndo debía buscar el tesoro enterrado, al cabo de unas horas de trabajo encontró un gran arcón repleto de hasta arriba de joyas y monedas de oro.

Corrió de nuevo al castillo para comunicar su hallazgo. Y la alegría de todos por la aparición de tan fabulosas riquezas, se vio incrementeda aquella misma noche cuando por primera vez dejó de oírse el aullido de los perros y todos supieron que la amenaza habpia desaparecido para siempre. 

En cuanto al anciano conde, cumplió su promesa y adoptó al joven como hijo propio, dándole todos los honores, rango y riquezas que por su título le correspondian.

Sin embargo, no habían terminado aún las aventuras del extravagante muchacho. Al cabo de un tiempo tuvo deseo de visitar la capital del reino y hacia allá que se puso de camino a lomos de un magnífico caballo. Pero estando ya a las puertas de la ciudad un triste doblar de campanas le sobrecogió el corazón. Aquello sólo podía significar una cosa: el rey, que llevaba mucho tiempo enfermo, acababa de morir.

Todo el mundo estaba preocupado e inquieto en la capital, y los que más los nobles y los obispos. El rey había muerto sin dejar hijos o familiares que le sucediesen en el trono, y todo hacía temer que las ambiciones desatadas de algunos señores poderosos provocaran una guerra para hacerse con la corona real.

Reunidos urgentemente los miembros del clero y de la nobleza se pusieron de acuerdo para elegir como rey a aquel en el que se hiciera visible una señal divina. Y sólo hacía unos minutos que habían tomado esta decisión cuando el joven conde llegó a las puertas del palacio real, y, en ese momento, una bandada de blanquísimas palomas que habían pertenecido al difunto rey volaron como centellas para ir a posarse sobre sus hombros y sus manos.

Todos reconocieron en eso la señal divina y rápidamente fueron a preguntar al joven noble si quería ser rey. Se lo preguntaron a bocajarro, pero como entretanto  las palomas ya le habían informado de lo que pasaba, el joven no se sorprendió de la pregunta:

- Y bien ¿Qué contestáis? -le apreciaron.

El joven dudaba, pero las palomas junto a su oído acabaron de convencerle, por lo que finalmente contestó

- Acepto.

El joven estaba preocupado porque su falta de estudios era un obstáculo para desempeñar las funciones de un rey, pero las palomas, que sabían todos los secretos del palacio y del gobierno del país, le habían convencido de que aceptase prometiéndole su ayuda.

Y así sucedió en efecto. Y cuentan las crónicas que el "Rey de las palomas" fue el mejor de cuantos monarcas tuvo aquel país.


Cuentos de un libro antiguoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora