Capítulo 10

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Nunca había visto aquella expresión en su cara. 

Tina estaba que se comía las uñas. Le intrigaba. Le intrigaba saber el por qué de la preocupación en el rostro de Ross. Ya estaba en su casa. Su madre había ido por ella, y como había pensado, la volvió a interrogar sobre por qué se había ido con Ross, pero quién sabe cómo es que hizo para que la dejara en paz. 

Había querido ir a la casa de Ross para saber qué había pasado, pero se encontró con la sorpresa de que no estaba ni él ni su madre. Menos su padre. Y ella estaba aburrida. O tal vez no quería admitir que estaba un poquito preocupada. 

Tina estaba viendo la televisión cuando el sonido del teléfono de la casa la desconcentró de la película que estaba viendo. Ella no se paró a contestar porque ya sabía que su madre iría. Y así fue. Cuando su mamá tomó el teléfono en manos y lo puso en su oído, frunció el ceño algo confundida. 

—¿Quién? —dijo su madre. Después se quedó en silencio mientras pensaba un momento, y después su cara se transformó. Una sonrisa apareció en su rostro y los ojos le brillaron—. ¡Hola! ¿Cómo has estado? 

Tina rodó los ojos y volvió su atención a la película. Le empezó a irritar la voz alegre de su madre. Estaba más que entusiasmada y Tina se daba cuenta de las miradas furtivas que le mandaba ella. Tomó el contról de la televisión y la apagó. Después fue a la cocina y sacó el jugo de naranja. Ya casi no había. 

Bebiendo tranquilamente mientras veía por la ventana de la cocina, como si hubiera sido parte del destino, el auto de Ross apareció en la calle y se estaionó fuera de su casa. Tina abrió la boca y se quedó congelada. Lo vio bajarse del auto apurado y después abrió la puerta del copiloto. De ahí se vio que estaba Gisselle. Ella le sonrió y Ross la ayudó a bajar. Tina no supo por qué pero dejó a un lado el vaso con jugo y salió de su casa. 

Cuando estuvo afuera, aún seguía confundida, pero sus pies seguían avanzando hacia Ross, que ayudaba a Gisselle a caminar con cuidado. Llegó donde estaba él pero no supo qué hacer. Ross se dio cuenta de la presencia que estaba detrás de él y giró la cabeza. La miró con los ojos abiertos por encima de su hombro. 

—¿Tina? 

Gisselle también volteó la cabeza y le sonrió con amabilidad. 

—Hola, Tina —dijo en un débil susurro. Después hizo una mueca como de dolor y Ross la sostuvo con más fuerza. 

—Está bien, mamá —le dijo con el ceño fruncido—. Primero deja que te lleve adentro.

Gisselle asintió y Ross le hizo una seña a Tina para que lo siguiera. Tina dudó un poco, pero al final se puso al otro lado de Gisselle y le sostuvo el brazo. Ella le volvió a sonreír. Juntos subieron las escaleras de la casa de Ross y dejaron a su madre en la cama para que descansara. Él apagó la luz y los dos salieron con cuidado. Cuando estuvieron afuera de la habitación de Gisselle, Ross se llevó los dedos a la cabeza y se recargó en la pared. 

—¿Qué ha pasado? —preguntó Tina—. ¿Por qué tu madre está así? 

Ross tardó unos momentos en dejarse de tocar la cabeza y la miró con seriedad. Le hizo una indicación de que guardara silencio y la guió por el pasillo hasta su habitación. A Tina le dio escalofríos el silencio que había en la casa. En la suya nunca había paz. 

Él caminó hasta su cama y se sentó, con la espalda contra la pared. Ya estaba anocheciendo pero no le importó encender la luz. Tina se rascó el brazo y se quedó ahí parada frente a Ross. 

—Esto siempre pasa —le dijo él—. Cada que tiene un embarazo se pone mal. Incluso ha llegado a abortar —suspiró—. Mi madre es muy débil, pero siempre había querido una familia grande. ¿En qué piensa? 

Tina frunció el ceño y se dejó el brazo en paz. 

—¿A qué te refieres con que siempre pasa? —volvió a interrogar—. ¿Ha tenido más embarazos además del tuyo? 

Él asintió. 

—Ha tenido tres. Cuatro, contándo éste —le respondió—. Yo fui el segundo y apenas lo logré, ¿sabes? 

Tina se quedó con la boca abierta pero se quedó sin palabras. De pronto los ojos de Ross dejaron de brillar como de costumbre, pero aún seguían igual de hermosos. No quiso preguntar nada más y entonces pensó lo peor. Pensó en sobre qué habría pasado si Ross no hubiera nacido. Si nunca hubiera estado ahí. Si nunca hubiera tenido amigos, el fútbol, ni siquiera una casa ni nada. Se sintió muy mal. 

—Lo siento —se sentó a su lado y recargó la espalda en la pared como hacía él—. Debes de estár pasándola muy mal. Y tu madre también. Y, bueno, toda tu familia, ¿no? 

—No creo que toda mi familia se esté sintiéndo mal. Apuesto a que ya olvidaron que está embarazada. 

—Ross, no pienses así. 

—¿Cómo no pensar así si es la verdad? —le dijo mirándola a la cara—. Mi familia no piensa en nadie más. Solo en ellos, entiende. 

Desvió la mirada de ella. Tina quiso decir otra cosa, pero no se le ocurría nada. No podía siquiera entenderlo porque nada similar le había pasado antes. Pero sí podía saber que estaba triste. Pero ¿qué podía hacer? ¿Abrazarlo y decirle que todo iba a estár bien? Pensó que lo mejor iba ser dejarlo a solas.

—Yo... Creo que viene siendo hora de irme —dijo apenas sonriéndo—. Nos vemos, Ross. 

Frunciéndo los labios, se levantó de ahí. Vio que apenas él asentía. 


 ***


Y al fin, el día viernes llegó. 

El sagrado viernes. El bendito viernes. El día de la fiesta de Brandon ¡era ese día! Tina estaba más que emocionada. Olvidó por completo lo que había pasado la casi noche anterior. Recordó con una sonrisa el momento en que Brandon la había defendido de Elena. Fue mágico ese instante. 

Estaba en la escuela. En una clase. No sabía cuál era, en realidad. Simplemente entró pero no estaba poniéndo atención, ni le interesaba. Estaba demasiado ocupada imaginándose cómo sería la fiesta. Estaba segura de que iba a ser perfecta. Se imaginó a ella y a Brandon juntos en todo momento. Hasta que reaccionó y se dio cuenta de que no había visto a Ross desde el otro día. 

No lo vio ni en la hora de la entrada ni en ningún otro momento. Había estado esperando verlo por el pasillo, pero nada. Ni rastros de él ni de su sarcasmo. Solo por ahí se encontraba a los del equipo de fútbol. Entonces palideció. ¿Qué si la dejaba sola a la hora del almuerzo? ¿Y si también la dejaba sola en la fiesta? Debía de encontrárlo. 

Justo en el pequeño receso para cambiar de clase, abrió mucho los ojos y esperó a ver aquella espesa cabellera negra y puntiaguda que tanto reconocía, pero no lo vio ni cerca de su casillero ni en los pasillos. ¿Habría faltado por lo de su madre? Quiso llamárlo, pero recapacitó. No tenía ni su número de móvil ni el teléfono de su casa. ¿Qué haría entonces? 

En un bufido, esperó con aburrimiento a que la hora del almuerzo llegara. 

Una segunda oportunidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora