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Minutos antes.

Cuando Emmeline se despegó de todos para irse rodeada de sus nuevos demonios de utilería. Aren se giró y salió de la mansión, mientras caminaba por el pequeño camino de grava, vio a lo lejos como Beth hablaba con el chófer, cumpliendo con lo que le había indicado su ama.

Tras llegar a la cabina de vigilancia delantera, entró con la llave y volvió a cerrar la puerta instantáneamente. La cabina de vigilancia estaba a unos cuantos metros de las rejas de entrada principal, y aunque era de vigilancia, no había nadie dado que era el antiguo puesto que ocupaba cuando Emmeline tenía uno de sus brotes.

Ella era bastante sociable, podía permitir que todos estuviesen a su alrededor, pero había veces donde lamentablemente el número de personas había aumentado. Muchas personas a su alrededor hacían que ella se sintiese agobiada y fastidiada, por eso mismo en uno de sus bajones emocionales, Aren les daba el día libre a todos los empleados para que dejasen la casa lo más vacía posible y como él no podía dejarla sola, se iba a la cabina.

Pero ahora, iba a la cabina porque tenía toda su investigación allí y era el único lugar donde ni Hobsom, las criadas, el chófer o Beth tenían acceso. «Aliviante.»

Abriendo su portátil, siguió leyendo los documentos privados que habían obtenido del Vaticano.

Había leído al menos unos quinientos nombres, se había memorizado cada nombre tanto de los ángeles nombrados como de sus demonios.

«Lucifer creó la ira…»

Supuso que ser desterrado por segunda vez debió ser un golpe bajo. Mirando los archivos, siguió leyendo con indiferencia hasta que sus cejas se alzaron en sorpresa.

«Eva.»

Sabía que Emmeline era Eva desde hace mucho tiempo, sin embargo, no sabía de su romance con Lucifer en el cielo. Mientras leía lo que había sucedido, no pudo evitar sentir como su corazón se encogía de la sorpresa.

Por instinto asomó la cabeza a ver por la ventana donde las bestias yacían durmiendo en el césped. Incluso dormidos eran aterradores.

—Así que sus creadores fueron Lucifer… —Murmuró para sus adentros. —Debió amarla mucho como para que, con sus últimas fuerzas, cree algo que la cuide en su ausencia.

Rendido volvió a enderezarse en la silla. «Si se entera de Haakon enfurecerá. Con razón, Emmeline es tan cuidadosa respeto a ello.»

Vacilando, por las dudas, cogió de sus llaves nuevamente y salió de la cabina. Cerró la puerta con un bloqueo y se dirigió hacia su auto.

—No son horas de salir. —Beth comentó, cuando lo vio pasar.

—Menos mal que debes cuidar a Emmeline, no a mi.

Tras una respuesta fría, se retiró en silencio.

Tras conducir varias horas, llegó al destino. Bajando el vehículo rodeado de oscuridad, prendió la linterna de su teléfono y avanzó por el camino de césped. En el medio de la nada misma, un campo vacío sin ningún animal, él avanzó mientras era guiado por la luz de la luna y su linterna.

Con la pala que cargaba en su hombro desde que había bajado del auto, se detuvo en una ubicación específica en el césped y observó bajo sus pies el suelo. Se puso de rodillas y quitó parte del falso césped dejando ver abajo una capa de tierra húmeda por las lloviznas.

Cavando con la pala, fácilmente logró librarse de la tierra húmeda dejando ver debajo de ella, una puerta de madera que dejaba entrar a una cueva escondida. Arremangándose las mangas de la camisa, se dobló entrando. Cuando entró, aterrizó a unos metros de profundad de cuclillas.

La Reina de los Caídos [COMPLETA] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora