Capítulo 1

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Era pura belleza. Su brillante cabello rubio ondeaba al viento con cada paso que daba; sus profundos e inmensos ojos azules parecían un mar de hielo cargado de fuerza; su esbelta y firme figura, la de una reina; su pálida piel, haciéndola parecer casi de otro mundo; su difícil de ver sonrisa, cautivando todas las miradas; sus frágiles manos, aferrándose fuerte a sus objetivos.

No había nada en ella que no llamase la atención, y no había una sóla persona que no se girase al cruzarse por su camino. Yo mismo lo hice cuando la vi por primera vez. Era imposible no mirarla, no sentir el misticismo y la frialdad que emanaban de ella; era imposible no saber que no había nadie que pudiese comparársele; era imposible no saber que, algún día, le debería mi felicidad a aquella mujer.

Pero no fueron sus ojos los que cambiaron mi mundo ni los que me dieron la vida: fueron los que me llevaron hasta ella.

Aquella noche Elsa estaba deslumbrante. Su largo y brillante vestido azul oscuro hacía resaltar aún más el brillo de sus ojos; la larga trenza que perfilaba su cuello reposaba en mi brazo; la sonrisa que siempre brotaba a mi lado y que me hacía sentir el hombre más envidiado y odiado de la facultad, convertida en una sobria y firme expresión de descontento; su fría y cruel mirada, asesinando a cada valiente pretendiente que se cruzaba por su camino.

—Kristoff... ¿puedes, por favor, decirle a este personaje que se retire de mi vista antes de que le vomite en la cara?

—Eh... Elsa. Creo que te ha oído sin necesidad de que yo le diga nada.

—Vámonos ya.

—Oye, entiendo que muestres tu desinterés en su propuesta, pero, quizás podrías ser un poco menos... insultante.

—No lo entiendes. Hablo en serio.

—Lo sé, lo entiendo, pero...

Pero no lo entendía. No hasta que Elsa realmente vomitó hasta el postre de la cena de la fiesta de navidad de la universidad en los zapatos de aquel pobre muchacho que se fue de allí despotricando después de procesar lentamente lo que acababa de pasar.

—Así que era literal...

—¡Te lo estaba diciendo!

—Ya... ¿Te encuentras bien?

—No mucho, la verdad.

—¿Quieres que te lleve a casa? O... ¿te llevo a urgencias mejor?

—¿A urgencias?

—Podría ser una intoxicación.

—Vale que la cena no era la mejor, pero tampoco era como para envenenar a nadie.

—No me refería a eso.

—Lo sé... Sólo llévame a casa. Mi hermana estuvo igual hace un par de días. Supongo que me lo cogí cuidando de ella.

—Estupendo saber que es contagioso después de que te cuelgues de mi brazo durante toda la noche.

—Lo siento... Nunca me cojo nada, no pensé que...

—Ey, ey, era broma. No podías saberlo.

—De todos modos, no te preocupes, tengo el coche aquí al lado y puedo conducir.

—Oye... igual no soy el ser más sociable de la historia, pero tampoco soy tan miserable como para dejar que te la juegues así. Yo te llevo.

—Pero está empezando a nevar y mi casa está en zona alta... No quiero que te quedes atrapado en la nieve por mi culpa.

—Si está nevando, razón de más para que no conduzcas en ese estado.

Elsa aceptó mi ofrecimiento probablemente porque se sentía lo suficientemente débil como para no pelear y aproveché para guiarla hacia mi coche antes de que cambiase de parecer.

—Gracias, Kristoff.

—No hay de qué.

—Sí, sí que lo hay. Eres un amigo excepcional.

—Sólo te estoy llevando a casa...

—Y te has quedado a mi lado desde el principio sabiendo que un montón de gente te iba a mirar mal y que iban a contar pestes sobre ti.

—Sólo tienen envidia. Puedo tomármelo como un cumplido.

—Pero, si no estuvieses siempre conmigo, podrías tener muchos más amigos.

—No los necesito.

—Y una novia.

—Así he tenido más tiempo para estudiar.

—Si fuese más honesta conmigo misma y con el mundo... quizás yo también tendría una.

—Nunca es tarde para intentarlo.

—Tú también deberías abrirte más a los demás. No es justo que sólo yo sepa el pedazo de hombre que eres.

—Tienes fiebre, ¿verdad?

—Eso me temo.

El viaje transcurrió envuelto en largos silencios que sólo eran interrumpidos por vómitos ocasionales y rodeados de un hedor que tardaría días en abandonar mi coche.

—Lo siento mucho. Tiene que haber sido lo más desagradable que has vivido nunca —dijo cuando por fin bajó del coche cargando de nuevo todo su peso sobre mí.

—Todos nos hemos puesto malos alguna vez. Deja de disculparte tanto y saca las llaves.

Elsa esbozó lo más cercano que pudo a una sonrisa y alzó ligeramente el brazo.

—Si me muevo más que esto voy a vomitar otra vez. Llama al timbre, por favor.

—Como quieras.

El sonido del estruendoso timbre de aquella enorme casa en medio de la montaña me hizo estremecer. Justo después, se escuchó cómo se activaba la cámara y la puerta de la verja se abrió sin más. Sujeté a Elsa fuertemente contra mi cuerpo intentando menearla lo menos posible para no provocar el vómito número siete de la noche y caminé hasta la puerta principal de la casa.

No había llegado a apretar aquel botón bajo mi dedo cuando la puerta se abrió de par en par guiándome hacia los ojos más cálidos y dulces que el mundo ha visto.

Y fue en aquel momento, rodeados de una suave nevada nocturna, bajo la luz de una lámpara en forma de farolillo, y envuelto en el hedor de los jugos gástricos ajenos, cuando mi vida cambió.

RehénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora