Capítulo 11

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A la mañana siguiente, amanecí en el sofá, sentado frente a la pantalla en stand by y con Anna abrazada a mi cuerpo y dormida sobre mí.

El día anterior había sido un apacible día de sofá y manta que tuve la fortuna de compartir con Anna. Cada vez más acomodados, cada vez más cerca, cada vez más entrelazados... No recuerdo el final de la serie, ni recuerdo quedarme dormido, pero recuerdo nítidamente cómo Anna subió sus piernas sobre las mías con una sonrisa tímida y apoyó su cabeza sobre mi hombro. Recuerdo sus divertidos comentarios sobre algo tan poco potencialmente comediable, recuerdo sentir su risa vibrando sobre mi cuerpo, recuerdo el olor a vainilla de su pelo justo bajo mi nariz, y recuerdo las delicadas caricias que las puntas de sus dedos iban dejando sobre mi antebrazo. No recuerdo sujetarla contra mi cuerpo, ni reposar mi cabeza sobre la suya, ni posar mi mano en su mejilla. Y, sin embargo, ahí me encontré, haciendo todo eso y sin atreverme a mover un músculo con tal de vivir en aquel momento durante todo el tiempo que la vida me lo permitiese.

Poco a poco, la mañana fue pasando, y finalmente, Anna comenzó a desperezarse sobre mí. Sin mediar palabra, alzó la mirada y me sonrió con aquella dulzura envolvente que la bañaba de recién levantada. Lo entendí en aquel momento: Elsa tenía razón. La quería para mí. La quería conmigo para siempre. Y, por mucho que me asustase la idea, no la quería para que cubriese mi falta de amor. Desde luego que quería su amor; lo ansiaba hasta un punto aterrador, pero, para lo que la quería, era para darle el mío. Quería verla sonreír, quería hacerla feliz. Quería abrazarla por las noches y que siempre supiese que iba a estar ahí para ella. Quería verla despertar cada día, alimentar ese pequeño cuerpecito y hacerla reír a carcajada limpia.

—¿Es de día? —preguntó frotándose los ojos.

—Eso parece —dije sonriendo ante aquella imagen.

—Así que, después de todo un día de volcanes... ¡¿nos hemos perdido el final?! ¡Venga ya!

Rompí a reír y ella rio conmigo. Aquel sonido era la canción más hermosa que había escuchado este planeta.

—¿Lo has disfrutado al menos? —preguntó levantándose de mis piernas y estirándose impúdicamente ante mí.

—Mucho.

—Me alegro. Y, ¿te ha enseñado algo que no supieses?

—Más de lo que esperaba.

—¿De verdad?

—Sí, ha sido revelador.

—No me digas que te vas a hacer vulcanólogo.

—Me gustaría intentarlo, sí.

—Pensaba que te gustaban las cosas predecibles y estables.

—Así es.

—Pues los volcanes no lo parecen en absoluto.

—No, no lo son.

—Y, ¿entonces?

Una sincera sonrisa cruzó mi rostro de oreja a oreja.

—Supongo que puedo hacer una excepción.

No tardó mucho en aparecer Elsa también por allí acompañada de una impecable sonrisa.

—¿Habéis dormido bien?

"Mejor que nunca."

—Eh... sí —contesté huyendo de su burlona mirada.

—Mejor que nunca —contestó Anna cruzando una fugaz y significativa mirada conmigo.

—Ya me imagino... —dijo Elsa mientras salía hacia la cocina—. Y, ¿bien, Kristoff? ¿Cómo te encuentras hoy?

—Perfectamente —dije siguiéndola para ayudar con el desayuno.

—¿Sigues pensando en salir?

No lo recordaba. Tenía que irme. Por mucho que mis sentimientos se hubiesen aclarado, aquella no era mi casa y ya no tenía excusa para estar allí.

—Eh... Sí, claro.

Busqué a Anna con la mirada y la encontré tras de mí petrificada en el sitio.

—¿Te vas a ir? —preguntó con un fino hilo de voz.

—Tengo que irme.

La culpa comenzó a devorarme por dentro, pero... ¿qué otra cosa podía hacer? Tampoco es que hubiese algo entre nosotros.

—Está bien...

Por alguna razón, muy en el fondo, esperaba que intentase detenerme, pero no lo hizo; sólo agachó la cabeza y se dedicó a preparar la mesa en silencio.

—Hoy es el día de los inocentes —susurró Elsa cerca de mi oído—; aún estás a tiempo de retractarte.

—Sabes que no puedo.

"Pero ojalá encontrase una sóla excusa para quedarme."

—Está bien. Tú decides. Pero recuerda que siempre eres bienvenido en esta casa.

—Gracias...

Elsa me dio una palmadita en la espalda y continuó a lo suyo.

Aquel desayuno fue el más silencioso e incómodo en el que jamás había estado. Ni siquiera viviendo solo se volvía tan abrumadora la falta de de sonido. Y, tras él, sin equipaje que preparar, sólo me quedaba salir.

Las hermanas me acompañaron hasta el coche y, tras comprobar que, milagrosamente, seguía funcionando, Anna me entregó una bolsa de papel que cogí dubitativo.

—Esto...

—Son tus calzones.

—Ah, oh... vale. Gracias y... lo siento.

—Todo lo contrario, gracias —dijo Anna agitando la mano—. Has sido una gran ayuda y... ha sido divertido.

—Aún así.

—Venga, rubiales —dijo Elsa empujándome hacia el coche—. Si te vas a ir, hazlo ya.

Era tan mala con las despedidas como yo; estaba claro.

—Vale... nos vemos.

Me incliné hacia el coche dispuesto a entrar en el asiento del conductor cuando Anna se lanzó contra mi espalda con la fuerza de una bola de demolición.

—Vuelve algún día, ¿vale? —dijo ahogando su voz en mi espalda mientras sus brazos estrujaban mis costillas.

Girarme no era una opción; lo habría hecho todo mucho más complicado; así que, simplemente, acaricié sus manos con las mías hasta que aflojó el agarré y después me metí en el coche.

—Cuidaros.

Ambas asintieron y yo arranqué el coche y me fui de allí, y, como si me estuviese alejando de la felicidad para siempre, como si abandonase a mi familia, como si me fuese a la otra punta del mundo para no volver, un mar de lágrimas recorrió mis mejillas empapando aquella ropa que estaba desesperado por poder quitarme al fin y nublándome la vista como recordándome que me encaminaba a un futuro que no podía ver.

RehénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora