Capítulo 9

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La madrugada del día de Navidad no empezó con la entusiasta llamada de Anna como yo esperaba, sino con la llamada de la boca de mis estómago decidiendo devolverle al mundo la cena de Nochebuena.

—Nooo...

Anna apareció a mi lado en el cuarto de baño (sin llamar, para variar), con cara de espanto y me acarició la espalda mientras yo me lavaba la cara luchando por mantener un mínimo de higiene.

—Kristoff... Lo siento.

—No, yo lo siento. Te dije que estaría ahí para los regalos.

—¿Qué tonterías estás diciendo? ¿Tú hecho una piltrafa por mi culpa y lo que te preocupa son los regalos?

—Parecía que te hacía ilusión...

Un breve silencio me hizo pensar que quizás había hablado de más.

—Está bien, a la cama contigo. No te preocupes por nada, ya sé lo que hay que hacer. En seguida voy con las palanganas. Tú ve poniéndote el... ohhhh... No tienes pijama.

—Ni ropa limpia.

—Pues no creo que te valga nada nuestro...

—Lo dudo mucho —dije riendo hasta que una arcada me cortó el rollo.

—Igual puedo encontrar algo de mi padre, pero... honestamente, tampoco creo que te quepa.

—Quítate la ropa. La lavaremos y la pondremos en la secadora para devolvértela lo antes posible —dijo Elsa apareciendo también en aquel supuestamente íntimo espacio.

—¡¿Toda?! —preguntó Anna poniéndose adorablemente colorada ante la instrucción de su hermana.

—Puede quedarse los calzoncillos hasta que tenga los pantalones de vuelta. Luego los lavaremos.

—No vais a lavar mis calzoncillos —repliqué poniéndome aún más colorado que Anna mientras me sentaba temblorosamente sobre el retrete.

—No vas a pasar más de tres días con los calzoncillos sucios en mi casa.

—Yo los lavaré...

—Tú te vas a la cama. No vamos a perder la virginidad por lavar tu ropa interior.

Discutir con Elsa solía ser inútil y tampoco tenía fuerzas para hacerlo.

—Vale... Lo siento.

—¿Puedes hacerlo solo o necesitas ayuda? —preguntó Elsa sin abandonar esa especie de rol de hermana mayor en el que se acababa de meter.

—¡Solo! ¡Puedo solo!

Me levanté y salí de allí todo lo rápido que mis piernas me permitieron antes de verme en una situación aún más comprometida, me libré de la ropa y me metí en la cama. A los cinco minutos Anna se asomó por la puerta.

—Elsa dice que me encargue yo de ti, que ella se encarga del desayuno —dijo encogiéndose de hombros y hablándome suavemente como si temiese que su voz me fuese a dañar.

Dejó entonces el barreño vacío en mi mesilla, retiró del todo el nórdico y lo dejó plegado en una silla, se inclinó a mi lado y me puso cuidadosamente la mano en la frente.

—Estás caliente.

—Lo noto...

—Voy a ponerte el termómetro, ¿vale?

—Puedo hacerlo yo.

—Déjate mimar, anda. Estás malito.

—¿Ponerme un termómetro helado en la piel es mimarme?

RehénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora