Capítulo 4

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Me levanté sobresaltado por la voz de Anna que llamaba a mi puerta frenéticamente en mitad de la noche. Corrí hacia ella y la abrí temiéndome que el estado de Elsa hubiese empeorado, y me encontré de nuevo con aquella mirada de culpa y aquel labio siendo cruelmente mordisqueado.

—¡Anna! ¡¿Qué ocurre?! ¡¿Es Elsa?!

—No, Elsa está descansando —contestó ladeando la mirada.

—Y, ¿entonces? ¿Qué necesitas?

—Hm... He pensado que debía despertarte. Es un poco tarde.

—¿Tarde? ¿A qué hora te sueles levantar tú? ¡Es completamente de noche!

—Son las once de la mañana.

—¿Qué?

Miré desconcertado a mi alrededor. Ni un minúsculo intento de haz de luz entraba por los agujeros de la persiana, y la luz del pasillo estaba encendida debido a la oscuridad que reinaba en la casa.

—¿De qué hablas?

Anna me mostró su móvil y, tras retirar mi atención de la foto de la aurora que decoraba su pantalla, reparé en el pequeño reloj que le daba la razón. Sin mediar palabra, rebusqué en el bolsillo de mi pantalón en busca de mi móvil y comprobé la hora con incredulidad.

—¿De verdad son las 11?

Anna asintió sin despegar sus ojos de los míos.

—Y... ¿por qué no hay luz? ¿Tan nublado está?

Negó entonces con la cabeza, tomó mi mano y me guió hasta la ventana de mi habitación. Su mano era pequeña y parecía frágil, como las de Elsa, pero desprendía un calor que nada tenía que ver con el estremecedor frío de las de su hermana. Un agradable escalofrío me recorrió el brazo y viajó hasta mi nuca justo antes de que ella levantase enérgica y ruidosamente la persiana. En ese momento otro escalofrío mucho menos placentero atravesó mi cuerpo entero.

Pues sí, probablemente, era de día. Sin embargo, no había forma visible de comprobarlo, pues una inmensa capa de nieve cubría el cristal hasta los topes.

—Pero, ¿qué...?

—La casa está enterrada en nieve casi hasta el primer piso. Lo siento... Me temo que tu coche está ahí abajo. Junto con la carretera...

—Increíble...

—¿Quieres verlo?

—Eh... supongo.

Anna tomó mi mano otra vez y me arrastró corriendo escaleras arriba hasta entrar en lo que parecía una especie de estudio de arte por cuya ventana sí que entraba la luz del día.

—Sigue nevando —dijo pegando sus manos al cristal dejando una amplia área completamente empañada.

—Wow...

No podía decir nada más. En la vida había visto algo tan acongojante y tan hermoso a la vez. El paisaje no tenía nada que ver con el de la noche anterior. La gruesa capa de nieve parecía esperar a que saliésemos por la ventana para jugar en ella. Los árboles de la zona estaban medio enterrados, y ni siquiera se intuía el camino por el que había llegado hasta allí.

—Lo siento. Si no te hubiese retenido ayer, no te habrías quedado atrapado aquí. Debí pensarlo entonces: no es la primera vez que nos pasa.

—No te preocupes. Si no me hubieses retenido quizás ahora no estaría en este mundo. Puede que te deba la vida.

Para mi sorpresa, Anna contestó con una sonrisa complacida a mi tontería y mis colores volvieron a subirme visiblemente desde el cuello hasta la coronilla.

—Sin embargo... —dije intentando desviar la atención de mi cara—, no sé cómo os va a sentar a vosotras el estar atrapadas conmigo.

—¡Será divertido! Es aburrido estar siempre solas, ¿sabes? Y más ahora que llegan las fiestas. ¡Oh, Dios mío! ¡Las fiestas! ¡Pasado mañana es Navidad! ¡He destrozado tus Navidades!

Anna se tapó la coloradísima cara con las manos y dejó golpear su frente contra la ventana.

—Nooooo... Soy lo peor... Ahora vas a pasar las Navidades encerrado con una geóloga enferma y con una loca. ¡Y no tenemos regalo para ti! Mierrrrda...

Sólo pude romper a reír.

—Ey, no sufras. No tenía planes para Navidad. Siempre las paso solo. Leo un poco y me acuesto. Nada muy extravagante. Sin comilonas, ni regalos, ni... gente. Esto ya va a ser una fiesta en comparación con lo habitual.

—¿De verdad?

—Ahá.

—Suena triste. Sin ánimo de ofender...

Me encogí de hombros. Tampoco era que pudiese decir que no lo era. Probablemente todo yo era un poco triste.

—¡Está bien! —dijo dando un brinco y recuperando de repente la energía—. ¡Me voy a asegurar de que éstas sean las mejores Navidades de tu vida!

—Eh... Te lo agradezco, pero no hay necesidad de...

—No era una pregunta —contestó cargada de determinación—. De momento me voy a preparar el desayuno. Tú, si quieres, puedes darte una ducha calentita. No vas a encontrar mucho más calor que ése en esta casa.

—Puedo ayudarte con el desayuno.

—¡No!

—¿No?

—¡No! ¡Me voy a asegurar de compensarte por esta faena!

—Oye, Anna, de verdad que no...

Pero no acabé la frase: nadie la habría escuchado de todas formas. Anna ya corría escaleras abajo enfilada hacia la cocina.

—Supongo que puedo darme una ducha...

No sabía lo que me esperaba durante aquellos días, pero, si de algo estaba seguro, era de que Anna se equivocaba: la ducha no era, ni de lejos, lo más caliente que había en aquella casa en aquel momento.

RehénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora