Capítulo 2

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—¡¿Elsa?! ¡¿Qué ha pasado?!

El vómito número siete fue su respuesta.

—¡Uala! ¡Qué asco! Así que doña "yo no me pongo mala" también puede caer, ¿eh?

—¡No te quejes! No hace tanto que yo estaba limpiando el tuyo.

—No me quejo. Sólo no dejo de escuchar el eco de tu voz diciéndome una y otra vez que debería comer mejor como tú para no ponerme mala.

—Y, si me hicieses caso, no te lo habrías cogido y no me lo habrías pegado.

—Deberíamos llevarla a la cama... —interrumpí aquella absurda pelea de hermanas esperando que ambas se diesen cuenta de que no era el momento.

—Tienes razón... ehm... Y tú, ¿quién eres?

—Ah, lo siento. Yo soy Kristoff, un compañero de Elsa.

—¡¿Eres Kristoff?! ¿El famoso Kristoff?

—Eh... No me hacía tan famoso, la verdad.

—Yo soy Anna.

—Lo sé. Elsa habla mucho de ti.

—Sí, y sigo aquí agonizando, ¿sabéis?

—¡Ay, claro! ¡Pasad!

Anna me guió por el interior de la casa hasta llegar a la habitación de Elsa, cuya puerta abrió de par en par invitándome a pasar sin pensar en la forma en la que estábamos quebrantando su intimidad. Procurando no mirar mucho a mi alrededor, tumbé con cuidado a Elsa en su cama y la tapé hasta la cintura con la sábana.

—Tengo frío.

—Tienes fiebre —dije sin entender por qué no comprendía algo tan obvio.

—Tápame con el nórdico.

—Ni hablar.

—¡¿Qué?! ¡¿Por qué?!

—Porque tienes fiebre; lo acabo de decir.

—¡Pero tengo frío!

—Creía que el frío no te molestaba...

—Hoy sí.

—Pues tendrás que aguantar.

Entonces me giré hacia Anna que esperaba con los ojos como platos en el umbral de la puerta.

—Trae un par de palanganas. Una vacía y otra con agua fría y unos paños.

—Perdona, pero creo que puedo apañármelas sin necesidad de que venga nadie a decirme lo que tengo que hacer, ¿sabes?

—Y un termómetro.

—¿Me has oído?

—Sí, y no te veo moverte.

Anna soltó un gruñido y desapareció por la puerta para volver unos minutos después con todo lo que le había pedido.

—Genial. Ahora ponle un pijama limpio, pero que no abrigue demasiado. Y, después, tómale la temperatura y, si supera los 38º C ponle los paños mojados en la frente y el cuello.

—¡¿En el cuello?! ¡Qué cruel!

—Quieres que le baje la fiebre, ¿no?

—Y... ¿luego?

—Pues lo lógico. Cuando se calienten los paños se los enfrías con el agua y se los vuelves a poner. Y, si la temperatura supera los 39º C quizás habría que llamar al médico. No tendréis suero, ¿verdad?

—¿De qué tipo?

—De rehidratación.

—Creo que quedó algo de cuando me lo cogí yo.

—Estupendo. Pues prepáralo para cuando pueda hacer falta. Y no olvides dejarle el barreño vacío cerca por si lo necesita.

—A la orden, mi general.

—Bueno, pues yo me voy. Cuidaros.

—¡¿Qué?!

—¿Qué?

—¡¿Cómo que te vas?! ¡¿Me vas a dejar sola?!

—¿No decías que te apañabas? —contesté con una sonrisa burlona.

—¿Y si se cae? ¿Y si me vomita y necesito ducharme y que alguien la cuide mientras tanto? ¡¿Y si se muere y me quedo sola en el mundo?!

—¡Eh! —protestó Elsa desde la cama sacando fuerzas de flaqueza.

—No creo que se muera por esto, tranquila —contesté riendo.

—Oye... sé que seguramente tendrás cosas mejores que hacer que quedarte aquí a cogerte un virus asqueroso, pero... nunca he tenido que cuidar de nadie. Siempre soy yo la que cae enferma. ¿Te quedas por lo menos hasta que se duerma?

Sus ojos suplicantes me pillaron con la guardia baja. Un instante antes estaba quejándose de que le dijese qué hacer y al momento me estaba rogando que me quedase por si no sabía cómo hacerlo... Nunca había tenido problemas para rechazar a nadie, pero algo dentro de mí me dijo que me arrepentiría toda la vida si la dejaba sola. Miré a Elsa en busca de confirmación y me encontré con una sonrisa de mofa que no logré entender y con su asentimiento.

—De acuerdo —dije sintiendo cómo me desinflaba de repente.

—¡¡¡Gracias!!!

Anna saltó a mis brazos rompiendo todos mis esquemas y, conforme llegó a ellos, se fue dejando un inmenso e inesperado vacío.

—Ponte cómodo y siéntete como en tu casa, ¿vale? Yo voy a encargarme de la enfermita.

Asentí y salí de aquella habitación abrumado por el calor que devoraba mis orejas. ¿Qué pasaba con esa chica? ¿Quién tenía semejante energía a aquellas horas de la noche y unos días después de pasar una gastroenteritis?

Caminé algo perdido hasta la sala de estar y me senté algo tenso en aquel inmenso sofá mientras veía la nieve caer de forma cada vez más intensa por la ventana que había a mi derecha. Habría encendido la tele para aguantar mejor los largos y silenciosos minutos en aquella vacía habitación, pero no quería turbar el descanso de Elsa y no me sentía lo suficientemente en confianza como para hacerlo, por lo que, sin darme cuenta de cómo ocurría, pronto caí en un necesitado sueño.

RehénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora