Capítulo 3

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Era peligrosamente hermosa.

Aquel fue el primer pensamiento que cruzó mi mente cuando vi a Anna por primera vez. Su cabello rojizo, sus mejillas sonrosadas, su increíble mar de pecas, sus labios carnosos, el vigoroso tono de su piel, el matiz verdoso en medio de aquellos inmensos ojos azules, la curva y coqueta capa de pestañas que enmarcaba su mirada, su nariz respingona y pequeñita, sus curvas sensuales pero no exageradas, la naturalidad en sus movimientos, la dulzura de su voz, la sorna en sus palabras, la sinceridad en su forma de morderse el labio de preocupación por su hermana, la libertad de pensamiento y de expresión que derramaba...

Uff... Era realmente muy peligrosa.

Sin duda, se parecía a su hermana. Sus rasgos dejaban claro que compartían buena parte de su genética. Sin embargo, nunca había visto a una mujer tan diferente a Elsa. Donde Elsa ponía frío y contención, Anna desbordaba calidez y descontrol. Eran la noche y el día compartiendo casa.

Pero hubo algo que me quedó claro, si Elsa tenía que rechazar a algún que otro osado pretendiente cada más o menos dos semanas, Anna tendría que rechazarlos (o aceptarlos) a diario. Dudaba mucho que aquella flor llena de vida viajase sola por el mundo como su hermana lo hacía. Aquella personalidad arrolladora no podía pasar desapercibida. Seguro que siempre estaba rodeada por montones de ruido, gente y risas.

O quizás me lo imaginaba todo. Después de todo, tan sólo la había visto durante unos minutos y no podía saber cómo era en realidad. En todo caso, si no quería salir escaldado de aquella casa, lo mejor era irse cuanto antes, al fin y al cabo, el fugaz peso de su cuerpo sobre el mío, no iba a ser algo fácil de olvidar.

—Por fin despiertas, bello durmiente.

Abrí los ojos lentamente y me encontré a escasamente dos palmos de aquellos ojos que estaban invadiendo mis sueños.

—¡Anna!

—La misma —dijo riendo.

Me incorporé y sentí cómo una pequeña manta resbalaba desde mis hombros hasta caer en mi regazo.

—¿Me he dormido?

—Sólo un par de horitas.

—¡¿Horas?! ¡Lo siento!

—No tienes por qué. Te agradezco todo lo que nos has ayudado.

—¿Cómo está Elsa?

—Dormida desde hace un buen rato ya.

—¿Fiebre?

—38,4º C hace diez minutos, doctor.

—Oh... bueno. No es demasiado.

—Sí. Le ha bajado un poco desde que se durmió.

—Me alegro.

Un silencio incómodo se apoderó de nosotros mientras luchaba por limpiar mi mente de todo aquello que la había invadido desde que la vi aparecer.

—Supongo que debería irme ya —dije finalmente atinando a articular algo con sentido.

—No esta noche, señorito —dijo negando con el dedo.

—¿Disculpa?

—Está cayendo la nevada del siglo. No te vas a poner en carretera.

—No te preocupes, tengo cadenas.

—Y yo te tengo preparada ya una habitación.

—¿En serio?

—No quiero tener que contarte a Elsa que su único amigo ha perdido la vida en la carretera después de traerla a casa por primera y última vez.

—No me voy a matar.

—No, porque no te vas a ir.

—Anna...

—¿Necesitas avisar a alguien? Yo puedo explicárselo.

—No... no hay necesidad de avisar a nadie. Vivo solo.

—Entonces, está decidido. La tercera puerta a la derecha. El baño es la puerta de enfrente. Y, si necesitas algo, mi habitación es la de al lado. La de la puerta de madera, lo otro es el cuarto de la lavadora: no me encontrarás allí muy a menudo.

—Parece que alguien tiene madera de líder...

—¿Me estás llamando mandona? —preguntó con los brazos en jarra haciéndose la ofendida.

—Nunca con esas palabras —contesté riendo.

—Lo dice Don 'prepara dos palanganas, suero y bisturí'.

—Ah... lo siento. Igual me he dejado llevar un poco... —contesté frotándome la nuca súbitamente avergonzado.

Anna rio y sacudió la cabeza lentamente.

—En absoluto. Te lo agradezco. Si dependiese de mí, ahora Elsa estaría cocinada en su salsa envuelta en dos nórdicos y unas sábanas de coralina llenas de vómito.

—Bueno, he pasado por unas cuantas de ésas... Tengo bastante interiorizado el proceso.

—Yo también las he pasado, pero cuando me pongo mala me limito a dejarme mimar. No presto atención a cómo.

—Eso no es malo. Es lo que todos tendrían que hacer cuando enferman.

—No es lo que tú hiciste, por lo visto.

—Más por necesidad que por gusto.

—Ah... lo siento, entonces.

Su caída de ojos me hizo sentir tontamente culpable.

—No tienes nada que sentir.

—Eh... Esto... Es muy tarde y supongo que querrás dormir.

Asentí sintiendo que mi presencia le hacía sentir incómoda y me dirigí lentamente hacia el pasillo.

—Si necesitas algo, avísame, ¿vale? Mañana me aseguraré de avisarte antes de irme.

—Está bien. Que descanses, Kristoff.

¿Alguna vez había sonado mi nombre tan jodidamente sensual?

—Igualmente, Anna.

RehénDonde viven las historias. Descúbrelo ahora