2. Una última vez.

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Todo el mundo sabe que las escaleras de una oficina con ascensor no es un sitio muy concurrido, por eso siempre ha sido mi vía de escape. Aquí me fumo un cigarrillo cuando me entra el mono aprovechando que hay una ventana, me peino y me retoco el rímel cuando se me pega la almohada y aquí respiro hondo también cuando lo necesito que viene a ser muy a menudo.

No hay nadie que me acose visualmente aquí, así que siempre tengo tiempo para valorar si en realidad quiero hacer lo que estoy pensando. Pero... ¿a quién quiero engañar? Lo necesito. Querer..., querría otra cosa bien distinta como, no sé, que volara una silla mágicamente y estrellase en la cabeza de algún o alguna tocapelotas. Porque, joder, hay muchos y sobran.

Me pasé la mano por mi pelo corto liso, miré mis pintas en la cámara de mi móvil. Suspiré, al menos no tenía pinta de yonqui adicta al crack, a la maría y al cannabis. Estaba presentable. Me retoqué por encima el rímel para que se notara que tenia pestañas y me peiné un poco el flequillo. Al menos estaba presentable.

Todo sería más fácil si tuviera los ojos azules de mi padre. Os juro que de pequeña tenia los ojos azules, pero luego se volvieron de un corriente color avellana o amarillos como le gusta decir a Irune. No sé cómo pasó eso pero pasó y no estoy muy orgullosa, que conste.

Guardé el móvil, me atusé la un poco la blusa y abrí la puerta. Me dirigí a mi cubículo, adornado con alguna foto mía con mi familia o con mis amigas y algunos dibujos míos que hago cuando me aburro, que es básicamente siempre, que está justo delante del despacho de Hugo, que es el jefe de mi departamento y se puede decir que mi ex.

Tenia la puerta abierta y antes de sentarme en mi silla le miré fugazmente, estaba enfadado, su mirada era fría e incluso despiadada pero aún así estaba demasiado guapo, tanto que dolía. Y dolía en un lugar muy concreto. Puto dios griego. Unos tanto y otros tan poco...

Nada más sentarme en mi silla, empecé a atender llamadas de clientes (no todos amables, que conste), hasta la hora de comer. En cuanto volví de llenar mi estomago, empecé a atender correos y más llamadas hasta el final de mi jornada laboral que duró un poco más porque la última llamada se alargó. Hugo aprovechó que me quedé de las ultimas para acercarse a mi mesa.

No me sorprendió que se acercara a mi cubículo a punto de terminar mis horas de trabajo. Últimamente Hugo pone mucho interés en darme marrones. Creo que encuentra algún tipo de placer retorcido en verme sudar sangre con algún cliente importante y borde que se extienda fuera de las horas de oficina. Aunque fueran horas bien pagadas, era viernes y quería irme ya a casa. Tenia muchas cosas que hacer, entre ellas una maleta. A la mañana siguiente, las cinco volábamos para tener unas vacaciones bien merecidas después de un año de mierda, lejos de todo eso. Nos hacían falta a las cinco. Sobre todo a mi, porque lo de Hugo va a terminar por matarme. Necesito no verlo tanto, más que nada por el bien de mi salud mental.

Cuando lo noté detrás mío, me puse tensa. Me pone los nervios a flor de piel solo de notarle detrás. Mis compañeros fueron desapareciendo y yo fingí estar muy ocupada, pero estaba haciendo tiempo, moviendo el ratón en círculos, por si él me pedía algo no tener que volver a encender el ordenador. En ese momento me daba mucha pereza.

Se apoyó en la pared de mi cubículo y se desabrochó el botón de la americana antes de meterse las manos en los bolsillos del pantalón. Tragué saliva. Que bueno estaba. Ni podía ni puedo con él; es superior a mis fuerzas. Es su olor, o esos gestos, o que me acuerdo de lo mucho que me gusta su cuerpo desnudo empujando entre mis piernas, pero el caso es que todo me supone un ejercicio de contención importante.

Dijimos adiós a la última persona que quedaba por allí y me giré hacia él que solo sonreía comedidamente y después me preguntó:

—¿Te llevo a casa?

Todo empezó en IbizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora