4.¿Y mis braguitas?

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El día que conocí a Hugo, llegaba tarde y, por ende, un poco enfadada. En casa había discutido con Mae porque yo no encontraba nada y quería llegar a tiempo y luego, en la llamada con mi abuela, acabé de cabrearme un poquito más:

—Yaya, voy tarde —le dije, queriendo colgar rápido y centrarme en lo que estaba haciendo.

—De acuerdo. Que te vaya bien, cielo. Y, acuérdate, no seas borde con los clientes...

—¡Yo no soy borde! —Contesté y me di cuenta que había cambiado mi voz a ogro de Shrek y luego a Campanilla en cero coma segundos así que intenté relajarme—. Yo no soy borde.

—Ya, bueno... Recuerda que a veces, pierdes la paciencia fácilmente, pero tú intenta respirar hondo...

—Estaré en el departamento de atención al cliente. No todo serán quejas, también tendré que resolver dudas o buscar la localización de algún paquete... Es una gran empresa y...

—Si, si, bueno... Solo es un consejo. Tómalo o déjalo.

—Ujum.

—Y también esa manía tuya de...

—¡Yaya! —le interrumpí.

—Vale, ya paro.

—Adiós, que tengo prisa. —Me despedí mientras caminaba con decisión por el pasillo con el móvil pegado a la oreja.

—Vale, venga, adiós.

—Te quiero. Esta tarde iré a verte.

—Vale, cielo. Yo también te quiero. Adiós. —dijo y colgó. Refunfuñe. Yo no soy así.

Una vez en la calle, me quedé frente a mi edificio, aún sin bajar el escalón que me separaba de la acera. Arrugué la frente y la nariz, entorné los ojos y miré el cielo, poniendo a trabajar todas y cada una de mis neuronas que tenia despiertas en aquel momento para intentar recordar dónde estaba la parada de metro más cercana. Por las mañanas suelo tener problemas para recordar según que cosas.

Cuando conseguí recordar donde estaba, empecé a correr y en menos de cinco minutos me encontraba dentro de un vagón de metro atestado de gente. Por supuesto, no había ni un solo asiento libre pero eso no supuso ningún problema para mí porque acabé apoyada en la espalda del tío de atrás. En la siguiente parada entró mucha más gente así que me ví obligada a moverme y al final quedé aplastada entre el sobaco de un tipo y la puerta del lado contrario por el que había entrado. La decisión estaba clara, y me giré hacia la puerta, en cuyo espejo pude ver mi reflejo. No estaba para nada igual que cuando había salido de casa. Tenía los pelos que parecía que hubiese metido los dedos en un enchufe. Pretendí arreglarlo, sin mucho éxito, pero en mi defensa diré que al menos lo intenté. Y mi ropa, que estaba bien planchada cuando salí de casa, tenía arrugas por todas partes así que me la planché un poco con las manos. Por lo menos estaba presentable.

Cuando el convoy estaba a punto de llegar a la estación en la que tenía que apearme, me acerqué a la puerta, restregándome contra los cuerpos del resto de pasajeros. Os juro que en ese momento pensé hacerme bruja espiritista en mis ratos libres para así, con un poquito de suerte, los conjuros hacían efecto y me tocaba compartir vagón con Mario Casas y poder sobarle a base de bien. Alguna ventaja tiene que tener ir en metro y, si no es encontrarte a un tío bueno de estos, la verdad, yo no sé verle ninguna más.

En cuanto las puertas se abrieron, salí disparada del andén, gracias en parte a la marea humana que me arrastró hacia afuera. Quizá, si hubiera pegado un salto y extendido los brazos, me habrían llevado en volandas hasta la calle, como si estuviera en un concierto de Maroon 5. Que bueno está Adam Levine... una pena que no sea español y no haya posibilidades de encontrármelo en el metro.

Una vez fuera, no tardé mucho en orientarme y encontrar la manera de llegar al gran edificio acristalado. Al atravesar las enormes puertas automáticas, me dirigí al mostrador, di mis datos y me mandaron a la primera planta. De allí, un hombre me llevó a la novena planta y me dejó con él.

Cuando lo vi, me quedé con la boca abierta. No sé cómo no se me cayó la baba. Nunca me han gustado los tíos trajeados pero, no lo sé, fue verlo y mis braguitas desaparecieron. En ese momento él parpadeó y me tendió la mano, y yo sentí una tensión eléctrica que alcanzó mi ropa interior a la velocidad de la luz. Ni Flash va tan rápido. Por suerte, reaccioné y le estreché la mano.

—Encantado, señorita Martinez. —Entonces sonrió y me di por muerta y enterrada.

Se puede decir que las chispas saltaron entre los dos desde el primer día, había que estar completamente ciego para no verlo. O al menos eso era lo que pensaba yo. No me malinterpretéis, no tengo alucinaciones ni estoy loca de atar. Es que Hugo me miraba de una manera muuy intensa. Nunca me he sentido lo suficientemente atractiva para este tipo de chicos. Yo los considero de la España VIP porque, en el pueblo del que yo vengo, no hay de eso.

A lo que iba, Hugo me miraba así en muchas reuniones, en el pasillo, cuando nos cruzábamos en la máquina de café o a la salida, cuando se subía el cuello del abrigo y se despedía con una mirada de reojo de esas que funden bragas.

Yo, como todo el mundo, tenía unas necesidades que había de satisfacer y yo, por las malas lenguas, sabía que él iba bien equipado y podía ayudarme a solucionarlas. Lo intenté en alguna cena de empresa que hubo, pero... no hizo efecto. Y no lo hizo, básicamente, porque a última hora, cuando yo ya iba más pintada que una puerta, declinaba la invitación por asuntos personales y no venía. Mi plan sencillo siempre consistió en emborracharlo y meterlo en casa... pero nada.

Sinceramente, no sé qué fué lo que le llamó la atención de mi porque hice cada momento de "tierra, trágame", brutal. Y él presenció unos cuantos, que conste. Supongo que le hice gracia, soy bastante peculiar. Desde ese día que nos conocimos, todo cambió radicalmente. Se convirtió en un maremágnum de emociones, sensaciones, de hormonas... Un maremágnum de todo.

Todo empezó en IbizaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora