2. Amor Santo

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"Ella y yo crecimos juntos. La conocí cuando ella era una niña que empieza a comprender lo que es ser mujer, y yo era un adolescente que terminaba la secundaria. Nos conocimos porque sí, porque el destino así lo quiso, porque así fue, entre los lirios del lecho fúnebre de un sacerdote a quien ella amaba. Entre los cánticos de exequias, entre ornamentos santos.
Pasaron los años. Ella crecía en estatura y virtudes, virtudes que sus padres pasaban casi desapercibidas y que sólo yo, junto con mi párroco, lográbamos ver. Yo era lo que se entendía por un joven serio, reservado en mi sentir, caballeroso, que tenía ideales ocultos y la semilla de la vocación sembrada, cuyas verdades había aprendido a camuflar con mentiras. Ella era una joven extraña, fría y educada, experta en guardar sus sentimientos en un cofre bajo llave, en lucir lo más impecable posible, pero que sus ojos difícilmente podían mentir. Si la miraba directamente veía dos fuentes de chocolate oscuro, cristalizadas bajo una dulce miel que podía revelar su humor.
Entre conversaciones espontáneas lograba picar un poco la madera de ese cofre, de donde brotaba un tesoro más dulce que la miel. Un tesoro que, un día y por error, descubrí que llevaba mi nombre escrito - y para desgracia mía - mis sentimientos tomaron forma de esa muchacha de pelo oscuro y gafas, que no tenía gracia alguna a ojos de los demás. Para mí, detrás de María Santísima, era la dadora de mis gracias.
Pero aquélla semilla de vocación comenzó a germinar. Durante mi año de discernimiento comprendí que no podía servir a dos amos. O me entregaba totalmente para Dios y moría para ella, o me unificaba en Dios y ella como padre de familia. El tiempo se agotaba y yo no decidía, a pesar de que el sacerdocio era la joya que siempre me atrajo. Faltando menos de tres meses para aquél 8 de diciembre, día de la Inmaculada, donde seríamos llamados a la admisión al seminario, cuando me decidí: estaría con ella como un amigo y hermano, de aquéllos que ya no se ven. Si no me llamaban, abriría mi corazón pleno y sin tapujos, sin temor a mi familia (que creía firmemente en mi vocación). Si me admitían, le pediría que me esperase durante dos años (tiempo de más filtros en el seminario) para finalmente unirnos. Y si esto no salía...
Durante los días restantes, hablamos casi a diario de nuestros futuros, inquietudes y temores. Días que puedo saborear al lado de mi madre, hermanos y amigos. Pero no todo fue divino.
Fui admitido con gracias aquél maravilloso y triste 8 de diciembre, e ingresé en febrero del año siguiente. Ambos días, ella estuvo ahí, con ese silencio reconfortante de San José, silencio que se tensó hasta las lágrimas el día que tuvimos que separarnos. La hice prometer ante Dios que me esperaría. Pero los dos años pasaron y yo continúe. Pasaron otros dos, y pasé al grado de Teología. Pasaron 4 más...
Fui ordenado sacerdote. El órgano resonó como nunca antes lo había hecho, magnífico y triste en sus manos prodigiosas. Cuando estaba yo en segundo de Teología, recibí la triste noticia del fallecimiento de quien fuese el entonces organista de la Catedral. Ella lo lloró más que yo, quien fuese un padre amoroso para ella a pesar de que ella tenía uno en casa. Le enseñó lo que él sabía, y el día de mi ordenación ella me lo enseñó a mí. Su voz quebrada por un dolor que yo conocía, entonando las letanías de los Santos. Las lágrimas que brotaban cuando me volví ya revestido con las vestiduras propias de mi oficio... Recuerdos que nada podrá borrar.
Mi ministerio no menguó nuestra amistad. Ella se casó, y me buscó para que oficiara el Sacramento. Tuvo 3 niños, bauticé a 2 de ellos y del otro fui "padre" y padrino. Dos de ellos fallecieron, a ambos les dí santa sepultura. La consolé junto a su marido y a un viejo amigo en tantas y tantas noches de dolor. Su marido falleció al poco tiempo de sus pequeños, y yo estuve presente...
Hoy, treinta años después, ella ha reposado en el Padre Celestial. Se ha reencontrado con aquéllos que la quisieron tanto: sus hijos, su esposo, sus familiares y el maestro organista. Hoy soy yo quién la ha perdido, siendo un anciano de ochenta y tantos.
Sus dos hijos rondan la casa. Uno, el mayor, es un reflejo de aquél hombre que por veinte años vivió en el coro catedralicio, ya que era adoptado, nieto del organista. Su hija, es el reflejo del recuerdo vivo de ella en mi juventud, curiosa coincidencia. El otro, es el reflejo de mi propia juventud. Es mi pecado, la manzana que no pude resistir. Aunque ambos tienen más de 50 años, para mí siguen siendo los niños que conocí.
Camino por la segunda planta. Llego a la habitación que otrora era de uno de sus pequeños fallecidos y sin pensar la abro. Ella la había transformado en una especie de despacho.  Veo partituras, libros, unos instrumentos de su profesión y algo parecido a un piano eléctrico. Junto a él, un cofre más antiguo que yo llama mi atención. Color vino con oro, sin más candados que dos pasadores que sin pensar abro.
Está lleno de libros infantiles, de música, de libros de santos y de liturgia católica, álbumes de fotos, recuerdos de sus hijos, recortes de periódico de determinados acontecimientos. Cuando voy a cerrarlo, un libro sobresale. Lo tomo. Un cuaderno del mismo color vino que el cofre con reflejos dorados. Al abrirlo, un olor a chocolate me embriaga, y al hojearle, encuentro recortes y fotos. Fotos de nosotros. Ella y yo. En la Catedral, en mi ordenación. En mis tomas pastorales. Recortes de mis logros como sacerdote. Fotos de cada una de mis parroquias. Fotos que le envié de mis viajes a Roma y España. Fotos de cuando nos conocimos, del funeral de aquél viejo fraile. El rollo de cartas que imtercambiamos los ocho años de mi formación en el seminario. La última foto que nos tomamos, hace unos tres meses. Ella con esa sonrisa que los años no pasaron por ella. Yo con mi rostro siempre sereno.
En la última página, reconozco aquélla caligrafía de las cartas que mensualmente me enviaba al seminario.
"Siempre fuistes vos. Cada vez que conocía a algún chico, te veía a vos.
En cada uno de mis hijos te veía a vos.
En cada sonrisa de Nicolás, te veía a vos.
Perdóname, por nunca olvidarte.
Te amo."
Y entre lágrimas, murmuro apenas: "Hija mía, te absuelvo de todos tus pecados. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"...

Relatos de una Noche sin almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora