17. Niñez

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Cuando era pequeño me gustaba pintar. Tenía muchos libros para colorear y varios estuches con crayolas y lápices. Solía tirarme en el suelo o sentarme en alguna mesa y colorear algún dibujo con gran concentración. Luego de un rato mi madre aparecía y yo le mostraba mi creación emocionado. Pero ella solo se limitaba a mirar y a contar en cuántos lugares distintos yo me salía de la línea, y me decía que pintar no era para mí, que buscara otra cosa.

Un poco triste, me iba a mi dormitorio y sacaba mis bloques de colores y mis juegos de construcción. Se me daba muy bien construir casas, castillos, pequeñas ciudades. Ponía a mis animalitos en medio y era una granja, o un hogar de animales. Pero mi madre llegaba y decía que eso no tenía forma de castillo, o que los animales eran mucho más grandes que las casas.

Mi mente infantil no lograba descifrar lo que quería mi madre de mí. Tengo algunos recuerdos de algunas actividades que hacíamos juntos y nos divertíamos, creo. Recuerdo que le ayudaba a cocinar, o al menos a pasarle los ingredientes y yo me sentía útil e importante, o le ayudaba a sacudir o a barrer. Mi tía solía venir una o dos veces por semana, y me ponía a limpiar, a lavar algunos paños o a arrancar malas hierbas del jardín. Siempre mi madre me regañaba en privado por mis manos sucias. No permitía que jugara con tierra, que me mojara, que hiciera cosas de niños. El único contacto infantil, el único amigo antes del jardín de niños fue mi prima Alana, dos años mayor que yo. Ella jugaba con mis carritos y yo con sus peluches. Pensaba que así eran las amistades, pensaba que así era el mundo.

Conforme fui creciendo, fui encontrando cada vez en mayor medida la desaprobación de madre. Padre sí tenía, pero solo lo veía en las noches, un par de  horas antes de dormir. Papá me entendía un poco más, entendía que yo era un niño y que debía empaparme de la vida, correr por los jardines, jugar hasta el cansancio y reír, antes de convertirme en un adulto con responsabilidades. Pero no estaba él siempre. Y cuando cumplí nueve años, mi padre aceptó un segundo trabajo que lo alejaría de mí para siempre, que le ocuparía hasta el par de horas que compartía conmigo.

Cuando en la escuela me pedían que describiera a mi familia, la describí como la familia perfecta, porque así lo percibía yo, sin embargo creo que hasta mis nueve es donde logro percibir esa estabilidad. Sí bien mi mamá pasaba la vida viendo mis defectos, era consciente a pesar de mi edad que habían familias y niños que la trniam mucho peor que yo, y creo que ese era mi consuelo.

Luego de nacer mi hermano, las cosas se tensaron aún más. Mamá desapareció todos mis juguetes de batería que podían hacer ruido y despertar al bebé, me prohibió usar cualquier material, cualquier cosa que hiciera un ruido medianamente fuerte. Para mis diez años, yo desarrollé un oído extremadamente sensible, al punto que un portazo me causaba migraña y miedo. Encima, mi mamá desarrolló un favoritismo sumamente notorio hacia mi hermano pequeño, que camuflaba bajo la excusa de que el bebé necesitaba más atención y ante las vecinas y tias sostenía con una convicción casi religiosa de que a ambos nos amaba igual, quizás era real, hasta que con doce años trató de estrangularme porque le habia hecho enojar. Durante mi adolescencia, no dejaba de sentir esa sensación asfixiante alrededor de mi cuello, incluso cuando debía hacer exámenes y entregar proyectos.

Mi mamá tenía el superpoder de ver el defecto, como ya dije anteriormente, y traerse abajo él esfuerzo. No veía el amor puesto en la tarea, y si lo había hecho bien, no tardaba en buscar algún error en la forma que lo había ejecutado.  Ya en la universidad fue cuando intenté comprender a mi madre, y no pude hacerlo.

Aún hoy, la sombra me persigue, la sensación de que me va a estrangular como prometía cada que le enfadaba. Nos separa toda una reserva natural, y vivo en medio de un hermoso bosque, una propiedad cortesía del esposo de mi psicóloga, unos verdaderos ángeles y cuyas hijas han sido mis hermanas y ahora una de ellas mi prometida. En algunas ocasiones pienso en mi hermano, pero no podré hacer nada por él hasta que cumpla la mayoría de edad. No mientras no haya abuso físico.

Prefiero no recordar mi niñez. Prefiero tener de salvavidas la sonrisa de Ágata y el reflejo de sus ojos color miel en la mañana, la anatomía a de sus manos firmes y la forma en la que se pasa los dedos por el cabello. Prefiero seguir adelante.

Prefiero vivir en paz.

Relatos de una Noche sin almaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora