"Debes parecer feliz e irradiar alegría. Debes fingir ser feliz e irradiar alegría. Debes ser feliz e irradiar alegría"...
A cada paso se sentía mejor. Se había fugado de la casa familiar. No soportaba más estar ahí. El campanario de la iglesia dió las cinco, y ella entró sin mirar. Se preparaba todo para el rosario de la aurora, que ella se sabía de memoria. Vestida con una blusa negra, una falda que le llegaba casi casi a los tobillos y unas sandalias que en nada le iban a lo anterior, así entró a la iglesia.
Entre la sombra de las velas y los vitrales, vió a Marv. Así se llamaba él, porque así ella le había puesto. Era su único amigo en esa iglesia, en esa iglesia era él su único amigo. Vestía Marv con una camisa celeste mal acomodada, un pantalón azul y una corbata, siempre mal anudada con todo lo anterior.
Entró ella a la sacristía, como si fuera su casa. Vió los cuadros de los curas y de los mártires, vió telas brocadas y telas sin brocar. Frente al espejo, sacó de su cartera negra de mariposa dos prensas y una liga, y se dispuso a peinarse. Hace mucho no lo hacía, las circunstancias no lo ameritaban. Hizo su mejor esfuerzo, pero nada bien le salía.
Marv estaba junto a ella, con su camisa celeste, su pantalón azul y su corbata mal anudada con todo lo anterior. Su pelo negro, que en las sienes se empezaba ya a decolorar. Sus ojos verdes, como el musgo del arreglo floral posados en ella, como todos los días. Todos los lunes, martes y jueves llegaba ella antes de las cinco, en el frío de la madrugada. Todos los días, mirándose al espejo de la sacristía, recordaba la premisa familiar y una sombra le cruzaba el rostro. Acababa de entrar a los treintas, nunca se casó. Su primer amor se fue al seminario, y el que iba a ser su esposo murió una semana antes de la boda, de un infarto, debido a una enfermedad de la que sólo ella sabía. Su gato había muerto también. Vivía aún en la casa familiar, porque no la dejaban irse, no la dejaban ser ella misma.
-Marv...- murmuró apenas.
El hombre se acercó con las manos cruzadas sobre la espalda.
-¿Parezco que irradio alegría?
-¿Querés la verdad?- él habló, apenas audible, alzó las cejas y ella asintió.- Pues así a como te veo, lo único que irradias es cáncer.
Miró a Marv, con un brillo en los ojos. Después tomó una escoba.
-Lo que sea que vayás a hacer, le toca al Lorenzo, que llega sobre las seis.
Ella se dirigió a la puerta de la sacristía con escoba en mano, ignorando las protestas de Marv; y así, con su blusa negra, su falda oscura que le llegaba casi casi a los tobillos, y las sandalias que nada le iban a lo anterior, se disponía a barrer la iglesia, a pesar que le tocaba al Lorenzo, que llegaba siempre sobre las seis. Y así barría y barría, los lunes, martes y jueves, desde las puertas de la sacristía al altar del Sagrado Corazón, y de allí al de la Virgen María, y de allí a la entrada del coro, y de allí se devolvía al pasillo del centro hasta la puerta, y de allí se devolvía a la capilla del Santísimo, que también barría, hasta el altar del monje, y de allí al Nazareno, y de allí a la Divina Trinidad, para finalmente tirar la polvareda sobre las gradas y la acera, que también barría y lanzaba nubes de polvo sobre la ya empolvada ciudad que amanecía. Se devolvía luego a la sacristía, con los retratos de los curas y mártires y las telas brocadas y sin brocar, donde faltaba aún para el rosario. Entonces se devolvía a sacristía, donde Marv, cuya corbata seguía mal anudada con todo lo anterior. Y mientras él abría las puertas de la iglesia, ella barría también todo el altar. Y cuando el Lorenzo, el encargado de limpiar que llegaba siempre sobre las seis, estacionaba su bicicleta azul detrás del altar de Sagrado Corazón, se hallaba el misterio de la iglesia barrida antes de que Marv abriera, entonces se arrodillaba a los pies de la Virgen de los Ángeles, y le daba las gracias por aligerarle el trabajo, sin pensar que ella, la de la falda oscura que le llegaba casi casi a los tobillos y sus sandalias que en nada le iban a lo anterior era la que realmente barría.
Cuando la pequeña campana daban las cinco y media, ella se dirigía al altar, al viejo armonio que el Francisco había afinado el mes anterior. El viejo armonio que compraron cuando ella cumplió los diez. Con gente o sin gente, se subía al banquillo y pedaleaba los Laudes al ritmo de la tradición. Después, en el armonio que compraron cuando ella cumplió los diez, pedaleaba el rosario de la aurora, con o sin gente, con Marv respondiendo las avemarías, respondiendo las letanías y jaculatorias. Y si el tiempo alcanzaba, y mientras el Lorenzo, que llegaba en su bicicleta azul sobre las seis, se arrodillaba a agradecerle a la Virgen que barrió por él, en el armonio que el Francisco afinó el mes anterior, seguía ella pedaleando la misa de seis, y si alcanzaba el tiempo también, pedaleaba la salve de las siete.
Una vez terminada la misa, se devolvía donde Marv. Y le agradecía y se retiraba, no sin antes recordarle que se acomodara la corbata mal anudada con todo lo anterior, y ella desaparecía en la mañana que se abría.
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Relatos de una Noche sin alma
RomancePara poder llorar y desahogar lo que llevo dentro, suelo pensar en alguna persona, e imaginar historias tristes. Otras ocasiones, intento pensar en un "y que pasaría si...". El amor para mí es un concepto difícil de descifrar. Mis padres son rígidos...