Agonía

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Reposaba en la amplia cama mullida, su tórax subía y bajaba armónicamente debido a la suave cadencia de su respiración. Ardua había resultado la tarea de acostarlo allí, y no se había levantado a pesar del paso de los días; pronto se cumpliría un mes desde el incidente, y Giselle comenzaba temer que, si Liam no abría pronto sus ojos, ella olvidaría por completo los delicados tonos verdes que acompañaban sus pupilas.

Una temporada de interminables lluvias y cielos grises había azotado la ciudad; con vientos ligeros y burlones, que levantaban paraguas y se colaban por entre los pliegues de los abrigos y gabardinas más gruesos, y dejaban frescas caricias y gélidos besos en las pieles atónitas de los presurosos caminantes. Ese amanecer fatal, en que todo parecía perdido, se anunció como el más apacible del año. Tras una impecable sucesión de cielos plomizos, una aurora de rosadas tonalidades llegaba con una simplicidad casi tierna, como si su propia belleza la hiciera enrojecer, y se acercara con pasos tímidos y vacilantes. Esos fueron los almohadillados rayos que derramaron su claridad sobre la imagen de la muchacha hecha pedazos y del joven en las puertas de la muerte.

Cuerpos en estado de total inconsciencia habían atravesado innumerables veces las pulidas puertas de esa mansión, las manchas de vino y otros licores mezcladas en sus ropas con el rojo de la sangre; después de haber ingresado allí como personas en perfecto estado de salud y felicidad. Así salió Liam de allí; los brazos de Giselle batallaban para conducirlo fuera, a la seguridad de un taxi, a la calidez de su cama. "Otro de esos tipos de sociedad, borracho hasta el tuétano, por supuesto", habrá pensado el taxista por milésima vez al recogerlos junto a la acera. Era increíble como un par de horas antes Giselle y Liam se movían por la pista de baile como un solo ser, predecían los mutuos movimientos con seguridad y presteza; y respondían al cuerpo del otro con naturalidad y armonía. Ahora en cambio, el cuerpo de Liam se negaba a cooperar, rechazando los fatuos intentos de Giselle por guiarlo.

En este momento, reposaba ajeno al mundo, ajeno a Giselle; se zambullía en un sueño profundo, casi egoísta. Su mente vagaba quizás por parajes desolados bajo la plomiza luz de la luna, o se debatía en interminables luchas interiores contra la asfixiante oscuridad. Su cuerpo permanecía allí, extrañamente indiferente al mundo por el que había perdido el alma, y casi la vida. La habitación —anteriormente plagada de muebles, enseres y tapizados— ha sido vaciada con precipitación a fin de hacerla un tanto más cómoda; sólo resta en ella la sólida cama de madera oscura, firme en el centro del cuarto a pesar de los embates de la humedad y las termitas. Las altas ventanas, antes cubiertas por gruesos cortinajes de terciopelo apelmazado por el tiempo y corroído por las polillas, ahora daban paso a la delicada luz que nacía en las primeras horas del día; sin obstáculo alguno en su camino, el astro solar jugueteaba entre los rizos oscuros de la cabellera del durmiente, y generaba un perturbador efecto al impactar contra su piel, tan lívida.

Liam había poseído una tez clara —así como todos los habitantes de su pueblo—, las tonalidades de su piel incluían sutiles visos rosados, que le daban un aspecto patente de salud y robustez, a pesar de las heridas o las penalidades que pudiera sufrir su organismo. Desde que se produjo el terrible cambio, su piel había adquirido matices cadavéricos al punto de semejar una imagen de la muerte tan vívida que producía un rechazo instintivo; las cenizas anidaban allí donde antes parecían haberse depositado pétalos de rosa, y las venas y arterias cargadas de esa sangre negra, pegajosa y repugnante eran grotescamente visibles en toda la extensión de su cuerpo. La pérdida de peso era innegable; más de treinta kilos desaparecieron de su cuerpo en cuestión de meses, dándole una apariencia que pivotaba entre la vulnerabilidad y el desamparo. Los músculos cultivados durante años a base de duro entrenamiento físico y un consumo excesivo de carbohidratos parecían haberse retraído; la masa muscular había sido ostensiblemente reducida, mas era posible percibir al tacto su presencia en brazos y piernas, fibrosos pero extrañamente trabajados. De comer no menos de seis raciones diarias a base de carnes, grasas y harinas principalmente, Liam había pasado a alimentarse únicamente de aquello que su cuerpo pedía, lo que necesitaba para recuperar las fuerzas y regenerarse luego de las heridas.

Una muchacha de cabellos rubios se derramaba a su lado; sus ojos han terminado por volverse rojizos, a causa del llanto. Quien la viera atribuiría sus lágrimas a los vendajes que recorren sus brazos, erróneamente. Su dolor era de otro calibre, menos tangible, menos pasajero. Lo que le dolía era la incertidumbre, el cansancio, la larga espera. Los crucifijos que solían aderezar su cuello languidecían ahora en el interior de uno de los cajones de la vieja cómoda; temía que su influencia entorpeciera la recuperación de aquel que ocupaba día y noche sus pensamientos. Mientras la habitación se iluminaba poco a poco, ella continuaba su labor con movimientos mecánicos; con un suave paño húmedo daba ligeros toques aquí y allá sobre el rostro inexpresivo de su acompañante, limpiaba las gotas de sangre olvidadas junto a las comisuras de los labios, delineaba los ojos con la fatua esperanza de que algún día se abrieran.

Los incisivos habíanse alargado gradualmente, los colmillos se habían abierto paso desde el interior de la boca de Liam con una seguridad atemorizante; dolía el fuerte contraste de los destellos de las blancas perlas en comparación con el rojo subido de sus labios y lo pálido de su cutis demacrado. Sus manos exánimes terminaban en afiladas garras, gruesas y letales. La calidez y confianza que solía emanar su presencia se habían convertido en sensaciones extrañas e inquietantes, aunque no perdía a causa de ello su atractivo; similar al de la flor que esconde su toxicidad detrás de la pantalla de un curioso y sutil aroma.

De súbito, la espalda de Liam se arqueó en un grito mudo, una avalancha de dolor recorrió su espina dorsal y se acurrucó debajo de su nuca en forma de un dolor sordo, constante. Giselle reaccionó con un respingo, y se acercó aún más a la cama, a la espera de dar lo que todavía no se le había pedido. A lo largo de los días había estado velando al joven, atisbando el tormento físico que suponía la muerte de su cuerpo, el abandono de su alma, la transformación de su ser íntegro en una criatura que pugnaba por la mera existencia, por cebarse en el sacrificio y la corrupción. Su cuello era en ese momento testimonio de la ironía de la oscura providencia, la prueba de que Dios es un comediante incomprendido; delgado y pálido, no hubiera guardado ya ninguna semejanza con su apariencia anterior de no ser por el sello marcado a fuego por las manos aquellos que defendían la pureza y la luz. Por lo demás, las crueles heridas habían sanado sin dejar rastros; sólo un par de orificios se destacaban limpiamente dibujados en tonos pardos. De un lado, luz; del otro, oscuridad; aquí, lo puro y bueno; y allá, la maldad que todo lo mancha y lo contamina. Ambas cicatrices gritaban su respectiva verdad con tanta claridad que era imposible eludirla, y parecían burlarse del orden establecido en el cosmos.

La sola vista de las cicatrices era suficiente para desestabilizar el estado de ánimo de Giselle; ellas contaban una historia que no deseaba ser escuchada, una larga historia de tristeza y de locura, de derrota y de traición, de rencor y de venganza. Volvió a su minuciosa faena, limpió con cuidado el rostro de Liam para luego depositar el paño húmedo en su frente. Éste debió de percibir su presencia y sus intenciones incluso tras el velo de su letargo, porque dejó escapar un suspiro; su respiración pasó de un ritmo desenfrenado a uno más tranquilo, y se estabilizó. Giselle decidió considerarlo como una buena señal, y depositó una caricia en su mejilla.

—No me dejes, Liam —le susurró—, por favor, no me dejes sola. Necesito que vuelvas conmigo, necesito que abras los ojos; esos ojos verdes que me vuelven loca, que me hacen reír, y que me hacen rabiar. Te necesito, Liam; ¿cómo podré seguir si no vuelvo a ver tus ojos?

Mi sangre en tus venas [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora