El abrazo de la Oscuridad

9 3 8
                                    

El silencio llenaba la habitación, se asentaba espeso en el aire y caía sobre Liam como un manto de calma. Giselle dormía, la pacífica expresión en su rostro sugería que sus vagabundeos en el valle de las sombras carecían de los horrores habituales. Las modificaciones físicas se hacían ver con progresiva notoriedad; comenzaban sutiles aquí y allá, ligeras pinceladas que modificaban su figura sin ensuciarla. La bestialidad que transformó los rasgos de Liam tan tajantemente aparecía en ella en una composición armónica; lo que en él había sido el fuego abrasador que arrasa brutalmente con todo lo extinguible, en ella eran los tenues cambios que se dan al comienzo de las estaciones, una muerte que contiene en sí misma el germen de la vida. La violencia a la que Liam se había enfrentado estaba ausente en la metamorfosis de Giselle, con ella había prevalecido el placer y la confianza mutuos en una unión que rozaba lo mágico.

Liam la observaba ensimismado; recordaba la última vez que la vio recostada en esa cama, temiendo que se le escurriera entre sus brazos, aborreciendo su muerte con toda la fuerza de su desesperanza. Ahora, en cambio, abrazaba su muerte como un regalo que ella se hiciera a sí misma, un camino elegido donde se desplegaría su esencia en su mayor esplendor. Su piel se empalidecía logrando esos tonos cadavéricos que dejaban la oscura sangre de sus venas a la vista, sus músculos se endurecían y sus pómulos resaltaban aún más en su rostro, haciendo que su nariz pareciera todavía más larga. Los incisivos resaltaban, pronunciados, sobre el feroz rojo de sus labios; sus párpados permanecían cerrados, mas Liam sabía que al abrirlos se encontraría con el bello brillo de su mirada teñida por los conocidos tonos carmesí. Las uñas en sus manos se afilaban hasta convertirse en garras, su respiración había adoptado un ritmo pausado y regular, el dorado de sus cabellos producía un extraño contraste con el conjunto, curioso aunque no desagradable. Nadie había lucido jamás más hermosa en su lecho de muerte.

Durante semanas el sol realizó su recorrido diario derramando sus rayos sobre los ventanales cubiertos a medias por las gruesas cortinas; en esa semioscuridad perenne Liam cuidaba el descanso de la joven, mientras pasaba las hojas amarillentas del voluminoso tomo encontrado en la iglesia a costa de tamaño sacrificio. Buscaba respuestas que los guiaran hacia el siguiente paso de la travesía, cada nuevo dato movía una pieza en el rompecabezas que los llevaría a la libertad, pronto le encontraría sentido. Recorrió las palabras sagradas que le contaban una historia que ya conocía:

En la novena plaga, Dios le dijo a Moisés que estirara sus manos al cielo, para que la Oscuridad cayera sobre Egipto. Era ésta una oscuridad tan espesa que podía sentirse a nivel físico. Durante tres días, nadie pudo ver a su vecino ni moverse de su lugar. En cambio, en todas las casas de los israelitas brillaba la luz.

La plaga física de la Oscuridad tiene sus raíces en una oscuridad de tipo espiritual, en una ausencia de la presencia revelada de Dios. Así, la oscuridad clásica -aquella asociada con el Guehinom- actúa al modo de una gruesa cortina, detrás de la cual la presencia de Dios se encuentra oculta por completo. En cambio, la oscuridad celestial es primordial, es decir, que antecede a toda luz.

La esencia de Dios se prolonga más que cualquier revelación. Cuando Él decide revelarse, irradia en todas direcciones provocando que su luz se vuelva visible. Sin embargo, más allá de la luz existe aún la oscuridad. La oscuridad es el dominio de la esencia, y ésta no requiere de la luz. Por lo tanto, mientras la oscuridad clásica oculta la luz de Dios, la oscuridad celestial revela su esencia; no es que carezca de luminiscencia, sino que trasciende toda luz.

Liam suspiró, recordando sus antiguos años de estudio; había gastado innumerables madrugadas junto a Giselle, encerrados en la biblioteca de la Orden, con otras docenas de pupilos. Los textos sagrados eran un conocimiento obligado en ese sitio, debían comprender las palabras de los profetas y lograr recitarlas con voz solemne. Liam había aborrecido los trabajosos ejercicios de memoria, renegando de tanta palabrería a la que no encontraba utilidad; ansiaba en cambio la salida del sol, entonces podría entrenar la flexibilidad y fuerza de sus músculos en imaginarias batallas que se quedaban cortas frente a los enfrentamientos reales en los que participaría luego. Leyendo nuevamente esos textos, otorgó un nuevo significado a las palabras que hasta entonces habían permanecido vacías en su mente; un ramalazo de nostalgia lo asaltó en la noche, por escasos segundos se sintió nuevamente como un niño.

Experimentada a nivel humano, la oscuridad clásica consiste en el encubrimiento de la luz. Abandonado en la oscuridad espiritual, el ser humano busca la Divinidad porque su condición anhela la luz. La oscuridad celestial, en cambio, consiste en la trascendencia de la luz. Ya que el ser humano no es capaz de trascender la luz, experimenta esa trascendencia como la satisfacción con la oscuridad. Cuando esa satisfacción es subyugada durante un período prolongado de tiempo, el sujeto puede llegar a olvidar por completo la virtud de la Divinidad.

Quien se recuesta gratamente en los brazos de la oscuridad por demasiado tiempo, no querrá levantarse para alcanzar la luz y, poco a poco, olvidará el regocijo que se encuentra en contacto con la virtud y la bondad. Quizás es más sencillo vivir arrastrado por motivaciones egoístas, tal vez este mundo le sonríe a los malvados, puede que perseguir el bien cueste más trabajo. Sin embargo, la mucha luz, al igual que la mucha sombra, impide ver con claridad; y quienes niegan la oscuridad neciamente se verán arrasados por ella en un torbellino de confusión y desdicha; solamente aquellos que consuman la amarga raíz a diario, mas decidan no ofrecerla a los demás como alimento estará al resguardo de su venenoso efecto.

Liam siguió ojeando el manuscrito y, luego de largos minutos de inútil búsqueda, desembarcó en una página que hizo que su corazón se acelerara y sus ojillos se encandecieran de emoción. Antídotos, decían las letras frente a él: jamás había oído de un antídoto contra la oscuridad que no fuera la muerte inmediata, y de algún modo supo que la Orden desearía que siguiera en la ignorancia al respecto. ¿O acaso todos estos años habían estado entendiendo mal el juramento?

Existieron muchos judíos que no deseaban abandonar Egipto, por lo cual fue dictamen de Dios el que murieran allí. Los egipcios permanecieron inconscientes de este hecho porque los judíos que murieron fueron enterrados por sus hermanos en la oscuridad. El primer antídoto para la oscuridad es simplemente rasgar la cortina y arrojarse de lleno en la luz. Mientras los egipcios languidecían por la luz, los judíos se arrojaron en ella; distinguiendo claramente la luz de la oscuridad, los malvados de los justos; comprendieron la razón de la muerte de sus hermanos, y los enterraron con rapidez con el fin de remover todo resto de maldad de entre ellos.

He aquí lo que la orden difundía: distinguir la oscuridad y destruirla, para que la luz prevalezca. ¿Qué pasaba con el segundo antídoto?

Según las sagradas escrituras, la oscuridad proveyó a los judíos una oportunidad de circular por las casas egipcias para determinar la ubicación de los objetos de valor que tomarían más tarde. Es decir, el antídoto para la oscuridad que se regocija en sí misma es mirar dentro de ella e identificar su raíz divina; reconocer el hecho de que, si el ser humano se contenta en la ausencia de la luz, no es más que un reflejo del hecho de que su Creador trasciende toda luz. Mientras los egipcios permanecieron atrapados en ese estadio de oscuridad contenta de sí misma, los judíos miraron en los lugares oscuros y hallaron tesoros: su amor por las raíces divinas ocultas, dentro de la oscuridad encontraron el amor de Dios.

Hay que internarse en la oscuridad y empaparse de ella, para hallar la luz y el amor. Internarse en la oscuridad para combatirla significaba más que viajar a lugares oscuros para batallar con vampiros; sufrir y morir por la causa podría no referirse únicamente a la muerte del cuerpo, sino también del alma. Si se tenía el objetivo firme de acabar con la maldad había que dejarse atravesar por ella; perder el cuerpo, al alma y la humanidad en el proceso, y hallar entre tanta oscuridad una chispa de luz, lograr arrojar de sí el rencor y el odio para desembocar en el amor.

Mi sangre en tus venas [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora