Al límite

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Liam pegó un respingo ante la proximidad de los enemigos invisibles, su olor se percibía con intensidad creciente, se acercaban con determinación, sin cautela. Intentó una vez más despertar a Giselle, un largo quejido anidaba en su garganta, similar al que emitiría un cachorro en agonía. Entonces, un suspiro atravesó débil el espacio que los separaba, y devolvió a Liam el aliento, y más aún las razones para respirar. Los ojos azules se abrieron lentamente, su visión permanecía borrosa, confusa. De pronto, se sentó en un solo movimiento, recordando lo sucedido, reaccionando ante el peligro; la pierna herida le dio un feo tirón que la obligó a lanzar un grito de dolor. Al notar la presencia de Liam junto a ella, arrojó sus brazos sobre él y lo asió con fuerza; a la hora de la invasión al refugio supo que lo que más deseaba era tenerlo a su lado durante la batalla, y que su mayor temor era morir en ese enfrentamiento sin lograr verlo una última vez.

Liam sintió la calidez de las manos rozando su cuello, la respiración agitada levantando suavemente sus ligeros rizos. Inhaló profundamente, se concentró en su aroma ignorando el hedor a pútrida sangre y muerte.

—Giss —susurró al oído de su compañera—, tenemos que irnos de aquí, nos quedamos sin tiempo.

En la mirada que Giselle le dirigió brilló por un segundo la alarma, momentos después volvía a ser la joven práctica de siempre. El movimiento nervioso en las manos de Liam no le pasó desapercibido, tampoco lo dilatado de sus narinas.

—¿Cuántos?

—No lo sé —admitió él—. Muchos.

Y agregó con seriedad:

—Más de los que podemos manejar.

—Entiendo.

Giselle se irguió apoyándose en Liam, aún se sentía débil y mareada, la pierna la estaba matando; mas debían moverse rápido si querían salir de allí con vida. 

—Ya vienen —anunció Liam con voz profunda.

Giselle lo miró directo a los ojos, y le soltó

—Nunca usamos la caja, en el sótano.

Liam salió despedido al sótano con una sonrisa en la cara; había dejado a Giselle colgada del hombro de Arthur y se regocijaba de antemano ante las expectativas que el experimento prometía. Giselle tenía razón, habían estado guardando la caja que Yireh les diera para una ocasión especial, un escenario como este. Cuando se reunió con los otros llevaba en sus brazos una pesada caja de madera, que depositó en el suelo con cuidado. Dentro dormían los gérmenes de la destrucción, como huevos en el nido, albergando una explosión inminente; con una diferencia: donde aquellos aguardaban por dar inicio a la vida, éstos se debatían por aterrizar en la muerte. El brillante cascarón de metal, la pólvora contenida dentro, el agua bendita que parecía un chiste junto a los demás ingredientes del caos. Reunirían suficientes de esos bebés en ese mismo sitio; en ese cuarto sus olores se percibían con intensidad, las criaturas caerían en la trampa.

Giselle tomó una de sus dagas, la notó manchada de sangre oscura y la limpió rápidamente; con un gesto certero la ubicó sobre el limpio tajo de su pierna y acabó de abrir la herida con precisión. El grito que se escuchó no fue de ella, sino de Liam, quien le lanzó una mirada de sorpresa y reproche.

—El daño ya estaba hecho —explicó Giselle mientras derramaba su sangre por la estancia, para luego vendar desprolijamente la herida con prisas—. Si esto no los atrae, no sé qué lo hará.

En cuestión de unos minutos, Arthur ayudaba a Giselle a atravesar los corredores y pasadizos que ésta le indicara, para salir por una puerta lateral de la antigua casa, ya venida a menos. No tenía idea de cuál era el plan, pero entendía que debía apresurarse, sacar a Giselle de ese lugar lo antes posible. No había tiempo para recoger ningún objeto ni despedir a los recuerdos que allí quedaban; habían nacido en esa casa y morirían con ella en un bello espectáculo de luces y sonidos impresionantes, el refugio cumpliría su cometido por última vez: les salvaría la vida. El mediodía se acercaba poco a poco, y el deslumbrante sol los golpeó a ambos en plena cara al abrir la gruesa puerta del último pasillo empedrado; había estado cerrada por décadas, por lo que el pestillo oxidado y corroído saltó con un sonoro chasquido ante el empujón propinado por Arthur.

En las cercanías podían oírse los sonidos emitidos por las bestias, alteradas por la presencia de la sangre humana y del abrumador sol del mediodía. Giselle y Arthur se voltearon al unísono, unos pasos contundentes se aproximaban veloces a lo largo del pasillo, eran unos pasos que delataban la desesperación de su dueño por encontrarse con ellos.

La figura de Liam se recortó, demasiado oscura en la sombra interior debido al fuerte contraste de un día totalmente despejado. Arthur y Giselle lo esperaban encogidos a un lado de la salida, la cegadora luz no cooperaba para aliviar los mareos y esa molesta sensación de entumecimiento en las piernas; por lo que ella se recogió sobre él a modo de un acto reflejo, intentando lidiar con esos síntomas que comenzaban a producirle náuseas.

Arthur sintió el peso de la muchacha sobre sí, y no supo qué hacer con él; en comparación, Lucy había sido liviana como un pajarillo. Liam llegó a tiempo de sacársela de encima justo cuando un segundo desmayo amenazaba con llevarse a su consciencia a pasear por un par de horas más; la sostuvo junto a su pecho con precipitación y se dispuso a correr, llevándose a Arthur consigo. Entre sus dedos brillaban elocuentemente las argollas de al menos treinta granadas, en cualquier momento esa casa desaparecería del mapa.

El tiempo se paralizó unos segundos, el universo quedó suspendido en una sordera torturante; nada se movió, y luego todo fue estruendo, caos, destrucción. Liam enfocó toda su energía en la fuerza de sus brazos, en los músculos de sus piernas, en su respiración agitada y el latir de su corazón; sus ojos se fijaron al frente, se concentró en la única meta a lograr. No importaban los aullidos que se oían con claridad desde la casa en llamas, los cuerpos retorciéndose en agonía debajo de los escombros de lo que alguna vez fue su refugio. Veía la escena en cámara lenta, con una intensidad angustiante; jamás oiría los desgarrados alaridos con tanta claridad, el fuego nunca volvería a verse tan brillante en sus pupilas; el calor que despedía era abrasador, sentía que podía oler las llamas, que distinguía el sutil aroma del agua bendita entre el azufre y la carne chamuscada.

La pulida pátina del cielo desentonaba en el conjunto; una casa entera había volado por los aires, ubicada en un barrio residencial de mala muerte, prácticamente abandonado, donde las sirenas de policía raras veces se escuchaban, ya que a ningún oficial se le hubiera ocurrido plantar un pie en ese sitio. Sin embargo, el fulgurante sol reinaba en un cielo color de zafiro con una calma indignante, ni una nube se distinguía en todo lo ancho de la bóveda celeste, iba a ser un hermoso día.

Liam no dejó de correr hasta encontrarse a diez aceras de distancia; entonces, se refugió en la sombra de un callejón desierto y se reclinó contra un muro para tomar aliento. Arthur había logrado sostenerse de él en lo precipitado de su carrera, estaba exhausto y adolorido. Giselle seguía acurrucada en sus brazos, aferrada al último miligramo de consciencia que la separaba del inminente desmayo. Duró despierta el tiempo justo para percibir la preocupación de Liam, y calmar el atropellado curso de sus aguas turbulentas.

—¿Y ahora qué haremos? —se preguntaba acongojado entre exhalaciones de ansiedad—. ¿A dónde… a dónde vamos?

—Yo sé adónde ir —le dijo Giselle con voz débil, y despejó de un plumazo todas las inquietudes encerradas en el destello de su mirada carmesí.

Mi sangre en tus venas [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora