Máscara

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—Es imposible, nunca terminaremos con esto.

Los papeles seguían surgiendo de cajones y anaqueles, de compartimientos y escondrijos, cada uno más oculto que el anterior, develando archivos más y más antiguos que terminaban apilados sobre el fino escritorio. Las horas transcurrían sin pausa, mientras decenas de nombres, lugares y fechas cruzaban en veloz carrera frente a dos pares de ojos, demasiado concentrados en su engorrosa tarea como para percibir el movimiento que los rayos solares dibujaban en el cielo.

La Iglesia en la cual se encontraban constituía el corazón de ese pueblo, todos los registros se guardaban allí: casamientos, nacimientos, muertes, bautizos; los hitos de cada uno de los habitantes del pueblo eran confiados al reverendo, hombre que hacía gala de una conciencia tranquila y un buen corazón. Pero, al igual que ocurre con los recuerdos almacenados en la mente, cuanto más ocultos los registros —cuanto más debían rebuscar en los recovecos, entre las páginas de los libros, detrás de los paneles de las paredes, bajo las planchas de madera del suelo—, cuanto más mohoso el papel y menos legible la letra, más oscuro su contenido, más turbia la historia detrás de él.

El pueblo había sido sede de múltiples atrocidades, donde la raza humana había destacado en su peculiar habilidad para causar sufrimiento. Sin embargo, aquí y allá se encontraban señales que apuntaban a la presencia de otro tipo de criaturas en algunas de esas ocasiones; eran éstos detalles sutiles, que podrían pasar desapercibidos a los ojos de cualquier civil, pero que bajo la atenta mirada de Giselle y Liam destacaban en las páginas como si destellaran en brillantes tonalidades de magenta. No se sorprendieron de que la Iglesia haya estado involucrada con los vampiros, y menos de que los haya asistido y encubierto en la ejecución de sus viles actos. Dos hechos se distinguieron de los demás, por apuntar al clan al cual ellos estaban persiguiendo: anotaron mentalmente tres direcciones, una en la zona céntrica de la ciudad; la otra, llegando a áreas más rurales; una más, junto al río. Se dijeron que esos serían los siguientes destinos en sus planes.

La Luna se desplazó sobre la bóveda nocturna y se acomodó sobre el suave terciopelo del cielo color de tinta, sonriendo con indiferencia frente al espectáculo que se desarrollaría pronto bajo la sutil belleza de sus rayos plateados. Pero Giselle y Liam se encontraban dentro de la estrecha oficina, sin ninguna ventana que denuncie la huida de la tibia presencia del astro solar, sus ojos concentrados en las gastadas palabras de los manuscritos apenas legibles.

Las horas se escurrían como agua fresca entre los dedos sin que ellos ni siquiera atinaran a notarlo. Una sombra se acercaba con parsimonia a lo largo de la angosta calle, silbaba una desentonada melodía al andar; su larga sotana ondeaba en sus tobillos, su estómago estaba repleto, mas todavía le cabía otro par de bocadillos antes de que el Sol de un nuevo día se asomara por el horizonte. Antes de verlos, los olió. Sangre fresca, sangre joven. Un par de curiosos se habían metido en la Iglesia para divertirse, no había muchas posibilidades de que salieran de ella completos. Escupió en el suelo antes de atravesar la puerta, la mancha rojiza no llegó a secarse sobre el pavimento antes de que se escuchara el primer alarido.

No había sido producto del dolor, ni acaso del terror; era un alarido de triunfo, nacido a raíz de un encuentro largamente esperado, un grito de guerra que dos gargantas gemelas habían entonado al unísono. Se posicionaron, prestos para la acción, para una confrontación cruda y violenta; pero no estaban listos para lo que sucedió a continuación.

Una risa ligera, casi un lloriqueo. El hombre alto y de buen ver se alzaba ante ellos, generando ese extraño sonido. Sus ojos poseían la capacidad de imitar la inocencia a la perfección, unos límpidos ojos que de no ser por sus suaves tonalidades rojizas podrían pertenecer al más tierno de los abuelos; sin embargo, los labios lo delataban. No era sólo que aún estuvieran manchados con la sangre de la más reciente de sus víctimas, sino que denotaban tal nivel de crueldad y lascivia que parecía una incongruencia que boca y ojos pertenecieran a la misma criatura.

—No era necesario hacerle eso al pobre Clive —pronunció en una dulce voz, dirigiendo su vista al repugnante cadáver que yacía en la caja oblonga de madera—. Era casi tan inofensivo como yo.

Sólo habían pasado algunas horas pero la descomposición era evidente; la carne de sus mejillas daba cuenta de una textura blanda y pegajosa, como una esponja que ha pasado demasiado tiempo absorbiendo líquidos y se deshace al menor roce. Los colmillos destacaban como si fueran lo único presente en su rostro, en una mueca repulsiva por lo infrahumana. Los ojos habían quedado abiertos, y mostraban un intenso color rojo; no el rojo brillante de las amapolas, era más bien ese tono oscuro que adopta la sangre cuando comienza a oxidarse, con pequeñas pinceladas de negro aquí y allá.

El sonido de la voz del sacerdote emanaba matices tan delicados que era capaz de generar un extraño estado de calma en aquellos que la oían. A diferencia de los monstruos de la última vez, sus dedos terminaban en uñas recortadas de manera sencilla y prolija. Toda su figura desprendía seguridad y elegancia, sólo en los colmillos podía entreverse a la bestia detrás de la fachada de hombre.

La batalla no duró mucho, porque no hubo tal batalla. La criatura siguió hablando; con el ojo del experto adivinó lo que escondían sus mentes, y de un único vistazo atisbó cada hendidura de sus almas. Les relató sobre sus vidas, sus proezas, su larga espera, sus temores, su sacrificio, endulzándoles los oídos con el veneno de su voz y nublando sus sentidos como si fuera una sirena. Las armas son inútiles si no tienes la voluntad para utilizarlas. Era hora de un último bocadillo.

En dos pasos acortó la distancia que los separaba, y con toda confianza atrapó a Giselle por el cuello, atrayéndola hacia sí con dulzura. Los sentidos de Liam se despertaron al instante, mas los reflejos de Giselle fueron más rápidos. Para cuando Liam había puesto el cañón de su revólver en la nuca del odioso sujeto, Giselle ya había posicionado el suyo bajo su barbilla y accionado el gatillo sin pararse a pensarlo. La bala no alcanzó el cerebro, se ladeó y salió a través de la sien derecha. El grito que se escuchó reverberó en los muros con espantoso eco.

Los llorosos ojos que observaron a Giselle con dolor casi hacen que se le rompa el corazón. La expresión en su rostro era la del cervatillo que ha sido herido por un flechazo y ahora se debate en agonía. A la vista de esos ojos, la muchacha no pudo efectuar un segundo disparo; pero Liam se encontraba a sus espaldas. La bala de grueso calibre atravesó el corazón, empapando a Giselle de esa asquerosa sustancia oscura. El monstruo no perdió su máscara al morir, mantuvo la expresión de su rostro hasta el final.

Los vecinos, alertados por los gritos y los disparos, arribaron pronto para encontrar, horrorizados, los restos del sacerdote del pueblo, y de su fiel sirviente; nuestros héroes ya habían dejado el lugar con un inexplicable peso en el corazón, se habían llevado unas cuantas sorpresas en su aventura. Los encargados de depositar los cadáveres en la tumba no notaron nada extraño en su aspecto, o no quisieron hacerlo. El pueblo se despidió con dolor de su dulce reverendo, la iglesia fue cerrada hasta nuevo aviso; y nadie en los próximos meses se preguntó por qué las desapariciones de niños que habían sido una constante hasta entonces se detuvieron de súbito.

Mi sangre en tus venas [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora