En un mundo donde los vampiros hacen estragos, todavía existen personas que intentan destruir (o al menos controlar) la maldad. Pero ¿qué pasa cuando esa maldad se filtra en su interior, transformándolos por dentro, alterando su existencia para siem...
Era temprano en la mañana, y Giselle se estaba alistando para la ceremonia. El sentimiento que anidaba en su pecho no era nerviosismo, nostalgia ni excitación, sino alivio.
Luego de tantos años de trabajo y preparación, sólo ahora consideraba Giselle que comenzaría a vivir, ahora que por fin su misión estaba en vías de cumplirse.
Se calzó las botas negras, adornó su cuello con el dije que pertenecía a su madre y se anudó el rubio cabello en forma de una prolija trenza. Casi lo olvida, lo más importante para la ceremonia. Retiró la almohada de su cama y, con delicadeza, tomó algo entre el dedo índice y el pulgar. Una cerilla, sobre la que había dormido durante un mes entero.
Estaba llegando tarde, así que caminó con celeridad por los atestados pasillos en dirección a la cámara sagrada.
El maquillaje no era necesario, de hecho era recomendable no utilizarlo. A pesar de ello, Giselle notó que muchas otras muchachas —y algunos jóvenes también— llevaban sus rostros cubiertos por una gruesa capa de cosméticos. Quizás les habían mentido diciéndoles que habría fotografías. Eso era imposible, era una de las pocas cosas que estaban prohibidas aquí.
Al llegar a la cámara paseó sus ojos por la habitación, buscándolo. Ahí estaba, en segunda fila, mirando hacia la puerta; esperándola, sin duda.
Giselle corrió a los brazos de Liam y lo abrazó con fuerza. Sólo en ese momento sintió emoción al pensar en este día tan especial.
—Lo hicimos, lo logramos —susurró él en su oído.
—Por fin. No creí que fuera tan arduo.
—Te dije que lo haríamos, nunca dudé.
Las puertas se cerraron sonoramente, y las luces se apagaron de manera brusca. Todos los asistentes ya habían ingresado en la sala, y la ceremonia comenzaría pronto.
Liam acercó su mano izquierda a la mano derecha de Giselle, y la tomó con fuerza. Su mano temblaba ligeramente, y las palmas de ambos estaban sudadas. En la total oscuridad de la sala, Giselle no podía ver el rostro de Liam, pero conocía a su amigo y sabía lo nervioso que estaba por este día. Le hubiera gustado poder mirarlo a los ojos y sonreírle para tranquilizarlo, pero en cambio se limitó a darle un apretón a su mano. Liam exhaló un suspiro.
De pronto, todos en la sala quedaron paralizados, expectantes. Alguien había entrado a través de un panel corredizo en el frente de la cámara. Era un hombre mayor —había de estar en sus sesenta—, pero la energía que emanaba de su cuerpo podía hacer confundir a cualquiera con respecto a su edad. Llevaba un traje completamente negro y muy largo, tanto que lo arrastraba elegantemente por el suelo. Su lustroso y lacio cabello negro estaba peinado hacia atrás, y en su cuello se balanceaba un gran medallón de plata, con una cruz azul grabada en él.
—Buenos días.
Su voz era fría y aterciopelada; producía la impresión de que podría ser escuchada desde aquí hasta el fin del mundo, aunque fuera sólo un simple susurro.
—Hoy nos hemos reunido como hermanos y hermanas, nuestras manos unidas para hacer un juramento.
Todos los presentes se tomaron mutuamente de las manos y cerraron los ojos.
—Este juramento es muy simple. Defender el bien, cueste lo que cueste. Juramos levantarnos en armas contra el mal, en cualquiera de sus formas. Juramos seguir firmes a pesar de los obstáculos y las desgracias. Juramos que las heridas nos harán más fuertes; y los errores, más sabios. Juramos realizar los sacrificios que sean necesarios para que el bien triunfe sobre el mal, y estrechar con ello los lazos con nuestros hermanos y hermanas.
—Juro —susurraron solemnemente todos los presentes.
—Juramos todo esto porque estamos vivos, y así permaneceremos a pesar de todo. Y, aunque la muerte nos atrape, moriremos con un propósito noble y una misión elevada; y seguiremos vivos en los corazones y las mentes de aquellos que nos aman.
—Juro —. Giselle escuchó claramente cómo la palabra escapaba de los labios de Liam, con un intenso tono de determinación.
—En la oscuridad hacemos este juramento; como símbolo de que deberemos ser uno con la oscuridad para lograr combatirla hasta las últimas consecuencias. Pero desde la oscuridad emergeremos, trayendo con nosotros la luz.
Lentamente, y desde los extremos de las filas, se pasaron de mano en mano una serie de velas puras, blancas, perfumadas.
Transcurrieron unos minutos de total silencio, y luego se escuchó de forma contundente:
—Adelante.
Todos a la vez rasparon la cerilla contra la suela de sus zapatos y se dispusieron a encender su respectiva vela. Se escucharon risitas nerviosas en la multitud. Para generar un efecto espectacular habían intentado encenderlas todas en el mismo exacto instante (algunos lo habían estado ensayando a escondidas), pero no ha salido tan perfecto como esperaban.
Ahora la cámara se encontraba iluminada por la suave luz titilante de cientos de velas, generando un efecto alucinante al rebotar en las múltiples reliquias que colgaban de las paredes, todas incrustadas en oro, plata y piedras preciosas.
Dos figuras embutidas en largas túnicas oscuras se acercaron desde un extremo sosteniendo trabajosamente una especie de enorme caldero de cobre, con orificios en la tapa de los que se asomaban varas de hierro negro. Poco a poco, más figuras se fueron acercando, acarreando más calderos, y dejándolos en el suelo.
El hombre del cabello negro se posicionó cerca del primer caldero, deslizó su mano derecha dentro de su traje y la retiró elegantemente. Ahora su mano sostenía una hoja de pergamino, la cual examinó con satisfacción.
—Mihaela Petrescu —pronunció claramente.
La aludida dio un paso al frente —sus pantorrillas temblando de emoción—, y se hincó de rodillas frente al hombre. Éste extrajo una de las varas del caldero más cercano y la sostuvo firmemente. En la punta de la vara el símbolo del Tetragramaton refulgía incandescente, un hierro al rojo vivo.
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—¿Juras internarte en la oscuridad y trabajar duramente para traer la luz a este mundo?
—Por mi alma, juro —pronunció la muchacha con convicción.
El hierro caliente abrasó la piel del lado derecho de su cuello, y se sostuvo firmemente en ese lugar hasta que la marca haya quedado grabada. Las lágrimas escapaban de los ojos de la joven, pero no emitió un sonido de queja.
La ceremonia prosiguió. Uno por uno todos debían jurar en nombre de la luz y ser marcados con un hierro candente. El silencio era estremecedor, la solemnidad estaba en el aire.
Al terminar, el hombre de negro pronunció:
—Ahora todos somos hermanos y hermanas. Buena suerte a todos, que la luz los acompañe y Dios los proteja.
Los nuevos iniciados reclinaron la cabeza con respeto y salieron de la cámara de forma ordenada y silenciosa.
El hombre de negro sonrió al escuchar el espontáneo estrépito al otro lado de la puerta.
Los nuevos hermanos y hermanas gritaban, reían y se abrazaban, con cuellos doloridos y pechos emocionados.