El alba iluminó las calles con una luz gris, apagada y fría. El viento arreciaba, llevando consigo papeles y bolsas de plástico. Del cielo se precipitaba una molesta llovizna, que al descender era nieve pero al llegar al suelo era agua.
Giselle y Liam se habían alistado temprano. Para cuando dieron las seis en el reloj ya habían recorrido la mitad del camino, en dirección al extremo más alejado de la ciudad.
Giselle se reclinó en el asiento y apoyó su cabeza contra la ventanilla. Nunca había viajado en autobús antes, y no estaba segura de estar disfrutando la experiencia.
—La ciudad es muy sucia, nunca lo había notado —comentó, adormilada.
—Sí, el aire sobre todo. No sé cómo la gente que vive aquí puede respirar esto todos los días.
—Tendremos que acostumbrarnos ahora. Después de todo nos estableceremos aquí un tiempo.
—Eso supongo.
El autobús tomó una cerrada curva, sacudiéndose bruscamente. Sólo Liam dio un respingo. Los empleados y estudiantes que viajaban a su lado parecían estar entrenados en el bello arte de seguir durmiendo a pesar de encontrarse metidos en una gran chatarra de metal que se desplazaba a una velocidad promedio de sesenta kilómetros por hora; y cuyo conductor parecía enfocado en toparse cuanto bache o pozo se materialice en su camino.
—Esta cosa me está mareando —se quejó Liam, con una risa forzada.
—Ya falta poco. Jireh vive a siete calles de aquí.
Una nueva sacudida hizo que Liam se agarrara de su asiento con una mano, mientras con la otra sostenía su frente.
—Será mejor que bajemos ahora —resolvió Giselle, y Liam le lanzó una mirada agradecida—. De todos modos es más prudente caminar un poco por los alrededores antes de encontrarnos con él; de esa manera parecerá que estamos pasando el rato o haciendo tiempo, en lugar de estarnos dirigiendo a un edificio específico.
Se bajaron de un salto y vieron cómo el autobús se perdía en la lejanía. Una racha de viento azotó sus espaldas; ellos se subieron los cuellos de los abrigos en un intento de paliar el escalofrío que bajó por sus columnas.
Recorrieron el lugar con paso sereno. Las casas estaban cerradas, muchas se veían abandonadas. No se distinguía ni un alma en las cercanías. Localizaron la dirección asignada por la Orden a quien a partir de ese momento sería su proveedor.
Reprimieron un gesto de sorpresa. Lo que se alzaba ante ellos era una tienda de yogurt helado, alegremente decorada con pintura de bonitos colores pastel y un cono de helado sonriente, con hoyuelos en sus sonrosadas mejillas. Entraron y una campanilla tintineó divertida.
Un hombre de unos setenta años atravesó la puerta ubicada detrás del mostrador con un andar encorvado. Sus brillantes ojos de un azul acuoso denotaban la inocencia que podría estar presente en la mirada de un niño, y en su boca faltaban varios dientes.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó con voz cascada.
Liam se acercó lentamente y bajó el cuello de su abrigo, dejando a la vista la brillante cicatriz marcada a fuego.
Un gesto de reconocimiento atravesó los ojos del viejo, y una ligera sonrisa aleteó en su boca, dejando entrever un plateado diente postizo.
—Ya era hora —murmuró. Dirigió a Giselle una mirada interrogante. Ésta se desabotonó el cuello con un rápido ademán, y mostró su marca.
—Síganme.
Los guió a la trastienda, donde se repartían botes, frascos y paquetes cuyo contenido estaba destinado a convertirse en yogurt helado. A un lado de las cocinas se alineaban una serie de puertas que parecían pertenecer a frigoríficos. El viejo abrió la última puerta a la izquierda y la sostuvo para que puedan ingresar.
Dentro había una gran mesa cubierta con paquetes con formas familiares. En los estantes que cubrían las paredes se alineaban toda clase de armas, blancas y de fuego; y de objetos extravagantes. Unas cuantas más colgaban de las paredes. Cruces y reliquias religiosas se repartían por el lugar. Al fondo de la sala una gran vasija de cristal reposaba llena casi en su totalidad de un líquido cristalino.
—Pasen, necesitarán algunas cosas.
Jireh tomó un gran envoltorio de cuero de unos de los estantes y lo desplegó sobre la mesa. Dentro se alineaba una hermosa colección de dagas y cuchillos de la más fina plata. Tomó un paquete idéntico del mismo estante y lo puso sobre el primero. A continuación les alcanzó un par de bonitas escopetas recortadas. Al verlas, Liam emitió un silbido de admiración. Tomó una y preguntó:
—¿Qué clase de balas usa?
Jireh le alcanzó varias cajas que, al abrirlas, contenían una profusa cantidad de balas.
—Imposible que sea plomo.
—Plata, por supuesto. Y rellenas de algo un poco más especial. Igual que estas.
Otra caja fue puesta sobre la mesa. Esta vez contenía granadas, prolijamente ordenadas una junto a la otra. Giselle tomó una y la examinó.
—Agua bendita —dijo Jireh, señalando la vasija al fondo de la sala.
Dispuso también sobre la mesa un par de ametralladoras M240, otro de fusiles automáticos M 16 y dos AK 47; con sus respectivas balas. Una ballesta, acompañada de bellas flechas de plata, desentonaba en el conjunto.
—¿Cómo se llevarán todo esto?
—Supongo que tendremos que tomar un taxi.
—Esta es mi favorita —agregó Jireh, mostrando en su mano una reluciente pistola de grueso calibre—. Desert Eagle. Semiautomática. Con eso creo que tendrán suficiente, aunque me gustaría que prueben algunas de mis propias invenciones.
Extrajo de una funda de seda un objeto curioso. Eran cuatro sólidos anillos de plata unidos en fila, de los cuales emergían gruesas púas del mismo metal. Giselle lo miró curiosa.
—Es para los dedos, ¿ves? —explicó el viejo, emocionado—. Lo usas así —continuó, probándoselo— y un puñetazo dado con esto te juro que hiere a esos malditos.
—Me gusta —expresó Giselle, con una tímida sonrisa mientras se lo probaba— es liviano, puede ser muy útil.
—Quiero darles otra cosa —dijo Jireh, revolviendo en un cajón de madera junto a la puerta.
Extendió las manos. En ellas descansaba un par de negras botas de cuero.
—Ya tenemos de esas —rió Giselle, señalando sus pies.
—De estas, no —respondió Jireh apoyando las botas sobre la mesa.
Apretó los talones contra la superficie de la mesa con un ligero movimiento de su mano y dos hojas de afiladas cuchillas de plata salieron disparadas por la punta de la bota.
—Wow —dijeron Giselle y Liam al unísono.
—Les pondré algunas de estas también, entonces.
Poco a poco se habían ido acumulando los curiosos objetos, formando una pequeña pila en la mesa.
—Por supuesto no deben olvidar estos —comentó Jireh, arrojándoles un puñado de crucifijos y relicarios bellamente trabajados—. Ah, y esto creo que podrá gustarle —agregó en dirección a Giselle, mostrándole un costoso broche para el cabello. Era una hermosa pieza de orfebrería compuesta totalmente en plata, con una delicada mariposa tallada en amatista.
—Es hermoso, muchas gracias —respondió Giselle, pasando la punta de sus dedos por la bella mariposa.
—Gracias por todo —agregó Liam sinceramente.
—No hay que agradecer, es mi trabajo... y mi deber —respondió el viejo; y luego agregó, incómodo— Pueden llamar a un taxi desde el teléfono del mostrador; empacaré estas cosas para que se las lleven.
Media hora más tarde un taxi conducía por la ciudad, de vuelta al refugio; su maletero lleno de cajas que —según la etiqueta— contenían cincuenta litros de yogurt helado sabor vainilla.
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Mi sangre en tus venas [Completa]
VampiroEn un mundo donde los vampiros hacen estragos, todavía existen personas que intentan destruir (o al menos controlar) la maldad. Pero ¿qué pasa cuando esa maldad se filtra en su interior, transformándolos por dentro, alterando su existencia para siem...