IX

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El próximo capítulo será el final de esta historia... En fin, comencemos.


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A pesar de que la idea inicial era dejar a Samer en su casa y seguir a la suya, Ahmira, quien los había recibido con su habitual amabilidad, insistió de manera extraña en que se quedaran un rato más. Rato que eventualmente se convirtió en horas que la mujer madura pasó encerrada en su cuarto con Samira mientras Sarah y Samer jugaban cartas en la sala. Algo extraño pasaba.

–Iré al baño un momento, ¡no espíes! –, bromeó el hombre, refiriéndose a la mano de cartas que dejó en la mesa boca abajo en protección a ojos curiosos.

Sin embargo, en cuanto se alejó lo suficiente, corrió hacia las cortinillas que separaban la habitación principal del pequeño pasillo. Apoyando con sigilo la oreja contra la pared cercana.

–No me mires así Mamman, no es la gran cosa –le escuchó rezongar. Desde el ángulo que había escogido podía mirar un poco la espalda de Ahmira quien la cubría de ser descubierta por Samira, a quien si alcanzaba a mirarle gran parte del cuerpo. Lo que se tradujo en descubrir con impacto el motivo de la discusión entre las mujeres: una enorme herida abierta y aún sangrante en el abdomen expuesto de la morena. No la había podido notar debido a la túnica que se había puesto en el bar antes de ir por ella y Samer a la bodega. Era seguramente la razón por la que estuvo extraña durante toda la vuelta a casa. Se sintió estúpida por no haberse dado cuenta.

–No saldrás de aquí hasta que no me digas como pasó.

–No saldré, aunque te diga cómo pasó, ¿es así?

A juzgar por el tiempo que llevaba allí y la cara de profundo fastidio de la menor, entendió que Samira había aceptado mostrarle aquella herida luego de algún ultimátum o amenaza materna «si crees que los monstruos dan miedo es porque no te has enfrentado a la ira de una mamman» recordó las palabras que le había dicho una vez la Shurimana. Había heredado el carácter de su madre y en ese momento ambas se encontraban en una especie de guerra a la que ninguna parecía querer dar su brazo a torcer.

–¡Fue un descuido!, ¿ok? –Samira cedió– tan solo una situación inusual que no anticipé e hizo que bajara la guardia –, la madre destensó su cuerpo, cambiando su posición a una más relajada que despejó lo único que impedía a Samira verla desde ese ángulo. Sorprendiéndose de inmediato pero intentando disimular que la había descubierto– ...¡Pero estoy bien! –agregó cubriendo su herida por instinto sin poder dejar de mirar de reojo a la pelirroja quien la miraba también, sintiéndose atrapada al punto de poder moverse durante esos segundos– me he recuperado de cosas peores.

Sarah se alejó caminando de espaldas hasta salir de su rango de visión. Cuando regresó a la sala no había rastro del hombre, por lo que decidió salir al pequeño porche de la entrada a que le diera el aire. Todo volvía a repetirse.

Cuando era una niña, su madre había hecho de escudo humano entre ella y el par de disparos que le propinó el peor cliente que tuvo la forja familiar Fortune en toda su historia: Un infeliz que decidió matarlos a los tres tan solo por el capricho de no querer pagar, aun teniendo dinero de sobra, las armas que él mismo había encargado. Un par de hermosas pistolas gemelas grabadas a mano. Sus padres murieron ese día y una parte importante de ella también, pero otra había nacido. Sarah había sido testigo de todo el proceso de un año entero que había hecho su madre en fabricar aquellas armas hermosas, el orgullo de la talentosa Abigail Fortune.

Un buen condimentoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora