Capítulo VII

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A Fluke nunca le habían gustado los muelles. Sabía que era una
tontería.
Había vivido en la región de Coonawarra toda su vida y ese sitio
era lo más cercano a una playa de verdad que tenían allí. Además, le
encantaba la costa y el mar, pero había algo en las maderas que
formaban ese largo muelle que podía con él. No dejaban de crujir con cada paso que daba y entre las grietas de las tablas podía ver el mar moviéndose sin parar. Nunca se había sentido cómodo caminando sobre esa plataforma de madera que se movía
constantemente bajo sus pies.
Además, de vez en cuando había algún parche. Alguien había quitado las maderas podridas para ponerlas nuevas y el siempre se había preguntado cómo podrían calcular esas cosas, cómo sabían que había que cambiar ciertas maderas. Pensaba que a lo mejor esperaban a que se rompieran y cayera alguien al mar.
Trataba de ir andando y evitando pisar las maderas que parecían más viejas.
Estaba muy nervioso, pero no pensaba decírselo a Ohm. Se metió las manos en los bolsillos de su chaqueta. Tenía miedo de que él decidiera volver a agarrar una de sus manos como había hecho para levantarl del banco.
Mantuvo la mirada en el suelo, evitando las maderas viejas o
buscando la parte del muelle que se alzaba sobre grandes postes. Esa
zona le daba más seguridad.
Y mientras Fluke caminaba consciente de cada paso que daba, Ohm parecía más relajado que nunca. Suponía que, con unos pies tan grandes, no había manera de que pudiera colarse entre las maderas. Además, creía que ningún muelle en su sano juicio se atrevería a hacer que un Thitiwat cayera al mar.
Una de las maderas crujió más que las demás y cedió un poco cuando la pisó. Se quedó sin aliento y sintió que se le revolvía el estómago. Y no se sintió mejor hasta que llegaron al final del muelle y pudo aferrarse a la barandilla. Trató de respirar profundamente para calmarse.
Ohm comenzó a charlar con un par de lugareños que estaban pescando allí.
Pero Fluke no estaba interesado en si habían pescado mucho o no. Volvió su cara hacia el viento y respiró profundamente. Un poco más tranquilo al saber que al menos durante unos minutos iba a estar a salvo.
Cerró los ojos y contuvo el aire unos segundos. Dejó que el sonido de las gaviotas y el sol de ese día le recordaran que aún estaba vivo.

«No me va pasar nada, todo está bien», se dijo para animarse.
A Ohm no se le había pasado por alto lo tenso que estaba Fluke. Al principio, había supuesto que no le apetecía hablar porque todavía se sentía algo incómodo después de la última conversación que habían tenido, pero vio que parecía mareado y que apretaba la barandilla con fuerza.
Le puso una mano en el hombro.
–¿Estás bien?
Fluke se apartó para que dejara de tocarlo y sus ojos se abrieron de golpe. Había miedo en sus ojos.
–Sí.
–¿De verdad?
–Por supuesto que sí.
–No tienes buen aspecto.
Fluke estaba tratando de no mirarlo a los ojos.
–Bueno, la verdad que no me gustan los muelles –le confesó–. Eso es todo.
–¿Cómo?
–No me gustan los muelles de madera, las grietas que hay entre las tablas ni lo de poder ver el mar en movimiento bajo mis pies. Casi todas las maderas crujen, los tornillos están oxidados y siempre tengo la sensación de que, si se te cae algo, el océano se lo tragará y nunca volverás a verlo –le dijo casi sin aliento.
–¿Es que no sabes nadar? ¿Por eso te da miedo?
–¡No, claro que sé nadar! Es el muelle, que cruje, se mueve. No me gusta, eso es todo.
–¿Quieres que volvamos a la playa?
Sus ojos lo miraron con más miedo aún y su mano volvió a agarrarse a la barandilla.
–¡No! Todavía no. Dame un minuto o dos.
Ohm se apoyó en la barandilla junto a el. Había conseguido sorprenderlo.
Ese joven, que se había convertido en su peor enemigo, el chico que había defendido sus queridos vinos como un león, tenía miedo de algo tan simple como un muelle.
–¿Por qué no me lo dijiste? No teníamos por qué venir.
–No quería que lo supieras.
–Pero ¿por qué no?
–No quiero que pienses que soy patético.
–Yo no creo que seas patético.
–Sí, claro –le dijo Fluke con incredulidad–. Un hombre hecho y
derecho con miedo a una simple estructura de madera. No es patético,
ni ridículo… No…
–¿Acaso me estoy riendo, Fluke?
Fluke lo miró. Se fijó sobre todo en sus ojos, tratando quizás de adivinar si se estaría riendo de el por dentro, aunque su boca no sonriera. Después, giró de nuevo la cabeza hacia el mar.
Se quedaron unos minutos en silencio.
–Mis abuelos me trajeron aquí una vez cuando era pequeño.
Estaba agarrando con la mano mi peluche favorito, balanceándolo
como mi abuelo hacía conmigo. Vino una repentina ráfaga de viento que arrancó el osito de mi mano. Se deslizó entre los tablones y cayó
en el mar. Recuerdo que, mientras veía cómo se alejaba flotando, me
preguntaba por qué nadie saltaba al agua para rescatarlo.
–¿Fue entonces cuando te empezaron a dar miedo estos sitios?
–No. Creo que tampoco me gustaban antes. Todo ese espacio entre las tablas, todo ese océano bajo tus pies…
Holly no pudo evitar estremecerse.
–Pero a partir de ese día entendí que debía ser cautelosa.
Decidió que le vendría bien cambiar de tema. Además, era algo
que estaba deseando saber.
–¿Cuánto tiempo llevas viviendo con Gus?
Fluke encogió de hombros sin dejar de mirar hacia el mar.
–Desde los tres años, desde que mis padres murieron en un accidente de coche.
Se quedó unos segundos sin habla.
–Ya me había imaginado algo parecido, pero no había querido
preguntártelo –le confesó Ohm.
–Bueno, no es ningún secreto. Mis abuelos me cuidaron. Hasta que murió ella, mi abuela. Desde entonces, hemos estado solo los dos –le dijo–. Creo que lo más duro es no recordar a mis padres. Veo las fotografías o las ruinas de ese hospital donde mi padre trabajaba, es ese que te enseñé junto al lago, y no sé qué sentir, la verdad. Eran mis padres, pero para mí son casi un concepto abstracto. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Recuerdo mucho mejor lo que le pasó a mi peluche ese día, recuerdo el dolor que sentí al ver cómo se alejaba de mí.
Fluke se volvió hacia él.
–Es de locos, ¿no?
Fluke lo miró entonces con esos ojos de color café y los labios
entreabiertos. El viento agitaba mechones de pelo alrededor de su
cara y Ohm hizo lo único que podía hacer.
Se inclinó y lo besó. No fue más que un breve y suave roce de labios contra labios, solo eso, un tanteo, algo ligero como una pluma.
Pero fue lo suficiente para entender que sus labios tenían un gusto dulce y embriagador. Tal y como imaginaba que sabría la boca de un angel.
Sintió que se quedaba muy tenso e inmóvil.
–¿Por qué has hecho eso? –le preguntó con voz algo ronca y las mejillas sonrojadas.
Ohm no estaba seguro de tener la respuesta, no sabía cómo explicar
un impulso.
–Porque me pareció que necesitabas un beso. No lo sé…
–¡No sé por qué te he contado nada! –repuso Fluke sacudiendo la cabeza–. No sé qué estaba pensando, pero sí sé esto. ¡No quiero que vuelvas a hacerlo!
– Fluke, no…
–No quiero tu compasión. ¡Y no quiero tus besos! –lo interrumpió
Fluke.
–Pero Fluke …
–Es hora de volver a casa.
Fluke se dirigió a la orilla lo más rápido que pudo, pero sin olvidar
dónde ponía cada pie, evitando de nuevo las grietas más grandes y las tablas más viejas. Suponía que debía de parecer ridículo, como un loco bailando por el muelle, pero no podía evitarlo. El corazón le latía con fuerza en su pecho y seguía con el estómago revuelto.
Odiaba los muelles, pero odiaba aún más a los hombres que pensaban que podían hacer con él lo que quisieran, como si fuera, junto con su vinos, parte de la oferta.
Habían pasado ya diez años desde que  Inn rechazara la oferta de Mean Piravich y él saliera de su vida sin ni siquiera despedirse. Fluke había creído que él le gustaba, pero no había tardado en descubrir que en
realidad había estado mucho más interesado en los viñedos y en los
vinos.
Sentía que nada había cambiado en diez largos años y maldijo entre dientes.
No podía creerlo, Ohm lo había besado.
No entendía por qué. Sabía que el ni siquiera le gustaba. Y Fluke tenía muy claro que sentía lo mismo, sobre todo después de ese beso.

Los Thitiwat:  La Tentación del IndomableDonde viven las historias. Descúbrelo ahora