Prologo - La Guerra

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Badajoz, España, 1812

Seung Jo Baek corría por las calles y callejones de Badajoz como si lo persiguiera el diablo. O varios diablos.

La soldadesca británica, borracha, prendía fuego a los edificios y las llamas iluminaban sus caras, que parecían gárgolas. Los cuerpos de sus víctimas cubrieron las calles, soldados y ciudadanos civiles, hombres, mujeres y niños, cuya ropa española de colores estaba manchada del rojo de la sangre. A Seung Jo  le quemaban los oídos con el rugido de los fuegos, los gritos de mujeres y los llantos de bebés, pero ningún sonido le parecía tan terrible como las risas de los enloquecidos que se entregaban a las violaciones y el pillaje.

Seung Jo agarraba la pistola con fuerza, perseguido por varios soldados de casaca roja que esperaban hacerse con las pocas monedas que llevaban en los bolsillos. Eran los mismos hombres a cuyo lado había escalado ese mismo día las murallas de Badajoz bajo el fuego de los mosquetes franceses. Ahora estaban dispuestos a clavarle sus bayonetas por pura diversión.

Los consumía la sed de sangre, como resultado de la terrible batalla que habían soportado y que había matado a casi la mitad de los suyos. Entre los soldados se había esparcido el rumor de que Wellington había permitido tres horas de pillaje y ese rumor había sido como acercar una chispa a una tea. No era verdad, pero una vez que habían comenzado, ya no había quien los parara.

Había comenzado la verdadera pesadilla.

Después de que los franceses se retiraran a San Cristóbal y empezara el saqueo, el teniente de Seung Jo les había ordenado a él ya unos cuantos más que lo acompañaran a patrullar las calles.

—Pararemos el pillaje —había dicho.

La soldadesca atacó de inmediato a la patrulla de Seung Jo, que corrieron para salvar la vida. Seung Jo se había visto separado de los demás y buscaba ahora un lugar seguro en el que esconderse hasta que terminara aquella locura.

Corría por el laberinto de callejuelas y ya no sabía dónde estaba ni cómo salir. Al fin dejó de oír el golpeteo de pasos detrás de él y se detuvo a recobrar el aliento. Avanzó despacio, pegándose a las paredes y confiando en que no lo traicionara el sonido de su respiración agitada. Tenía que encontrar una puerta abierta o un hueco en un callejón.

Todavía resonaban gritos y figuras oscuras pasaban corriendo a su lado como fantasmas en la noche. El olor a madera quemada, a alcohol, a sangre y a pólvora asaltaba su olfato.

Seung Jo se deslizó a lo largo de las paredes hasta que llegó a un pequeño patio. La luz que descubrió un edificio incendiado le permitió ver a un soldado británico que sujetó a una mujer que se debatió en sus brazos. Un niño intentó retirar las manos del hombre de ella, pero otro soldado lo empujó y lo arrojó sobre un cuerpo cercano. El hombre rió como si simplemente estuviera jugando a los bolos.

Un tercer soldado levantó al niño y alzó una navaja, como con intención de cortarle el cuello. Seung Jo entró en el patio rugiendo como un antiguo celta y disparó la pistola. El soldado soltó la navaja y al chico y huyó con su compañero. Sin embargo el hombre que atacó a la mujer no pareció prestar atención al ataque de Seung Jo.

Se desató los pantalones y rió:

—Únete a la fiesta. Hay de sobra para ti también.

Seung Jo vio que aquel hombre llevaba el fajín rojo de los oficiales. El hombre se volvió y mostró la cara. Seung Jo lo conocía.

Era el teniente Joong Gu Parker, ayudante de campo del general de brigada Dong Wook Parker, su padre. Seung Jo los conocía a ambos desde niño. El general había convertido a la madre de Seung Jo en su amante antes de que se cumpliera un año de la muerte de su padre. Seung Jo sólo tenía entonces unos ocho años.

Mujer ProhibidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora