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Heredé; casi con toda seguridad, la paranoia de mi madre.

De niña solía impulsar sobre mi mente la inseguridad a cualquier precio, empezando por el no confiar en los demás y terminando por llevar siempre algo que me permitiera escapar, ¿escapar de qué? pero ella no respondía. 

Ella era la clase de mujer que ponía siempre un vaso con agua en la puerta de su habitación y mantenía junto a la cabecera de la cama un bate de metal, la desconfianza era crucial, no era por el hecho de haber nacido mujer; era, sencillamente, haber descubierto lo mucho que el mundo era cruel. 

Entonces, aquellos temores que rondaban su cabeza invadieron la mía y se mezclaron con las fantasías que producían la imaginación infantil de alguien que terror era todo lo que conocía, así que con el pasar de los años me acostumbré a esa mezcla de realidad consumida por la ficción, una que me acompañó hasta el final de mi vida.

Entonces, habían días un poco más calmados, más controlables, pero otros ciertamente eran escalofriantes. Me aseguraba tres, cuatro veces, que la puerta estuviera cerrada con llave, las ventanas cubiertas para que las sombras de la noche no se filtrasen y la atención a tope de cualquier ruido extraño. El problema era que si prestaba demasiada atención era extraña incluso mi respiración. Así que me alteraba más y más con el pasar de los minutos, bastaba con ser incapaz de apagar la bombilla de la habitación. 

Por más que cubriera las ventanas con sábanas, cerrara puertas y ventanas, me metiera a la cama e intentara convencerme de que no pasaba nada, mi mente se empeñaba en decirme que algo me ocurriría, sería perfecto poder decir que lo entendía, pero el terror es algo que aunque por instinto utilizamos no podremos explicarlo jamás por más que se le de un significado simplificado. 

Conmigo no aplicaba el meterse bajo la sábana y pensar que allí no me pasaría nada, de hecho me sentía aun más indefensa, razón por la que incluso llena de miedo y gritos no dados atorados en la garganta, no cerraba los ojos ni me cubría de pies a cabeza bajo ninguna circunstancia. Estar alerta es indispensable, más si te sientes en peligro en el lugar que se supone es el que te debe hacer sentir seguro, así que si algo me iba a suceder, al menos quería ser capaz de reaccionar viendo venir a lo que sea que fuera a entrar en mi pequeña casa. 

¿Qué sería? ¿Algún monstruo en particular? 

Incluso siendo adulta me sucedía. 

Todo iba bien y de repente...esa urgencia de ponerme a salvo de nada en particular. 

Me habría gustado al menos enojarme, pero no sabía lo que significaba eso. 

No-existe-un-lugar-seguro-en-el-mundo. 

Sea como fuere, en aquel entonces no sé a qué le temía más, lo cierto era que las personas reales eran mucho menos peligrosas que las cosas que mi mente sacaba a flote en los momentos menos oportunos que podía imaginar, cosa que significa presenciar tales cosas casi cada noche. 

En mi último año de bachillerato; entre crisis de días mal contados y noches mal vividas, un viejo profesor me enseñó que el miedo no era miedo en temor sino, quizás, una enorme duda. Desde entonces decidí hacerme amiga de aquella criatura que me perseguía desde mis más ajenos años, aquella cosa que me desgarraba por dentro y me impedía ver algo más que muerte, sangre y acecho, desmembramiento, sobresaltos ante cada mínimo cambio en el aire mismo y, por supuesto, el roce de las cosas inanimadas y muy ajenas a algo que sea realmente peligroso.

Yo quería hacerme amiga de...la persona que veía cada ves que me observaba en el espejo. 

Pero, independientemente de quién era yo, las noches difíciles siguieron viniendo.

Mi experiencia solitaria con la compañía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora