III

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Pronto; muy pronto, me di cuenta que Dios (asumiendo que existe más allá de un bonito y miserable cuento de hadas) era sólo un niño. Mientras pasaba las páginas de las viejas escrituras cada acción y reacción allí descritas no eran más que decisiones tomadas por el más recién nacido que el universo pudo haber concebido. 

Sin conciencia o control, ¿Quién soy para juzgar a Dios? Bien pues, yo también soy un niño. Y en honor a ese título me arrodillo y afirmo que como niño es imposible juzgar; porque un infante no tiene moralidad ni regla prescrita ante la realidad. Dios y yo; en iguales condiciones, nos invalidamos mutuamente. 

Justo después; al ser consciente de quién era yo, llegué a la conclusión de que la humanidad en sí misma no era más que un niño, uno muy perdido, sólo un niño que no reconoce su propio espíritu, un niño que no recuerda ni piensa, aun cuando lo hace. Eso era. 

Dios entonces se volvió tan humano para mí como se volvió Dios los niños. 

Casi sin reproche ni vacilación danzamos hacia un estado inconsciente, no lo sabemos; pero lo hacemos, vamos caminando tranquilamente a aquellos días donde todo lo que necesitábamos era un estímulo variado entre luz, movimiento y sonido, corremos hasta que sangramos o quizá ni siquiera un pie levantamos, niños, pequeños niños mal formados y sin embargo la perfecta imperfección. 

No pudimos ser obra de dios. 

Necesitábamos ser dios. 

Por tanto, he ahí la más simple de las respuestas, la más simple explicación a las decisiones de quien no fecunda ideas. 

¿Adultos? Sí, los conocemos, somos nosotros mismos, los niños averiados que cayeron en un crecimiento inevitable. 

Pero, ¿y dios?

Él no era el tema principal de la conversación, era el mundo y su escandalosa pequeñez.  

Mi experiencia solitaria con la compañía.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora