Capítulo 7: Ningún precipicio

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París. 14 de enero. 08:09h.

Sí, a estas alturas, y aunque puede que sea demasiado tarde para presentarme, lo voy a hacer. Y lo voy a hacer solo por un motivo: el primer estímulo al abrir los ojos aquella mañana, además del olor estupendo que me había otorgado la ducha de antes de dormir, fue un WhatsApp, un simple mensaje que me recordó la vida que dejé en España. Fue como un balde de agua fría y, a siete grados centígrados, te imaginarás cómo de horrible fue aquel chaparrón. Hasta entonces, y en cierto modo por culpa de quien dormía a mi derecha, no me había acordado de mi vida, la de verdad, de la que me había desprendido tan a la ligera.

-Ey, Sami, ¿cuándo vuelves? Tenemos bolo la semana que viene y Sara nos ha dejado tirados... ¿Estarás?

¿Quién era Sara? No lo sé, no tenía el placer de conocerla. Lo que sí sé es que era la encargada de poner la voz femenina al grupo en mi ausencia. Canto, la música es mi vida. Apenas con tres años ya utilizaba cualquier objeto a mi alcance como si fuera un micrófono, y ya con nueve y diez era el punto de mira en las reuniones familiares, la alegría de las fiestas. "Esta niña apunta maneras", "lleva la música en la sangre", "ya verás, Juan, ya verás, esta pequeñina nos va a sacar de pobres". Esas son algunas de las palabras con las que crecí, aunque no me gusta recordarlas porque siento que, de algún modo, tuve que decepcionarlos. Juan, por cierto, es mi padre, y él también es mi vida.

El caso es que, desde siempre, desde que tengo uso de razón, ha vagado en mí la férrea idea de dedicarme a la música, siendo ello el camino más directo hacia el fracaso. La crónica de una muerte anunciada, en palabras de mi madre, que siempre es tan sensata. Realmente no creo que ella lo haya reiterado tanto solo por su sensatez, más bien ha sido por el hecho de ser madre y por la necesidad tan desmedida que solo ellas entienden por querer vernos bien, estables y con un futuro prometedor e inquebrantable por delante. Y que yo quisiera ser cantante, por desgracia, no me prometía siquiera un día constante. Ni uno. Mi vida nunca había sido lineal, yo no conocía lo seguro. No me podía permitir el acostumbrarme a nada porque pronto dejaría de ser una costumbre y, mientras, me tocaba observar cómo todo mi alrededor ya construía los cimientos de sus vidas.

Y sí, por más que me costase aceptarlo, mi madre tenía razón. Mi empecinado camino hacia la música tan solo me estaba llevando hacia un lugar que no tenía salida, que me obligaría a cambiar de rumbo para evitar un estallido, el gran colapso de mí misma contra el muro que se oponía ante mi sueño. Por eso, siempre, y a pesar de ser integrante de un humilde grupo de música valenciana (como yo, y como la horchata... a cuál más buena), había compaginado las noches hasta las tantas de la madrugada en bolos de aforo ilimitado, aunque lo tuviera, con mañanas y tardes limpiando las oficinas de un bufete de abogados, vendiendo comida rápida en un local que recién abría sus puertas en la ciudad, doblando ropa en una y varias tiendas o animando a niños y niñas en la piscina de un hotel en Benidorm. Porque sí, aunque pueda parecerte lo contrario, estudié animación sociocultural y turística hace ya varios años por sentir que cumplía con el deber de formarme, y pude ejercer de ello un tiempo.

El conjunto de toda esta maraña de situaciones tan dispares y caóticas es lo que, a fin de cuentas, me arrastró hasta ese viaje apresurado. Mi último trabajo había sido demoledor, vendiendo comida rápida en una tienda con una afluencia desbocada a diario. Y si te cuento cuál era mi horario, te echarás las manos a la cabeza. Era una cucaracha meneando sus patitas después de recibir varios chanclazos despiadados... ¡Bendito símil que me regaló Elisa! ¡Me describió a la perfección! No podía más. Nadie en su sano juicio podría con un ritmo de trabajo en el que apenas puedes respirar, en el que el sudor forma parte de una extensión más de ti misma, en el que debes callar por un salario que ni siquiera es el que te corresponde... ¿Qué puede corresponderte a cambio de no tener vida? Por eso, me fui. Por eso, necesité desaparecer por un tiempo. Por eso, no quise contestar el mensaje.

Atardecer en nuestra ciudadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora