Benidorm. 9 de abril 14:15h
Estuve esperando su llamada tres días. Llamada que nunca llegó.
Ese lunes entré a trabajar al hotel muy temprano. Mi labor era bastante sencilla: tan solo tenía que animar un poco el ambiente. A veces, bailaba mientras los huéspedes me seguían el ritmo dentro de la piscina (quién iba a decirme a mí que iba a terminar ganándome la vida así cuando yo solo sé dar vueltas como un pato mareado en cuanto al baile se refiere). Otras veces, me limitaba a entretener a los más pequeños con un sinfín de actividades que pillaba por Internet y con los materiales que encontraba desperdigados por la ludoteca del hotel. El público más exigente, sin duda alguna, son los niños porque no se conforman con cualquier migaja que les des, exigen todo de ti. E incluso, en alguna ocasión, tuve que improvisar un karaoke para alborotar a la gente y romper un poco el hielo. Carmen, mi compañera, me decía que cantaba como los ángeles, aunque yo por el momento preferí omitir que formaba parte de un grupo de música valenciana. ¿Por qué? Pues no lo sé. Creo que a veces cuidamos de más todo aquello que verdaderamente nos importa porque sabemos que cualquier mal comentario hacia ello va a calar en nuestra piel abriendo una herida que, por supuesto, dolerá.
En el hotel, me lo pasaba bien, en realidad. Y cuando estás en un buen ambiente y apenas tienes tiempo para pensar, las horas se van volando, por suerte o por desgracia, como lo quieras tomar. Ese día tuve la sensación de haber parpadeado un par de veces y que tras hacer ese simple gesto la jornada ya había concluido, sin yo apenas darme cuenta. Recogí mis cosas y me despedí de los que, por el contrario, comenzaban con su jornada de trabajo. A mí a veces también me tocaba currar por las tardes, algo que no me hacía mucha gracia, la verdad. Prefería las mañanas, sentía que así aprovechaba más el día.
Del hotel iba directa al ensayo general con la banda; esa misma noche teníamos un bolo en Alicante, en una de esas discotecas tan antiquísimas que todo alicantino, al menos una vez en su vida, ha terminado teniendo una buena marcha ahí dentro. Las expectativas eran altas, cómo no, y la emoción de todos nosotros iba en concordancia.
Pero lo vi y todo se me olvidó de golpe. Estaba apoyado en el morro de su coche, aparcado en la puerta del hotel. En ese momento, le pasaba una pelota a unos críos que jugueteaban a unos metros de distancia, así que lo pillé desprevenido. Y, joder, así siempre se veía odiosamente más guapo, tremendamente más interesante y desesperadamente más irresistible. Tuve que hacer un esfuerzo demencial para no ir corriendo hacia él y apretarlo con todas mis fuerzas junto a mi cuerpo. Que estuviera ahí, esperándome sin yo esperarlo, me hacía la chica más feliz del universo. Parecía una pava de quince años que se reencuentra con el chico que le gusta el primer día de clases, tras todo un largo verano sin verse.
Flavio fruncía el ceño por el calor que hacía ese día hasta que cruzamos la mirada y su rostro pareció destensarse de repente. Se había dejado crecer los pelitos que aparecían siempre por su mentón y llevaba unos pantalones cortos, hasta las rodillas, que dejaban al descubierto lo fortalecidas que tenía sus piernas. Si es que te digo que fue enorme mi contención en cuanto lo vi... No sé cómo lo hice, pero fingí una compostura que nada tenía que ver con lo que explotaba dentro de mi cuerpo en ese mismo instante. La noche de San Juan se queda corta, lo prometo. Me temblaba todo, hasta el dedo meñique de los pies y el lóbulo de las orejas, hasta los pelitos que se escapaban de mi coleta y la voz que temía que no saliera en cuanto tuviese que abrir la boca delante de él. Todo. Me temblaba todo, todito, todo.
Llegué hasta él más rápido de lo que pude controlar porque avanzó al mismo tiempo que yo hacía lo mismo. Y volví a sentir nuestros pasos. Mágicamente. Después de muchos días sin hacerlo, volví a vernos en la misma dirección, sin un maldito centímetro que molestase en medio de los dos.
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Atardecer en nuestra ciudad
FanfictionHay personas que son como los atardeceres. Eso asegura Samantha de Flavio, que es como un atardecer, que ilumina, que embellece, que abraza, que ensimisma, que alucina... y que se va. Porque, aunque quisiera lo contrario, ese pequeño espectáculo nat...