Capítulo 9: Malas decisiones

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 París. 15 de enero. 13:36h.

Para cuando abrí los ojos aquella mañana, Flavio aún seguía dormido. A mi lado. A. Mi. Lado. Me costaba discernir entre lo que era real y lo que era un sueño, aún tenía las legañas incrustadas en los ojos, pero no era por eso... era por lo perfecto que me parecía todo aquello: estar abrazada a Flavio. La imagen con la que yo desperté aquel día, el tercero ya en París, podría haber sido perfectamente una estampa extraída de algún sueño, quizá de alguno muy romántico en el que él habría confesado lo perdidamente enamorado que estaba de mí para después terminar en una habitación de hotel brindando por nuestro amor con champán y pétalos de rosa desperdigados por el suelo o, por el contrario... podría haber sido producto de una fantasía sexual en la que no habríamos llegado a esa habitación precisamente para ser de lo más románticos, en la que cabecero de la cama hubiese palpitado más que nuestros genitales y los huéspedes de al lado se hubieran quejado aún más de lo que lo hicieron la noche anterior. Pero... ni una cosa, ni la otra. Aunque, a decir verdad, yo estaba dando saltos de alegría, sin mover siquiera las pestañas para no despertarlo, eso sí. Era tan bonito... tan, tan bonito... Verlo dormir era el momento perfecto para poder mirarlo con total libertad, sin miedo a que pudiera descubrir en mí toda la intensidad de sentimientos que me generaba tan solo por su mera presencia. Disfruté. Admiré durante unos minutos cómo dormía, plácido y sereno, consiguiendo incluso trasportarme a mí hacia ese estado tan pacífico por el que yo no solía vagar a excepción de que estuviera haciendo lo mismo que él: dormir.

¿He dicho antes aquella mañana? De mañana nada, chata, la una y media del mediodía ya hacía acto de presencia por el cielo de París, con unos ligeros rayos de sol que trataban de engañarnos prometiendo un poco de calor, pero no... ¡hacía un frío del demonio!

Dejé a Flavio durmiendo cual angelito inofensivo sobre la cama y, lo primero que hice al levantarme, fue quitarme los malditos calzoncillos que llevaba puestos encima del pantalón del pijama. ¿Por qué? No lo sé, y era mejor no saberlo supongo. Entré al baño y observé mi figura frente al espejo. El pijama de Flavio, con rayas horizontales de color azul marino y blanco, me iba algo grande. Mi cuerpo, delgado y perezoso a esas alturas de la mañana (lo sé, no era por la mañana, pero yo lo sentía así), quedaba oculto debajo de las holgadas prendas que él me había prestado para dormir. Olía a Flavio, y ni siquiera el rico olor de un buen chocolate caliente podía igualarse al aroma que él desprendía. ¿Top 3 de mis cosas preferidas además de abrazarlo? También.

Suspiré. Comenzaba a darme miedo que en mi cabeza solo hubiera espacio para Flavio, Flavio, Flavio y más Flavio... y un poquito más de Flavio, porque nunca era suficiente. ¡Por Dios, que estaba en París! ¡Que ese era mi sueño! ¿Tantos años dando la tabarra con aquel viaje para eso? ¿Para que un tío que conocía desde hacía dos minutos y medio lo eclipsara? No me gustaba. Es decir, él me gustaba, y me gustaba que me gustara, y yo sabía que le gustaba (si no, no me miraría de esa forma tan... ejem), y me gustaba gustarle, y me gustaba que nos gustáramos... Lo que no me gustaban eran las circunstancias, que juraban ser efímeras y volátiles. Porque yo no me veía compenetrando con Flavio solo en la cama, porque los muelles del colchón que sostenían mis neuronas rechinaban cuando hablaba con él, sin parar, con toda la fuerza que requiere un ñiqui ñiqui intelectual. Que a mí Flavio no me valía para un polvo y si te he visto no me cuerdo. ¿Y para qué traspasar la línea de algo que sabes que va a acabar en un abismo? Como él siempre me dijo... Pero, hala, ahí estaba yo: embadurnada de su perfume natural y fundida en una ropa que gritaba "Flavio" más de lo que hacía mi cabeza. En fin... se me anudó el estómago. Y no, esta vez no fue por las mariposas: fue el miedo, el pavor de enamora... no quería ni decirlo.

Y, siguiendo el mismo patrón del día anterior, cuando salí del baño lo encontré todo impoluto, en su lugar y bien ordenado. Y Flavio, cómo no, asomado en el balcón, alucinando con la ciudad, creía yo. Tras oír el ruido al cerrar la puerta del cuarto de baño, se giró y me encontró envuelta en su tan sexy y provocador pijama de rayas... Ah, no, que parecía un maldito espantapájaros con él y, para más inri, el ovillo de mechones rubios que se alzaba sobre mi coronilla reforzaba aún más aquella patética imagen.

Atardecer en nuestra ciudadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora