París. 15 de enero. 19:42h.
La tarde se fue en un abrir y cerrar de ojos, o en un entrar y salir de tiendas... Porque sí, definitivamente, decidí ir de "compras". Y esto último lo escribo entre comillas porque no fue en un sentido literal. Si fuera una influencer y tuviera que plantarme delante de una cámara para hacer uno de esos hauls de los que presumen en sus redes sociales, mi haul hubiera reunido la maravillosa cifra de cero likes... y algún que otro bloqueo más que merecido. Pero si quieres saber qué fue lo que compré, no me haré de rogar: un pack de siete braguitas, una más "formal" y sin costuras aparte y unos cuantos pares de calcetines. ¡Ah! Y cuando pasé por el supermercado, pillé un cepillo de dientes, de los de cerda suave. ¿Qué? ¿Me das un like?
Fue una compra de artículos de emergencia. Con ropa interior y un cepillo de dientes tenía para abastecerme los días que siguiera en París que, a juzgar por la cantidad de bragas que compré, no debían ser más de ocho. Lo más que hice de tienda en tienda fue admirar, turistear en grandes almacenes que también podía encontrar en España pero que estando en otro país me llegaban a resultar incluso desconocidos. ¡Maldije ser pobre! Mis ojos se enamoraron de cada prenda que encontraban y mi cerebro enseguida hacía una previsualización de cómo se verían en mi cuerpo... y me veía espléndida, hermosa, glamorosa. Enfundada en telas parisinas solo podía lucir así, preciosísima. Por eso, cuando terminé mi recorrido ficticio de shopping por la ciudad y miré el interior de mi tote bag de París (la compré en un estanco por tres euros) degusté una sensación un tanto mediocre. Bragas, calcetines y un cepillo de dientes era todo lo que tenía... frente a vestidos que robaban el aliento, lencería que te dejaba directamente sin oxígeno o bolsos que brillaban más que mi futuro, que era todo lo que había visto a lo largo de la tarde.
Por eso, cuando aún llevaba mi tote bag sobre el hombro escondiendo aquellos artículos de emergencia y Marion me hizo pasar a su vestidor, casi olvido el lugar en el que me encontraba. La mujer acumulaba un montón de ropa, muy prestigiada, además, a lo largo de toda la estancia. Una estancia que triplicaba en metros cuadrados a la habitación de hotel en la que Flavio y yo nos estábamos hospedando. Metros y metros de ropa, de telas brillantinas y lentejuelas, de sombreros de diferentes texturas, de boinas de todos los colores, de zapatos de piel, botines y tacones, de vestidos con estampados colorines, ¡de maniquíes con conjuntos a medio hacer! ¡¡Fue lo más alucinante que vi en mucho tiempo!! Aparte de la Torre Eiffel y el subnormal que había huido de mí aquella tarde...
-¿Qué te parece? -inquirió Elisa al descubrir mi asombro. Yo tenía la boca abierta y me negaba a parpadear por si llegaba a perderme algún detalle de todo el inmenso valor que había reunido allí, delante de mis narices. -Marion fue jefa de redacción de una revista de moda, creo que llegué a contártelo. Es estilista, además. Si algún día necesitas alguna ayudita, no dudes en contactar con ella. Es increíble todo su trabajo.
Miré a la mujer en cuestión. Pelirroja, su melena no llegaba a rozar los hombros, flequillo, piel blanquecina, gafas de pasta negra con cristales ovalados, labios gruesos y pintados de rojo, argollas de oro colgando en los lóbulos de sus orejas, cuello alto y arrugado, esbelta, elegante. Acariciaba a su caniche en los brazos y respondía a mi alucinación con una sonrisa enorme, orgullosa. ¿Y quién no estaría orgullosa con tremendo armario bajo su poder?
-Todo lo ha diseñado ella -prosiguió Elisa. -Pijamas, pantalones, petos... Hace unos años sacó una colección de ropa interior y me regaló un par de conjuntos en mi cumpleaños. Las que llevo ahora son de ella -se bajó un poquito el pantalón y vi la costura de unas bragas rojas asomando por su cintura.
Yo seguía con la boca abierta, aferrada a mi tote bag y con mis artículos de emergencia tan mediocres ahí dentro. Marion dio un par de pasos y se acercó, posó su mano en mi hombro y destinó una mirada gentil hacia mí. Su perro nos miraba a las dos, aún acurrucado en la mano izquierda de su dueña, sintiéndose el rey de aquella casa.
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Atardecer en nuestra ciudad
FanfictionHay personas que son como los atardeceres. Eso asegura Samantha de Flavio, que es como un atardecer, que ilumina, que embellece, que abraza, que ensimisma, que alucina... y que se va. Porque, aunque quisiera lo contrario, ese pequeño espectáculo nat...