Capítulo 24: Sáname

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Madrid. 10 de mayo. 19:16h.

Llegué a odiar Madrid. Madrid. Madrid. Madrid. Madrid. Es que hasta me sonaba muy mal su nombre. Ma-drid. Sonaba... raro. Sonaba a que no podría volver a ver a Flavio hasta dos días después, como mínimo. Sonaba a distancia, y yo ya estaba asqueada de esa palabra.

Nos vimos mucho durante el último mes. Quedábamos en cuanto podíamos, haciéndonos un hueco entre tanta rutina y obligaciones. Siempre encontrábamos un cauce en el que poder confluir. Y la verdad es que era bonito. No sé, que en tus ratos libres escapes para compartir tiempo con otra persona me parece un detalle preciosísimo, dice mucho de las ganas que hay para que todo marche bien. Grita amor por todas partes.

Empezamos de cero en todos los sentidos. En todos. Todos. Y con esto me refiero a que ya no recordaba cuál había sido nuestro último beso, ni siquiera sabía si iba a haber uno próximo. A veces tenía la sensación de que había dejado de gustarle, de que funcionábamos de perlas siendo amigos y confiándonos nuestros problemas pero que eso nunca podría ser así si cruzábamos la línea de la amistad. Fue una época extraña, así que me limitaba a callar mi amor por él porque, de lo contrario, temía que todo lo que estábamos consiguiendo juntos se fuera por la borda.

Otras veces, y no podía evitarlo, me aferraba a ese pequeño halo de luz que me decía que sí, que ese tío de ojos rasgados tenía que seguir babeando por mí. Porque eso no se olvida de la noche a la mañana, joder. Una tarde, sentados en un banco de un parque infantil mientras comíamos un par de pipas, intenté sonsacarle algo más de su nuevo libro. Sabía que estaba ambientado en París y que tenía por título Atardecer en nuestra ciudad. Eso no era un pequeño halo de luz, no, eso era un destello enorme que te dejaba ciega directamente, lo sé.

-Samantha, quedan dos semanas para que puedas leerlo. Es mejor mantener el misterio -me dijo poniendo los ojos en blanco. Se hacía el duro, pero le encantaba que le insistiese una y otra vez. ¿A quién no?

-Eres cruel.

-Y tú una impaciente...

-Bueno, mejor ser impaciente que cruel, desde luego.

Sonrió y supe que lo había ablandado un poquito.

-¿Qué quieres saber?

-Una frase. Solo una y me callo.

Se lo pensó unos segundos. Yo mientras lo observaba, ya ni siquiera quería seguir mordisqueando las pipas, que habían dejado cierto escozor en mi boca. Todos mis sentidos estaban centrados en Flavio, que parecía que nunca se iba a animar a abrir la maldita boca.

Hasta que lo hizo y se llevó mi voz.

-Para aquellas personas que son faro, y desde donde se ven los mejores atardeceres.

Ahora, dos semanas más tarde, leía esa misma frase en una de las primeras páginas del libro; era la dedicatoria. Me detuve en cada una de las palabras que la conformaban, escritas con una letra en cursiva y tras un fondo de un blanco puro y limpio como las nubes. No pasaron desapercibidas aquella tarde comiendo pipas cerca de mi casa, así como tampoco lo hicieron aquella otra tarde, ya en Madrid. Me adentré tanto en esa hoja que el resto dejó de importarme. O más bien, lo olvidé. Oía el bullicio que estallaba a mi alrededor, mi corazón aumentaba el ritmo de sus latidos sin siquiera una pizca de consideración y no podía ignorar el olor tan característico que desprendía el abrigo que me había prestado Elisa minutos atrás... pero, aun así, mi cerebro decidió omitirlos para que las palabras que tenía escritas delante acapararan cada centímetro de mí.

-Pues sí que hay gente, sí...

Alcé la vista y encontré a Elisa a mi derecha con los ojos como platos, observando a la multitud que nos rodeaba y que crecía segundo tras segundo, sin parar. Ninguna de las dos esperábamos encontrar el caos que empezaba a enmarañarse dentro de aquel lugar: en primera fila, algunos medios de comunicación y la prensa; en las siguientes filas, apenas reconocía a nadie, solo a la madre de Flavio junto a Pablo, que miraba a su alrededor con un asombro más abismal que el que pudiéramos tener Elisa y yo en ese momento; en el escenario, una pantalla enorme detrás de dos taburetes negros con una mesa en medio; y al fondo, detrás de nosotras, había una especie de photocall al lado de un largo mostrador con libros y artículos de merchandising para promocionar la obra, como bolsas de tela, tazas o bolígrafos.

Atardecer en nuestra ciudadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora