Murcia. 4 de junio. 12:18h.
Hay golpes que te embisten cuando menos lo esperas. Parece que lo hacen adrede, que estaban esperando a que te despistaras con el más mínimo detalle para lanzarse sobre ti y tumbarte en el suelo. En mi caso, sentí que había caído de un precipicio tan alto que podría morir en cualquier momento mientras descendía, sin arneses sujetos a mí ni nada que se le parezca. Y no terminé de caer hasta pasadas unas cuantas semanas.
No dormí en toda la noche, Flavio tampoco. A decir verdad, soy incapaz de describir con exactitud lo que viví aquella madrugada. Disocié. Mi cuerpo, supongo que a modo de supervivencia, decidió no sentir más, encajar el golpe sin ningún tipo de dolor. Al menos, no uno inmediato. Porque, de igual forma, dolió, solo que a largo plazo. Tenía el corazón anestesiado, y creo que eso me ayudó a resistir a nuestra despedida.
Por suerte, ya estaba en Murcia desde hacía unos días, así que el trayecto hacia el hospital donde se encontraba interna Elisa duró menos de lo que hubiese deseado. No tuve tiempo para prepararme mentalmente, aunque aun teniendo todas las horas del reloj por delante, no hubiese podido hacerlo. ¿Cómo se le dice adiós a una persona con la que permanecerías hablando hasta el final de tus días? Es algo imposible, sencillamente imposible. Es como esperar un poco de agua en medio de un desierto, es... antinatura. Tenían que robarme mi voz para poder pronunciar ese adiós, porque de mí no podría salir.
Había sufrido un ictus la noche anterior. No iba a superarlo, eso fue lo que nos había dicho Marion cuando nos llamó para comunicárnoslo. No iba a hacerlo, a pesar de que su corazón seguía latiendo como un auténtico guerrero, muy al estilo de Elisa. Elisa era lo más increíble que habían conocido mis ojos. Lo más, y por eso no entendía que pudiera apagarse, que su viveza impermeable nunca más volviera a eclipsarme aunque tan solo fuera para importunarme.
Cuando Flavio subió el freno de mano, al llegar al hospital, vi que lo hizo temblando. Y me impactó. La serenidad personificada se había quebrado de golpe para convertirse en un nudo de nervios, así de grave era el asunto. Flavio temblando. Subí la mirada para observarlo de frente y pude ver el temblor también en sus ojos, el miedo a un posible final con el que no estás nada de acuerdo, el dolor que, al igual que conmigo, prometía ser tremendamente cruel... Suspiró y posó su mano asustada sobre la mía, que reposaba en mi regazo. Hundió sus dedos sobre los míos, entrelazándolos con fuerza. Temblamos juntos. El mismo miedo. El mismo dolor.
-¿Bien? -inquirió, algo dubitativo. -¿Preparada?
Asentí, aunque no lo estaba y él lo sabía.
-Hazte a la idea de que... es decir... Elisa no...
-Ya lo sé, Flavio. Otra cosa es que no lo quiera comprender -lo interrumpí con la mirada perdida al frente.
Yo estaba perdida.
Mi mundo estaba perdido sin ella. Mis palabras. Mis dudas. Mis incertidumbres. Era ella quien las callaba, quien conseguía dormirlas por un rato y que, de esa forma, yo pudiera descansar. ¿Y ahora qué?
Salimos del coche y entramos en aquel edificio blanco y apático por dentro. No dijimos palabra hasta que llegamos a una sala y nos encontramos con los hijos de Elisa. Internamente me reí, fue la única vez que lo hice y la última durante unos días. Habían sido tantas las veces en las que aquella mujer se había quejado de su propia familia que me parecía divertido ponerles cara de una vez. Lo que no era divertido eran las circunstancias, claro. Nunca imaginé que los iba a conocer cuando Elisa ya no podría quejarse de ellos, cuando Elisa ya no era mi Elisa.
Supongo que lo que te hace odiar un poco a tu familia es eso, precisamente, que son tu familia. Porque sus hijos fueron un encanto con nosotros dos, a pesar del duro trance por el que estaban pasando en esos instantes. Elena, la hija mayor, nos acogió con mucho cariño y nos permitió unos últimos minutos con su madre. Creo que no hay acto de generosidad más grande. Ni un acto de amor, porque ese gesto tan desinteresado nació del amor tan inmenso que siente una hija por su madre, que es eterno, que no conoce límites, que podría desbordar hasta el planeta Tierra y me quedo corta.
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Atardecer en nuestra ciudad
Fiksi PenggemarHay personas que son como los atardeceres. Eso asegura Samantha de Flavio, que es como un atardecer, que ilumina, que embellece, que abraza, que ensimisma, que alucina... y que se va. Porque, aunque quisiera lo contrario, ese pequeño espectáculo nat...