Capítulo 6: París

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Rue Monge (París). 13 de enero 23:24h.

La llegada al corazón de París era inminente y, por tanto, la despedida entre nosotros tres también lo era. Mis piernas se movían con nerviosismo sobre la alfombrilla de goma de color negro que decoraba el suelo del coche. Lo hacía en un acto involuntario, sin ser consciente de ese movimiento insistente en mí que, incluso, provocaba un ligero ruido al chocar la zuela de mis Dr. Martens (llenas de arena, por cierto) con la superficie del vehículo. Lo hacía sin darme cuenta, pero no porque fuera algo usual en mí, al contrario. Lo hacía porque los nervios me habían dominado por completo.

¿Y qué me producía más nervios? ¿Conocer la capital de Francia con la que tanto había soñado o decirle adiós a dos desconocidos que ya nunca dejarían de serlo?

-¡Ahí! -gritó Elisa con emoción. -¡Ahí está! ¡Mírala, qué guapa!

A Elisa la esperaba una buena amiga en Rue Monge, una larga calle ubicada en el quinto distrito de París y que desemboca en Avenue des Gobelins. Todo esto lo sé gracias al GPS del que Flavio se ayudaba para no perdernos situados ya a escasos metros de nuestro destino final. Una señora aferrada a un largo albornoz de franela junto a un caniche de pelaje blanco y rizado se abrazaba a sí misma a expensas de que nuestro coche se detuviera, a expensas de un reencuentro que ya todos ansiábamos. Esa señora era Marion, de setenta y tres años recién cumplidos. Tenía cuatro hijos varones y los cuatro vivían en Bélgica con su padre, lejos del país que los vio crecer y, también, de quien los hizo crecer. Divorciada, amante de los animales y de la vida lujuriosa, de esa que ella misma se podía permitir. Trabajó durante treinta años como jefa de redacción en una de las revistas de moda más populares del país que por fin se abría paso ante mis ojos azules más que luminosos. ¿De verdad estaba ahí? ¿En París? ¿De verdad había llegado el día en el que las charlas interminables y utópicas con mi mejor amiga se habían materializado, aunque sin ella a mi lado? ¿De verdad de la buena?

El coche se detuvo. Lo hizo en doble fila, de la única manera viable en una calle abarrotada de vehículos bien estacionados que obligaba a eso, precisamente: a parar donde no se podía por reglamento. Y ello, por desgracia, implicaba una despedida a las prisas, rápida e insuficiente. Elisa se deshizo del cinturón de seguridad con premura, corrió a besar en la mejilla a Flavio y a mí, sentada detrás de su asiento, me alargó la mano derecha que no dudé en apretar con cariño. Era una mano suave, aprisionada de arrugas y pliegues que hacían sentir su tacto mucho más agradable y tierno. Estaba fría porque París también lo estaba, al igual que ese instante entre nosotros, que discurría entre nuestros dedos como el agua, desenfrenado Se soltó de mí, abrió la puerta con precaución para no ser atropellada nada más llegar a la ciudad y...

-¡Tened cuidado, niños! ¡Disfrutad muchísimo! ¡Y comed churros, no os olvidéis de tremendo manjar! ¡Sobre todo tú, Samantha no tradicional! Y si queréis... -hizo una señal con la mano, simulando un teléfono.

Y se fue.

-Ha sido un placer, Elisa -murmuró muy bajito Flavio, cuando ya la mujer corría a sentir el calor de su buena amiga y no pudo alcanzar a oírlo.

Qué vacío tan tremendo. Cuando la puerta se cerró fue como los primeros segundos después del final de una buena película o, peor aún, de una serie que te ha acompañado varias noches en vela, de un libro que ha paralizado tu vida hasta esa última palabra, hasta que ya no quedan letras que te cuenten más, hasta que ya no hay más ficción y tienes que enfrentarte a tu realidad. Aquel portazo tan apresurado fue sinónimo de un final que no aceptas, de un adiós que a la fuerza te empeñas en sustituir por un hasta luego. Y ni así, sientes alivio. Ni un hasta luego es válido.

Atardecer en nuestra ciudadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora