Alicante. 23 de febrero. 12:16h.
Mi hermana vivía por y para el trabajo y siempre la había admirado por ello. Me parecía una señal de éxito absoluto que hubiese logrado todo lo que algún día se había propuesto a nivel profesional. La idolatraba, y creo que eso me forjó una imagen perfecta de ella que, evidentemente, no se correspondía con la realidad. Porque nadie es perfecto. Absolutamente nadie lo es.
Por eso, que llevara dos días ausente en su trabajo me alarmó, y muchísimo. Fue mi madre quien lo pronunció aquella mañana mientras desayunábamos y, aunque el supuesto motivo que le impedía ir a trabajar era una de esas gripes que te tumban y te inmovilizan en el sofá, yo no me lo creí. Mi hermana, aun ardiendo en fiebre, siempre aparecía por la oficina. Lo sabía porque se había ganado un par de regañinas de mis padres y porque siempre arrasaba con los medicamentos y los remedios que teníamos en casa para aliviar su malestar y así cumplir con sus obligaciones.
Recordé lo que me había dicho la última vez que la vi: que siempre estaría para mí. Y... creo que las hermanas también tenemos ese instinto propio de las madres para detectar cuando algo no va bien porque, no sé muy bien cómo, supe que de alguna forma me necesitaba. Y si ella siempre iba a estar para mí, esa incondicionalidad tenía que ser recíproca.
Toqué el timbre de su piso y abrió la puerta con un aspecto descuidado que la alejaba bastante de la pulcritud en la que vivía a diario. Primer indicio que decía que no me equivocaba en mis sospechas. Pijama de rayas, moño caído, ojeras aplastantes, gafas de vista y no lentillas, nariz colorada... Y no, no era gripe, claro que no. Bastaba con verla para percatarse de que no era así.
Regañó el rostro en cuanto me vio. No sé cuánto hacía que no me plantaba en su casa, pero fácilmente podrían haber pasado meses. No solíamos vernos a menudo. No solíamos hablar a diario. No solíamos contarnos nuestras cosas. No solíamos hacer nada de lo común por ser hermanas, pero... me necesitaba y yo iba a estar ahí, siempre, dejando de lado todo aquello con lo que no solíamos cumplir.
La abracé y se rompió en mis brazos, y eso me rompió un poco a mí. Segundo indicio revelador que indicaba que algo no iba a bien. Nunca se está preparada para socorrer a una hermana mayor, ¿cómo se hace? Siempre son ellas las que protegen, las que se preocupan, las que te salvan, las que cuentan con las respuestas correctas por haber vivido más que tú. ¿Yo qué podía ofrecerle a ella, que era todo lo que estaba bien en esta vida? Por eso, en un primer momento, me quedé paralizaba, abrazándola pero sin saber qué decir para calmarla. Y deseé con todas mis fuerzas que solo un medicamento de los que teníamos en casa pudiera mitigar su dolor. Ojalá la pena del alma, la del corazón, la que te aniquila y afila cada pedazo de ti para volverlo más punzante, también desapareciera con un jarabe o una pócima mágica.
Nos sentamos en el sofá del salón. Yo la tenía entre mis brazos, tratando de sopesar que era ella la que, por primera vez, se ahogaba delante de mí y yo debía protegerla, aunque no supiera cómo.
-¿Quieres hablar?
Sollozó.
-Estoy aquí para ti, ¿vale? -besé su cabeza. -No estás sola.
Permití que llorase; yo también lo hice junto a ella. Una de mis debilidades, sin duda alguna, es ver llorar a quienes más quiero. No lo puedo evitar, es superior a mí, así que sí, estuve diez largos minutos llorando mientras abrazaba a mi hermana y oía sus sollozos como nunca lo había hecho. No sabía por qué. No sabía por quién o siquiera si había un por quién. No sabía nada, pero las lágrimas salían de mis ojos al mismo ritmo que lo hacían las de ella, acompasadas y sincronizadas como hermanas que éramos.
Un rato después, y ya más calmada, se separó de mí y comenzó a reír. Las risas fueron solo una consecuencia del momento que habíamos vivido. Quizá por vergüenza o por no saber reaccionar ante lo que había pasado porque, al igual que a mí, a ella también debió extrañarle que yo tuviera que ser la que la consolase y no al contrario.
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Atardecer en nuestra ciudad
FanfictionHay personas que son como los atardeceres. Eso asegura Samantha de Flavio, que es como un atardecer, que ilumina, que embellece, que abraza, que ensimisma, que alucina... y que se va. Porque, aunque quisiera lo contrario, ese pequeño espectáculo nat...