—Necesito una esposa, Alfonso, y la necesito para ayer.
Sentado en la parte de atrás de su coche, de camino ni más ni menos que a un Starbucks, Christopher Uckermann miró el reloj por décima vez en menos de una hora.
La carcajada de sorpresa de Poncho acabó de crisparle los nervios.
—Pues escoge a una cualquiera y dirígete al altar.
El consejo despreocupado de su mejor amigo le habría resultado útil si Ucker confiara en las mujeres de su vida. Tristemente, no podía hacerlo.
—¿Y arriesgarme a perderlo todo? Me conoces bien. Lo último que necesito es que las emociones se interpongan en algo tan importante como un acuerdo matrimonial. —Precisamente eso, un acuerdo, era lo que Ucker necesitaba. Un contrato, un convenio mercantil que beneficiara a ambas partes durante el curso de un año. Luego podrían tomar caminos distintos y no volver a verse nunca más.
—Algunas de las mujeres con las que sueles aparecer en público estarían encantadas de firmar un acuerdo prematrimonial.
Ya había pensado en ello, pero había trabajado tan duro para construirse una reputación de cabrón insensible que ahora no veía la necesidad de arruinarla fingiéndose enamorado, y todo con el objetivo de conseguir que una mujer accediera a subir con él las escaleras del juzgado.
—Necesito a alguien que esté de acuerdo con mi plan, alguien por quien no sienta ni la más remota atracción.
—¿Estás seguro de que este servicio de citas es lo más adecuado?
—De parejas, no de citas.
—¿Cuál es la diferencia?
—No te buscan a alguien que se adapte a tus intereses amorosos, sino a tu plan de vida.
—Qué romántico. —El sarcasmo de Poncho sonó con tanta contundencia como un grito.
—Al parecer no soy la única persona en mi situación.
Poncho se atragantó en medio de una carcajada.
—En serio —consiguió articular—, no conozco a ningún hombre con tu título y tu dinero que necesite llamar a un extraño para que le ayude a sentar la cabeza.
—Este tipo tiene muy buenas referencias. Es un hombre de negocios que ayuda a hombres como yo en situaciones similares.
—¿Cómo se llama?
—Mario Espinosa.
—Nunca he oído hablar de él.
A dos bloques del lugar del encuentro les pilló un atasco en la intersección de dos calles. Los segundos no dejaban de pasar y ya llegaba tarde a la cita. Maldición, Christopher odiaba llegar tarde.
—Tengo que irme.
—Espero que sepas lo que estás haciendo.
—Estoy haciendo negocios, Poncho.
Su amigo resopló para mostrar su desaprobación.
—Lo sé. Son las relaciones las que se te dan como el culo.
—Que te follen. —Pero Ucker sabía que su amigo tenía razón.
—No eres mi tipo.
El chófer de Christopher dio un golpe de volante y cambió de carril. Implacable, justo como le gustaba a su jefe.
—Quedamos esta noche para tomar algo.
Christopher colgó el teléfono, lo guardó en el bolsillo del abrigo y se reclinó en el respaldo del asiento. Llegaba tarde, ¿y qué? Los hombres de su posición podían presentarse media hora después de lo acordado y aun así la gente se deshacía en atenciones como si fuera culpa suya. Mucho dependía de aquel encuentro. Tenía que encontrar esposa antes de una semana si quería conservar la propiedad ancestral de su familia que iba unida al título, por no mencionar lo que quedara de la fortuna de su padre, y todo ello dependía de Mario Espinosa.
Confiaba en que el contacto que le había proporcionado su asistente personal supiera lo que se hacía. En caso contrario, Christopher se vería obligado a tratar el asunto del matrimonio con Jacqueline, o quizá con Vanessa. Jacqueline prefería su independencia al dinero que él pudiera proporcionarle, y el hecho de que tuviera algún que otro amante además de Ucker la eliminaba automáticamente de la ecuación. Solo quedaba Vanessa. Guapa, rubia y una muy firme candidata a convertirse en su ex por los comentarios sobre la exclusividad que solía hacer de vez en cuando. Sin embargo, no le gustaba la idea de tener que recurrir a ella. Cierto, a veces se comportaba como un cabrón, pero nunca era cruel; aunque seguro que más de una no estaría de acuerdo. Los tabloides le tildaban de astuto y pretencioso; si descubrían lo que se traía entre manos, publicarían la historia y lo convertirían todo en una broma de mal gusto. Prefería evitar el escándalo. No obstante, la vida siempre era implacable, por lo que necesitaba que su falso matrimonio pareciera lo más real posible si quería tener contentos a los abogados de su padre.
Christian detuvo el coche, largo y negro, junto a la acera y se apresuró a abrirle la puerta. Habían llegado al punto de encuentro acordado, una de las famosas cafeterías de la cadena blanca y verde. Ucker se dirigió hacia la puerta del establecimiento, con el maletín en una mano e ignorando las miradas que se volvían a su paso. Mientras observaba las mesas en busca de un hombre que coincidiera con la imagen que se había hecho de Mario Espinosa, el delicioso aroma de los granos de café recién molidos inundó sus sentidos. Ucker esperaba encontrarse con un tipo trajeado y con una carpeta repleta de informes sobre futuribles esposas.
El primer repaso no dio ningún fruto, así que se quitó las gafas de sol y empezó de nuevo. Una pareja joven, armado cada uno con un portátil, tomaban café con leche sentados el uno frente al otro en una mesa pequeña. Junto a ellos, un hombre con bermudas y camiseta discutía con alguien por teléfono. Frente al mostrador esperaba una pareja con un carrito de bebé. Ucker se dirigió hacia el fondo del local y descubrió la pequeña silueta de una mujer sentada de espaldas a la puerta, con una abundante melena de color castaño . No paraba de mover los pies como si estuviera nerviosa, o quizá estaba escuchando música por los auriculares que llevaba puestos. Sin dejar de estudiar a la clientela, Christopher divisó a un hombre sentado a solas en un sillón. Llevaba unos pantalones de sport y aparentaba casi cincuenta años. En lugar de un maletín, el tipo sostenía un libro. Ucker entornó la mirada hasta captar su atención, pero en lugar de reaccionar, el hombre bajó de nuevo los ojos y siguió leyendo.
Maldita sea, quizá Mario Espinosa estaba atrapado en el mismo atasco del que él acababa de escapar.
Llegar tarde nunca resultaba oportuno en lo que a futuros clientes se refiere, fuera cual fuese el negocio en cuestión.
Si Ucker hubiera tenido otra elección, se habría marchado de allí sin pensárselo dos veces.
Pasó junto a la castaña solitaria, rodeó el carrito y pidió un café solo, resignado a sentarse y esperar unos minutos. Dejó el maletín sobre una mesa vacía y, cuando oyó que el chico que atendía tras el mostrador decía su nombre, se dio la vuelta para recoger el pedido.
De pronto sintió el peso inconfundible de una mirada recorriéndole la espalda. Examinó la sala en busca de la persona que lo observaba. Al instante, unos ojos marrones se entornaron mientras lo miraban de arriba abajo. La mujer menuda que esperaba a solas no estaba escuchando música o leyendo una revista. Lo miraba directamente a él.
Sus ojos, de una belleza impresionante, se posaron por un instante en un pequeño ordenador portátil que descansaba frente a ella antes de regresar nuevamente a Ucker. Un destello iluminó el rostro de la mujer cuando lo reconoció. Él ya había visto aquella expresión antes, cada vez que alguien relacionaba su nombre con su imagen. Allí, en California, la frecuencia de aquella reacción no era tan habitual como en su país, pero aun así Christopher la reconoció al instante.
La mujer parecía bastante inofensiva. Al menos hasta que abrió la boca y se dirigió a él.
—Llega tarde.
Dos palabras, solo dos, pronunciadas con una voz tan grave que rezumaba pecado y que dejaba en ridículo a las operadoras de las líneas eróticas, fueron más que suficientes para dejar a Ucker sin habla.
—¿Disculpe? —consiguió decir al fin, al comprender las palabras de la mujer.
—Es usted el señor Uckermann, ¿verdad?
La pregunta era sencilla, pero Christopher era incapaz de entenderla. Contestó como si tuviera conectado el piloto automático, absolutamente desconcertado por aquella mujer que tenía delante.
—El mismo.
Ella se puso de pie. Apenas le llegaba al hombro.
—Dulce María Espinosa —se presentó, y le ofreció la mano a modo de saludo.
Christopher no estaba acostumbrado a que le pusieran los puntos sobre las íes. Sin embargo, la mujer que tenía delante acababa de hacerlo y apenas había necesitado un par de palabras para conseguirlo. Ucker estrechó la mano que ella le ofrecía y sintió una oleada de calor recorriéndole el cuerpo. Cuando sus manos se tocaron, la mirada penetrante y la sonrisa confiada de ella desaparecieron de su rostro durante una milésima de segundo. Tenía la piel fría, a pesar de que su actitud denotaba un control absoluto.
—No es un hombre. —Christopher reprimió un grito. Aquello era probablemente lo más estúpido que le había dicho a una mujer en toda su vida.
La señorita Espinosa, sin embargo, no se alteró ni un ápice.
—Nunca lo he sido. —Le dedicó una sonrisa de dientes perfectos mientras retiraba la mano que Christopher empezó a echar de menos al instante.
—Me esperaba a un hombre.
—Me pasa a menudo. Eso casi siempre juega a mi favor. —Señaló la silla que tenía delante—. ¿Por qué no toma asiento y nos ponemos manos a la obra?
Él dudó, debatiéndose entre seguir adelante con aquella «entrevista» u optar por un posible cambio de género de la mujer que tenía enfrente. Nunca se había considerado sexista, pero mientras pensaba en ella y observaba cómo cruzaba las piernas, enfundadas en unos elegantes pantalones de vestir, sintió que toda su atención se alejaba del que era su objetivo y se centraba en Dulce Espinosa. Aquella mujer era la viva imagen de la contradicción y Christopher todavía no sabía nada de ella.
Le daría diez minutos de margen para que le demostrara que podía ocuparse de sus necesidades. En caso contrario, pasaría página y exploraría otras opciones.
Christopher se desabrochó el primer botón de la americana antes de ocupar su lugar en la mesa.
—Pensé que su nombre era Mario
—Si, error de impresión —Sin levantar la mirada, Dul sacó unos papeles del pequeño maletín que descansaba a un lado de su silla. La breve sonrisa había desaparecido y en su lugar sus labios dibujaban una fina línea recta.
—¿Se hace llamar Mario para engañar a sus clientes?
La mano de Dulce dudó un instante antes de empujar el montón de papeles hacia Ucker.
—¿Habría venido si hubiera sabido que soy una mujer?
«Probablemente no.» La miró con detenimiento, sin decir lo que pensaba en voz alta. Dulce inclinó la cabeza a un lado y continuó.
—Usted mismo se delata, señor Uckermann. Déjeme ver si soy capaz de leer sus intenciones. En su cabeza, me ha concedido un tiempo máximo para demostrar mi valía. ¿Cuánto? ¿Veinte minutos?
—Diez —le espetó Ucker, incapaz de contenerse. ¿Qué tenía aquella mujer de voz aterciopelada para haberle robado la capacidad de morderse la lengua?
Dulce sonrió de nuevo y Christopher sintió un nudo de deseo, inoportuno e inesperado, en la boca del estómago.
—Diez minutos —repitió ella—. Para perfilar al detalle un plan con el que encontrarle la esposa perfecta, teniendo en cuenta sus problemas de tiempo. Un hombre de negocios como usted espera eficiencia, rapidez y ningún tipo de lastre emocional que pueda complicar las cosas. —Lo miró y sus ojos no flaquearon ni un segundo. Mientras pronunciaba cada palabra con aquella voz de línea erótica, su nariz, respingona y cubierta de pecas, se le antojó demasiado inocente sobre unos labios de un color rosa delicioso—. De momento, ¿estoy en lo cierto?
—Completamente.
—Las mujeres son seres emocionales, por eso su asistente se puso en contacto conmigo para contratar mis servicios. Si no me equivoco, muchas mujeres venderían el alma al diablo para casarse con usted, señor Uckermann, pero no confía lo suficiente en ellas como para hacerlas merecedoras de su título.
Casi siempre era él quien perfilaba sus necesidades, por lo que debería sentirse expuesto con un cambio de papeles tan radical como aquel. Sin embargo, al escuchar a Dul, que obviamente no era un hombre, exponer su dilema con tanta claridad no se sintió vulnerable, sino más bien reconfortado. Había acudido al lugar acertado para encontrar la solución a su problema.
—¿Cómo sé que puedo fiarme de la mujer que usted me encuentre?
—Investigo a todas las candidatas de mi agenda a conciencia, al igual que lo hago con el cliente. Cuentas detalladas, obligaciones fiscales, hábitos personales y cualquier posible secreto familiar.
—Habla como un detective privado.
—No llego a tanto, pero entiendo que a usted se lo parezca. Me dedico a unir a personas.
Christopher se reclinó en la silla y cruzó los brazos. Decidió que le gustaba aquella mujer, así que añadió diez minutos más al tiempo que le había concedido.
—¿Le parece que continuemos?
Él cogió su café y asintió. Dul sacó un bolígrafo del maletín y giró el montón de papeles que había dejado sobre la mesa de modo que Ucker pudiera leerlos.
—Me gustaría hacerle unas preguntas antes de decidir si quiero seguir adelante con esto.
Christopher arqueó una ceja al oír aquello. Interesante.
—¿Cuánto tiempo tengo para demostrarle mi valía, señorita Espinosa?
—Cinco minutos —respondió ella, mirándole a través de sus largas pestañas.
Él se inclinó hacia delante, intrigado por lo que Dulce pudiera sacar en claro de él en tan poco tiempo.
—¿Le han detenido alguna vez?
Su historial estaba limpio, pero esa no era la pregunta. Sabía que si le mentía, Dul recogería sus cosas y saldría inmediatamente por la puerta.
—Con diecisiete años le di un puñetazo a un chico que iba detrás de mi hermana. Los cargos fueron retirados. —Como ocurría con todos los chicos de su mismo estatus social.
—¿Alguna vez ha pegado a una mujer?
Los músculos de su mentón se tensaron.
—Nunca.
—¿Y ha sentido la necesidad de hacerlo? —Ahora lo miraba fijamente, sin apartar los ojos.
—No. —La violencia no cuadraba para nada con su personalidad.
—Necesito el nombre de su amigo más cercano.
—Alfonso Herrera.
Dul tomó nota del nombre.
—¿Peor enemigo?
Ucker no se esperaba esa pregunta.
—No estoy muy seguro de qué contestar a eso.
—Entonces permítame que se lo pregunte de otra manera. ¿A qué persona de su entorno le gustaría ver que sufre usted algún tipo de daño?
Su primer impulso fue repasar la lista de socios que pudieran haberse sentido menospreciados por su culpa a lo largo de los años. A esas alturas de la vida, ninguno de ellos se sentiría mejor si a él le pasara algo. Solo se le ocurría una persona que podría ver las cosas desde otra perspectiva.
—¿En quién está pensando, señor Uckermann?
Christopher tomó un trago de café y sintió cómo se precipitaba hacia el fondo de su estómago con un sonido sordo.
—Solo hay una persona.
Dulce levantó la mirada, expectante.
—Mi primo, Mathias .
Una leve vibración en la mandíbula, una caída imperceptible de hombros, eso fue lo único que reflejó el impacto de sus palabras en ella. Para sorpresa de Christopher, Dulce anotó la información y no siguió preguntando. Cogió la primera página del montón de papeles y le entregó el resto.
—Necesito que rellene esto. Me lo puede enviar por fax al número que aparece al final de la página ocho.
—¿He pasado su examen, señorita Espinosa?
—La honestidad es algo que debe ser mantenido a lo largo del proceso. Hasta el momento, estoy conforme con el resultado.
Ahora le tocaba a él sonreír.
—Podría haber mentido sobre los cargos por agresión.
Dulce empezó a recoger sus cosas.
—Su nombre era Pablo Walker. Usted tenía diecisiete años y dos meses cuando le rompió la nariz en un partido de polo en la escuela privada a la que ambos asistían. Pablo tenía reputación de salir con chicas el tiempo suficiente para llevárselas a la cama antes de dejarlas e ir a por la siguiente. Su hermana fue lista y se mantuvo alejada de él. Si no hubiera golpeado a ese cabrón para proteger a su hermana, o si me hubiese mentido y yo lo hubiera descubierto, esta entrevista se habría acabado y ni siquiera le habría dado tiempo a sentarse.
—¿Cómo demonios...?
—Tengo una lista de contactos muy larga. Estoy segura de que sabrá los nombres de muchos de ellos antes de que se acabe el día.
Por descontado. Estaría hablando por teléfono con su asistente antes de llegar al coche.
—¿Cuánto me va a costar esto, señorita Espinosa?
—Considéreme su agente. Cuando sus abogados redacten el acuerdo prematrimonial, tenga en cuenta que tendrá que pagarme el veinte por ciento de lo que le ofrezca a su futura esposa. Por adelantado.
—¿Y si solo le ofrezco un pequeño estipendio?
—Las mujeres con las que trabajo tienen un mínimo establecido que consta en ese montón de papeles.
—¿Y si la mujer que me encuentre no se atiene a su parte del trato? ¿Y si al pasar el año intenta oponerse al acuerdo?
Dulce se puso en pie y Ucker no tuvo más remedio que imitarla.
—No lo hará.
—Parece muy segura de ello.
—La cantidad de dinero predeterminada, la parte que le corresponde a ella, va directamente a una cuenta. Si su futura esposa intentara conseguir más, ese dinero serviría para que sus abogados la aplastaran. El sobrante sería para usted. El único supuesto en que esto cambiaría sería con la llegada de un niño, siempre que una prueba de paternidad demostrara que usted es el padre. No soy muy partidaria de los tribunales de familia, y menos con niños de por medio. Depende de su capacidad para controlar sus instintos más básicos, señor Uckermann. Eso, claro está, si su intención es poner punto final al matrimonio una vez pasado el año acordado. En caso contrario, les deseo que sean felices y que le pongan mi nombre a su primer hijo.
Lo tenía todo pensado. Decir que Christopher estaba impresionado sería quedarse corto.
—Necesito esos papeles esta misma tarde, antes de las tres. Me pondré en contacto con usted sobre las cinco, con una lista de posibles candidatas. Concertaremos los encuentros para mañana, si es que sus obligaciones se lo permiten.
Ucker se agachó, recogió el bolso de Dul y se lo entregó. Ella apartó un mechón rebelde de sus ojos y se colgó el bolso del hombro.
—¿Tiene alguna otra pregunta para mí, señor Uckermann? ¿O debería llamarle excelencia?
La lentitud con la que su lengua envolvió el tratamiento con aquella voz tan hipnótica se le antojó algo a lo que podría acostumbrase fácilmente. No le importaría volver a escucharlo, quizá por teléfono...
—¿Qué tal Christopher o Ucker?
En cuanto estuvo segura de que nadie la observaba, Dul se deslizó tras el volante de su coche, sonrió de oreja a oreja, algo que llevaba un buen rato queriendo hacer, y se marcó un bailecito más bien ridículo frotando el trasero contra la suave piel del asiento.
—Ya era hora —susurró, hablando consigo misma.
El apuesto duque supondría su ascenso a primera división. Desde que creó Alliance, siempre había imaginado a clientes como Christopher Uckermann haciendo cola para conseguir sus servicios: hombres ricos que necesitaban encontrar esposa para tachar una línea más de una larga lista de tareas pendientes. Su trabajo consistía en encontrar esposas para una clase de hombres que carecían del tiempo o de la voluntad necesaria para someterse al juego del cortejo. No buscaban amor, sino compañía. Algunos querían casarse para que sus amantes dejaran de exigirles un anillo de compromiso. Hasta la fecha, había conseguido un buen número de referencias que la estaban ayudando a construir su empresa y a conseguir unos ingresos regulares con los que poder vivir.
Con Uckermann y los beneficios que había calculado que conseguiría gracias a él, podría cubrir los gastos más elevados durante dos o tres años. O al menos eso esperaba.
A Uckermann, que era millonario por méritos propios, no le hacía falta el dinero de su fallecido padre, pero sería una lástima que la fortuna de la familia, más que suficiente para comprarse un país pequeño, acabara en el cajón de sastre de la caridad o en manos del primo que Christopher había mencionado. Con toda la corrupción y los escándalos relacionados con las asociaciones benéficas, estaba claro dónde acabaría ese dinero o qué bolsillos engordarían gracias a él.
Dul sabía que el dinero que se destinaba a causas humanitarias a menudo caía en las manos equivocadas.
La situación de Uckermann supondría distracciones con las que hasta entonces nunca se había encontrado. Su título nobiliario sería el principal problema a superar. Tendría que seleccionar a las candidatas con especial cuidado, asegurándose de que no albergaran el sueño infantil de convertirse en duquesas. Las películas de Disney habían hecho mucho daño. Además, Uckermann era especialmente agraciado, por lo que las candidatas tendrían que estar ciegas para no querer de él algo más que su dinero o su título.
Las fotografías que había visto de él no le hacían justicia. Con su metro sesenta y cinco, Dul estaba acostumbrada a levantar la cabeza para mirar a los hombres a la cara, pero Ucker medía uno ochenta y cinco como mínimo y tenía los hombros anchos y musculosos. Había visto fotografías suyas en una revista. Estaba en una playa de Tahití y, bajo el traje de neopreno, se insinuaba un físico espectacular. Al entrar en la cafetería, no se había dado ni cuenta de que todos los ojos se fijaban en él; se había limitado a examinar el local para localizarla. Con cualquier otro cliente, Dul se habría puesto de pie nada más verle atravesar la puerta, pero con Ucker había necesitado un minuto para serenarse. Su mandíbula firme y sus ojos, de un asombroso color miel, habían penetrado en el temperamento normalmente calmado de Dul, hasta el punto de que el corazón le dio un vuelco.
El físico de su nuevo cliente supondría una distracción añadida. Lo mejor para todos sería que Ucker y la mujer de su elección vivieran en países distintos. Cualquier mujer con sangre en las venas y que pasara un tiempo mínimo con él no podría evitar la tentación de meterse en su cama.
Dul sacó el móvil del bolso y llamó a su ayudante.
—Alliance, al habla Anahí.
—Eh, soy yo.
—¿Cómo ha ido? —Anahí no esperó ni un segundo para hacer la pregunta.
—Genial. ¿Has buscado los archivos y hecho las llamadas?
—Sí. Joanne es la única que no está disponible.
Dul visualizó a una morena de gran estatura.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Al parecer, tiene novio.
Eso solía arruinar cualquier matrimonio con otro hombre. Sin Joanne, aún le quedaban tres candidatas perfectas. A menos que Christopher tuviera un problema con las mujeres guapas, el miércoles ya estaría casado. Y solo era lunes.
—Ella se lo pierde.
—¿Vas a venir?
—Tengo que hacer un recado y luego voy para allí.
—Trae algo para comer.
Anny y Dul hacía tiempo que eran amigas, mucho antes de entablar una relación laboral.
—Teniendo en cuenta que soy tu jefa, ¿no deberías ser tú la que se ocupara de traerme la comida a mí?
—No si la negrera de mi jefa apenas pasa por la oficina y no se ocupa ni de las llamadas.
La oficina, menudo chiste. Dul utilizaba una habitación que le sobraba en casa.
—Estaré ahí en media hora —respondió entre risas.
—Antes deberías llamar a Moonlight.
Dul se incorporó en el asiento del coche.
—¿Por qué? ¿Ha pasado algo? —La inquietud se apoderó de su estómago, una sensación de pánico que le resultaba familiar.
—Nada urgente. Claudia no come como debería. Dicen que te pases por allí para hablar con ella.
Dulce respiró tranquila y se obligó a relajar los hombros.
—Vale.
Sus planes para aquella tarde se verían ahora complicados por un viaje no planeado al centro en el que estaba ingresada su hermana pequeña. La última vez que Claudia había dejado de comer, acabó en el hospital con una infección que se le extendió por la sangre. Dul esperaba que su hermana estuviera deprimida y no enferma, por muy triste que le resultara que esas fueran las opciones más optimistas por las que Claudia podría haber dejado de comer.
Pero ¿de qué otra cosa podía tratarse? Una depresión había sido la causa por la que su hermana había intentado suicidarse, para acabar sufriendo un derrame cerebral en lugar de morirse.
—Llegaré tarde, pero si no te importa esperar, traeré algo para comer.
—Avísame si te entretienes.
—Lo haré. Gracias.
Dul colgó el teléfono, arrancó el motor y partió hacia el Centro Asistencial Moonlight. El centro le costaba más de cien mil dólares al año y por eso Dulce necesitaba los ingresos que pudiera conseguir de un contrato con Christopher Uckermann. Llevaba un mes de retraso con sus gastos personales y siempre enviaba los cheques a Moonlight una o dos semanas tarde. Lo último que quería era hundirse bajo el peso de las deudas y acabar ingresando a Claudia en un centro del Estado. En un sitio así seguro que la ignorarían y en menos de un mes acabaría con una infección y llena de llagas tras pasar demasiadas horas en la cama. No, Dul preferiría dormir en el coche antes de dejar que eso pasara.
Al pensar en el duque, supo que las cosas no acabarían tan mal. Christopher se arriesgaba a perder trescientos millones de la herencia de su padre si no se casaba antes de fin de mes. Estaba dispuesto a pagarle una cantidad importante a la mujer que se prestara a acompañarlo al altar y, en consecuencia, a pagarle a Alliance una suma de dinero suficiente para mantenerse a flote durante un tiempo. Dul solo tenía que colocar a las candidatas en fila y asegurarse de que ninguna de ellas apretara el botón del pánico.
Pan comido. O eso esperaba.